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Demacia Temple Of The Lightbringers
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Historia corta

Un Corazón de Demacia

Por Phillip Vargas

La naturaleza lo convirtió en un mago. Los buscadores lo convirtieron en un asesino.

Lore[]

El chico admiró la raíz de dormis amarilla que se asomaba por el suelo congelado. Era una de los cientos que crecían en una minúscula área de color vívido en lo que, de otra forma, habría sido un terreno baldío. Se puso en cuclillas junto a la flor e inhaló profundamente. El aire fresco de la mañana y un aroma débil inundaron su nariz. Se estiró para tomar la flor silvestre.

—Déjala ahí—, dijo Vannis.

El hombre mayor se irguió sobre el chico, su abrigo azul se agitaba con la suave brisa. Marsino se paró junto a él sosteniendo una antorcha apagada. Los tres habían estado aguardando durante algún tiempo sin obtener respuesta.

El hombre más joven le dirigió una sonrisa al chico y asintió.

El niño arrancó la flor y la guardó en su bolsillo.

Vannis negó con su cabeza y frunció el ceño. —El tiempo que has pasado con el chico le ha inculcado malos hábitos—.

Marsino se ruborizó ante la observación y se desdibujó su sonrisa. Carraspeó y preguntó: —¿Ves algo?—.

El chico se puso de pie y analizó la hilera de casas que se encontraba en el campo congelado; las moradas desgastadas no eran más que cabañas deterioradas dispersas en la ladera. Formas y sombras se movían a través de las ventanas de vidrio laminado.

—Hay personas en el interior—, dijo él.

—Todos podemos ver eso—, dijo Vannis, con un tono mordaz. —¿Ves lo que estamos buscando?—.

El chico buscó la más mínima pista o huella, pero no encontró más que el gris apagado de los tablones desgastados y las piedras talladas.

—No, señor—.

Vannis rezongó en voz baja.

—Tal vez si nos acercamos un poco más—, dijo Marsino.

El hombre mayor negó con la cabeza. —Estos son hombres de la montaña. Te atravesarán con una lanza antes de que pudieras acercarte a veinte pasos de su puerta—.

El chico se estremeció con estas palabras. La brutal reputación de los montañeses era conocida en la Gran Ciudad. Vivían en los indómitos bordes del reino, en las cercanías de los territorios en conflicto. Miró de reojo sobre su hombro y se acercó un poco más a Marsino.

—Enciende la antorcha—, dijo Vannis.

Marsino golpeó su pedernal bañando con chispas el cordel empapado en aceite. La brea estalló en llamas y el aire fresco de la mañana se desvaneció.

No necesitaron aguardar mucho.

Varias puertas de las cabañas se abrieron y una decena de hombres y mujeres marcharon hacia el grupo. Traían consigo hachas y piquetas.

La mano del niño se deslizó rápidamente a la daga que tenía a su costado. Dirigió la mirada hacia Marsino, pero sus ojos estaban centrados en los aldeanos.

—Mantén la calma, chico—, dijo Vannis.

La multitud se detuvo en el borde del terreno, sus vestimentas desgastadas contrastaban con la ropa de gala color azul y blanco que vestían Vannis y Marsino. Incluso la ropa del chico estaba en mejor estado.

Un débil cosquilleo recorrió su espalda. Tocó el brazo de Marsino para atraer su atención y asintió. El hombre reconoció la señal y le indicó que retrocediera. Había un proceso que debía seguirse.

Una mujer anciana salió por detrás de la multitud. —¿Ahora los cazadores de magos queman aldeas?—, preguntó.

—¡Aquí no hay nada, sigan con su camino!—, gritó un joven de cabello desaliñado que se encontraba al lado de la mujer. Los demás se unieron en abucheos y reclamos.

—¡Silencio!—, estalló la mujer, dándole un codazo en las costillas al hombre.

Él se estremeció de dolor e inclinó su cabeza. La multitud enmudeció.

Los montañeses no se parecían a nada que el chico hubiera visto en la Gran Ciudad. No les intimidaba la presencia de los cazadores de magos con sus tradicionales abrigos azules y sus medias máscaras de bronce forjadas a martillazos. Por el contrario, se mantenían firmes y desafiantes. Unos pocos comenzaron a juguetear con sus armas, con los ojos puestos sobre el chico. Él se percató de sus miradas.

Marsino dio un paso al frente. —Una fanega de raíces de dormis llegó a Muroviejo hace seis días—, dijo señalando las flores con su antorcha.

—La gente vende cosas y la gente compra cosas. ¿Acaso es distinto en la ciudad?—, preguntó la anciana.

Los montañeses se rieron.

El chico se unió a ellos con nerviosismo. Incluso Marsino esbozó una débil sonrisa. Vannis permaneció inmóvil. Contemplaba a la multitud con la mano sobre su bastón.

—Por supuesto que no—, contestó Marsino. —Pero la flor es muy inusual en esta época del año—.

—Somos buenos agricultores, también somos buenos cazadores—, dijo la mujer, y su sonrisa se desvaneció.

Vannis fijó su mirada en la anciana. —Sí, pero el suelo está congelado y ninguno de ustedes ha usado un arado en su vida—.

La anciana se encogió de hombros. —Las cosas crecen donde les place. ¿Quiénes somos nosotros para contradecirlas?—.

Vannis hizo una mueca. —Sí, las plantas crecen—, dijo y desenganchó el Marcagrís de su abrigo. Se puso en cuclillas y sostuvo el disco de piedra labrada sobre una raíz de dormis.

Los pétalos se marchitaron y se secaron.

—Pero no mueren en la presencia de la petricita—, añadió Vannis poniéndose de pie. —A menos que usen magia para hacerlas crecer—.

Las sonrisas desaparecieron de los rostros de los aldeanos.

—El uso de la magia está prohibido—, dijo Marsino. —Todos nosotros somos demacianos. Estamos obligados desde que nacemos a honrar sus leyes...—

—Aquí arriba no puede comerse el honor—, dijo la anciana.

—E incluso si pudiera hacerlo, su barriga quedaría vacía—, se burló Vannis.

La multitud se agitó ante el insulto y se aproximaron más a ellos quedando a tan solo unos pasos de los cazadores de magos.

Marsino carraspear y levantó una mano. —Los montañeses siempre han honrado las costumbres de Demacia. Siempre en armonía con las leyes y la tradición—, dijo. —Solo pedimos que lo hagan de nuevo hoy. ¿La persona involucrada puede dar un paso al frente?—.

Nadie se movió ni dijo una sola palabra.

Después de un momento, Marsino volvió a hablar. —Si el honor no los obliga, entonces deben saber que tenemos aquí a un chico que descifrará quién es el culpable—.

La multitud se concentró en el niño. El reproche inundó los ojos de los aldeanos, mientras que susurros severos recorrieron sus filas.

—Entonces, ¿el enano puede utilizar magia sin censura pero nosotros no?—, preguntó el hombre que había gritado con anterioridad.

El chico se encogió ante la acusación.

—Él trabaja para servir a Demacia—, contestó Marsino antes de dirigirse al chico. —Está bien, adelante—.

El niño asintió, frotó su mano sudorosa en sus pantalones y procedió a dirigirse a los montañeses. Entre los rostros manchados de suciedad había una presencia particular y radiante. Una corona de luz vibraba y resplandecía alrededor del mago.

Solo el chico era capaz de ver esta luz, y así había sido durante toda su vida. Este era su don: su desgracia.

El resto de los aldeanos observaba con desprecio. En todos lados ocurría lo mismo, estas personas lo odiaban por su don. Todos... menos la anciana. Su suave mirada le imploraba que no hablara.

El chico inclinó su cabeza y bajó la mirada al suelo.

Todos aguardaban mientras que el momento se volvía infinito en el silencio. Podía sentir cómo Vannis tomaba medidas y lo juzgaba severamente.

—Está bien—, dijo Marsino colocando una mano alentadora sobre su hombro. —Nosotros mantenemos el orden. Defendemos la ley—.

El chico alzó la mirada, listo para señalar al mago.

—No lo digas, niño—, dijo la anciana sacudiendo su cabeza.—Yo lo aceptaré. ¿Me escuchas?—.

—Suficiente—, gritó de repente Vannis haciendo al chico a un lado con el Marcagrís en su mano.

La luz radiante alrededor del mago se atenuó momentáneamente cuando la multitud se compactó.

—¡Espera!—.

—Silencio, niño. Tuviste tu oportunidad—.

Pero no era la mujer la que estaba afligida.

El chico se dirigió a Marsino. —¡No es ella! ¡Es el otro!—, dijo señalando al hombre de cabello desaliñado parado junto a la anciana.

Marsino apartó su mirada de los montañeses intentando seguir el gesto del niño, pero antes de que pudiera identificar la amenaza, el hombre arremetió contra los cazadores de magos.

—¡Mamá!—, gritó mientras iba por Vannis. Sus manos brillaron con un lustre esmeralda, mientras que unas enredaderas espinosas brotaron de las puntas de sus dedos.

Vannis giró para quitarse de su camino, mientras balanceaba su báculo en un gran arco y golpeó al mago en la sien con la pesada pértiga de madera.

El mago tropezó con Marsino agarrándolo del brazo. Unas espinas afiladas perforaron su manga. Marsino retrocedió del dolor y empujó hacia el suelo al hombre herido, soltando la antorcha en medio de la conmoción.

Las llamas rozaron la túnica del hombre e incendiaron sus harapos.

La anciana gritó y corrió apresuradamente hacia su hijo.

Algunos brazos la tomaron y la retuvieron conteniéndola mientras ella forcejeaba. El resto de los montañeses se movió hacia adelante, pero Vannis se mantuvo firme y con el báculo listo.

—¿Te tocó?—.

Marsino buscó a tientas su arma logrando por fin desenganchar su cetro, sus ojos estaban vidriosos y no podían enfocar bien.

—¡Marsino!—.

—¡Estoy bien!—.

—¿Hay más?—. Vannis gritó.

El niño no respondió. Permaneció congelado, mirando al agonizante mago que se retorcía de dolor en las llamas. La amargura le colmó la garganta, pero optó por pasar el trago amargo, negándose a tener arcadas.

—¡Niño!—.

Por fin reaccionó. El fuego se expandía por el campo creando un muro entre ellos y la multitud. Buscó las caras asesinas detrás de las crecientes flamas, con el calor abrumando sus sentidos.

—No—.

—¡Entonces, sube a tu montura!—.

El chico montó su poni. Marsino y Vannis lo siguieron rápidamente en sus propios corceles y los tres se alejaron de la aldea. El chico se dio la vuelta para mirar hacia atrás. El fuego rugía y el campo de flores ya se estaba marchitando.

Vannis los había forzado a montar hasta muy tarde, distanciándose cuanto fuera posible de los montañeses. Les llevaría tres días llegar al Castillo de Muroviejo. Vannis pretendía ensamblar una cohorte de cazadores de magos y volver. La ley debe mantenerse, decía.

Se detuvieron poco después del anochecer. El terreno rocoso era demasiado peligroso para continuar a ciegas. El niño sintió alivio al poner sus pies sobre el suelo. Los chicos de Dregbourne rara vez montaban a caballo, a menos que los robaran de una caballeriza, y él nunca había sido un ladrón.

Asumió la primera guardia sentándose en la base de un roble imponente, adolorido y tieso de la espalda y del trasero por haber montado a caballo tanto tiempo. Movió su cuerpo buscando una posición cómoda. Tras unos pocos minutos, se paró y se recargó contra el antiguo árbol. Un lobo solitario aulló en algún lugar arriba en las colinas y un coro de los suyos le respondió. O tal vez eran sabuesos, aún no podía distinguirlos.

Unas nubes distantes de tormenta centelleaban en el cielo nocturno y sus estruendos estaban tan retirados que no llegaban a sus oídos. Arriba, las estrellas luchaban por atravesar unas nubes grises a la deriva. Una capa de niebla espesa se asentó sobre las llanuras.

Lanzó otro manojo de madera al fuego. Avivó una ráfaga de brasas que se consumió pronto.

Voces fantasmales llenaban la quietud de su mente. Suplicaban y negaban una verdad resplandeciente, mientras los recuerdos del mago en llamas daban vueltas en la fogata. Se estremeció y desvió la mirada.

Había sido una muerte terrible, pero cada vez que esos pensamientos invadían su mente, él los apartaba y los reemplazaba con toda la belleza que había visto desde que se unió a Vannis y a Marsino.

Llevaba meses viajando con los cazadores de magos, conociendo el mundo por fuera de las atiborradas calles de Dregbourne por primera vez. Había explorado las colinas y las montañas lejanas que alguna vez vio desde el techo de su vivienda. Ahora había montañas nuevas frente a él y quería ver más.

La magia lo había hecho posible.

La aflicción que alguna vez lo había llenado de miedo al descubrimiento ahora era un don, le permitía andar como un verdadero demaciano. Incluso vestía de azul. Tal vez algún día él también podría usar la media máscara y un Marcagrís propios, a pesar de ser un mago.

Un débil susurro lo sacó de sus pensamientos.

Se dio la vuelta y miró cómo Marsino murmuraba mientras dormía. Junto a él yacía una manta enrollada vacía. El corazón del chico se aceleró al ver esto. Inspeccionó los árboles en busca del viejo cazador de magos.

Vannis estaba parado bajo un roble cercano observándolo.

—Hoy dudaste—, le dijo mientras se alejaba de la sombra. —Montaste un mal espectáculo. ¿Fue miedo o algo más?—.

El niño apartó la mirada y permaneció en silencio buscando una respuesta que pudiera satisfacer al cazador de magos.

Vannis frunció el ceño impacientándose. —Anda, dilo—.

—No entiendo... ¿qué tiene de malo cultivar raíces de dormis?—

Vannis refunfuñó y sacudió su cabeza. —Cada centímetro cedido es un centímetro perdido—, dijo. —Esto es cierto tanto en el campo de batalla como con los magos—.

El chico asintió. Vannis lo miró por un momento.

—¿En dónde está tu corazón, niño?—.

—En Demacia, señor—.

Marsino se agitó nuevamente. Sus murmullos se convirtieron rápidamente en lamentos, hasta que el hombre terminó por pelear contra su manta.

El niño se le acercó y lo sacudió por el hombro. —Marsino, despierta—, susurró.

El joven cazador de magos se retorció con el contacto el niño. Los gemidos incrementaron hasta que el hombre comenzó a sollozar. Sacudió de nuevo a Marsino, solo que esta vez con más fuerza.

—¿Qué pasa?—, preguntó Vannis acercándose a él. —No lo sé. No se despierta—.

Vannis hizo al chico a un lado y le dio la vuelta a Marsino. El sudor corría por su frente y por su sien opacando su cabello oscuro. Los ojos de Marsino estaban abiertos y vacíos, tenían un turbio brillo blanquecino.

Vannis le quitó la pesada manta y abrió la capa de Marsino. Zarcillos oscuros de plaga deterioraban su brazo. Ante los ojos del niño, una flor radiante pulsaba bajo la piel podrida.

Habían estado cabalgando desde antes de que apareciera la primera luz.

Vannis y el niño lograron subir a Marsino a su caballo y atarlo a su montura. El joven cazador de magos había permanecido en un sueño febril mientras Vannis ataba su caballo al suyo y arrancaba.

El poni del niño batalló para seguir el paso que había marcado Vannis; el Castillo de Muroviejo aún estaba a un día de viaje.

Vio cómo Marsino se sacudía con cada zancada. El hombre herido amenazó con caerse en varias ocasiones, pero Vannis ralentizaba el paso y ajustaba el amarre de Marsino a su montura. Cada vez que el viejo cazador de magos hacía eso, le fruncía el ceño al chico antes de continuar.

Llegaron a Paso Corvo al medio día. Sus monturas escalaron las curvas estrechas talladas en la ladera de la montaña. Esta ruta reduciría medio día del tiempo de su viaje, pero el peligroso camino estaba en mal estado, y la maleza espesa retrasó su avance.

El niño apretó sus piernas y se agarró de las riendas observando nerviosamente la precaria caída hacia abajo del profundo barranco. Su poni solamente seguía el recorrido manteniéndolos lejos de la muerte de forma instintiva.

Atravesaron los matorrales para desembocar en un terreno plano. Vio cómo Vannis espoleó a los caballos para hacerlos galopar; Marsino comenzó a desplazarse hacia la derecha, recargándose mucho más de lo que lo había hecho antes.

—¡Vannis!—.

El cazador de magos se estiró, pero era demasiado tarde. Marsino cayó y se golpeó contra el suelo.

El niño refrenó su montura y descendió de ella para correr hacia el hombre caído. Vannis hizo lo mismo.

La sangre brotaba de la frente de Marsino.

—Necesitamos contener la hemorragia—, dijo Vannis.

Desenfundó su daga y, sin preguntar, se estiró y cortó una larga tira de tela de la capa del niño.

—Agua—, dijo Vannis.

El chico tomó su bolsa de agua y vertió un chorro sobre el profundo tajo, mientras Vannis limpiaba la herida.

Marsino se movió y murmuró algo incoherente en su estado febril. El niño trató de prestarle atención a las divagaciones del hombre, pero solo pudo comprender unas cuantas palabras.

—Bebe—, dijo vertiendo gotas de agua sobre los labios secos del hombre.

El joven cazador de magos se despertó con su lengua lamiendo la humedad. Abrió los ojos. Unas manchas rojizas teñían el blanco vidrioso.

—¿Ya... llegamos?—, preguntó Marsino, su pecho resollaba con cada palabra.

Vannis le lanzó una mirada al niño. Supo que no debía decir nada. Aún estaban lejos de la ayuda.

—Ya casi, hermano—, dijo Vannis.

—¿Por qué construir... Muroviejo... tan lejos, en la cima de una montaña?—.

—Se supone que llegar ahí debe ser difícil—, mencionó Vannis, con una frágil sonrisa.

Marsino cerró sus ojos y se rio un poco. Pronto la risa se convirtió en tos.

—Tranquilo, hermano—, dijo Vannis observando al hombre por un momento antes de girar hacia el niño. —La raíz de dormis, ¿aún la tienes?—.

—Sí—.

El chico hurgó en su bolsillo sacando un caballo hecho de paja, una piedra de río pulida y una flor amarilla. Sonrió al verla, sabiendo que la flor ayudaría a Marsino.

Vannis la arrancó de la mano del chico. —Por lo menos hiciste algo bien, niño—.

Sintió un hueco en el estómago al escuchar esas palabras. Vannis tenía razón. Él había flaqueado y su amigo había pagado por ello.

Marsino negó con la cabeza. —No es... su culpa... yo debí... ser más cuidadoso—.

El viejo cazador de magos permaneció en silencio mientras retiraba algunos pétalos de la raíz de dormis.

—Mastica esto. No es refinada, pero ayudará con el dolor—.

—¿Y qué pasa con... la magia?—, preguntó Marsino.

—Aceleró el crecimiento y la mantuvo fuerte, pero la planta está inmaculada—, dijo Vannis mientras colocaba los pétalos en la boca de Marsino. Se inclinó hacia delante y susurró algo en el oído del joven, acariciando con suavidad su cabello. Marsino sonrió, aparentemente perdido en un recuerdo.

El niño tomó un trago de su bolsa de agua. Un ligero escalofrío se deslizó por su espalda. Los finos vellos de sus brazos se erizaron.

Se dio la vuelta y caminó hacia el extremo del terreno plano, un conjunto de copas de pinos verdes cubría la planicie de abajo.

—¿Qué pasa?, preguntó Vannis.

—No lo sé—. Bajó la mirada hacia el valle. Nada parecía estar fuera de lugar, incluso la sensación se había desvanecido.

—Pensé...—.

Se detuvo en seco. Unas columnas de humo negro se elevaron en la distancia.

El niño miró los cuerpos carbonizados y llameantes tirados en el pasto. El aroma a piel animal quemada flotaba en el aire. Su estómago retumbó.

—¿Qué crees que hizo eso?— preguntó, cuidando a Marsino. El joven cazador de magos yacía en una camilla improvisada hecha con una manta y pedazos de cuerda.

—No lo sé—, dijo Vannis. —Quédate aquí y vigila—.

El viejo cazador de magos inspeccionó el ganado muerto. Todos los animales tenían heridas como perforaciones del tamaño de un puño en sus gruesas pieles. Vannis pinchó una de las cavidades quemadas con la punta de su báculo para medir su profundidad. Un tercio de la vara desapareció.

—Tal vez debamos irnos—, dijo el niño.

Vannis volteó a verlo. —¿Sientes algo?—.

El chico inspeccionó el ganado. Restos de magia irradiaban bajo la carne chamuscada. Lo que sea que los hubiera matado era lo suficientemente poderoso como para mutilar a las inmensas criaturas. Un hombre no tendría mejor suerte. Incluso uno con un báculo.

El niño redirigió su atención hacia la granja. Contaba con una pequeña cabaña de madera, un granero desgastado y una letrina en el otro lado. La propiedad estaba metida entre las montañas rodeada por un bosque tupido. Nunca la hubieran visto si no fuera por el humo.

El sonido de pisadas se aproximó.

Vannis se dio la vuelta y levantó su báculo.

Un viejo rodeó la esquina del granero. Se detuvo al ver a los visitantes inesperados. Vestía una túnica y unos pantalones confeccionados para un hombre más grande. Llevaba consigo una alabarda vieja y golpeada con una hoja brillante y afilada.

—¿Qué están haciendo en mi granja?—, preguntó el hombre cambiando la manera en la que agarraba su arma y permaneciendo fuera del alcance de Vannis.

—Mi amigo está herido—, dijo el niño. —Por favor, necesita ayuda, señor—.

Vannis miró de reojo al niño, pero no dijo nada.

El granjero observó a Marsino. El joven cazador de magos se movió en su camilla, absorto en un sueño febril.

—En Muroviejo tienen sanadores—, dijo el granjero.

—Está a un día de distancia. No sobreviviría—, contestó Vannis.

—Una bestia acecha estos bosques. Será mejor que se pongan en marcha—, dijo el viejo, señalando el ganado muerto.

El chico miró los espesos árboles. No sintió nada en ese momento, pero recordó el escalofrío que experimentó antes. A esa distancia, tenía que ser una criatura inmensa.

—¿Qué clase de bestia? ¿Es un dragón?—.

—Calma, niño—, dijo Vannis, mientras se acercaba al granjero. —Es su deber darle resguardo a un soldado demaciano—.

El granjero se mantuvo firme. —Ustedes portan el color azul... pero un cazador de magos no es un soldado—.

—Cierto, pero una vez lo fui. Al igual que usted—.

La mirada del granjero se estrechó, al tiempo que inclinó la punta de la lanza de su alabarda hacia Vannis.

—Es la cuchilla de esa pértiga—, dijo Vannis. —Una destripadora de los antiguos Alabarderos de Muroespina, si mal no recuerdo. Por lo que veo, ni el arma ni este viejo soldado han perdido su filo—.

El granjero miró su arma con una leve sonrisa. —Eso fue hace mucho tiempo—.

—Los hermanos son de por vida—, dijo Vannis, esta vez mucho más suave. —Ayúdenos y cazaremos a su bestia después de que hayamos terminado—.

El niño miró a Marsino. Los ojos del cazador de magos aún estaban cerrados, mientras jadeaba superficialmente.

El granjero miró a Vannis considerando su oferta. —No será necesario—, dijo finalmente. —Llevemos adentro a su hombre—.

annis y el granjero cargaron a Marsino hacia el interior de la cabaña. Un pequeño fuego ardía en la chimenea, y la modesta habitación olía a cedro y a tierra. El niño despejó una mesa ubicada en medio del cuarto aventando platos de madera y galletas a un catre que estaba cerca. Los hombres depositaron a Marsino sobre los tablones de madera.

—¿Quién más está aquí?—, preguntó Vannis, cortando con su daga la túnica de Marsino.

—Vivo solo—, dijo el viejo, examinando la herida. El niño pudo ver que la plaga se había extendido. Los zarcillos oscuros se acercaban hacia el cuello y al corazón de Marsino.

—Tendremos que extirparla—, dijo Vannis.

Marsino empezó a convulsionarse a punto de caerse de la mesa.

—Sosténganlo—, exclamó Vannis. El chico inmovilizó las piernas de Marsino valiéndose de su peso para mantenerlas en su lugar. El hombre se azotaba resistiéndose a la inmovilización. Soltó una patada y su pesada bota golpeó en la boca al niño. Se tambaleó y se sobó la mandíbula.

—¡Dije que lo sujeten—, gritó Vannis mientras le pasaba un trapo al filo de su daga.

El niño trató de controlar las piernas de Marsino de nuevo, pero el granjero intervino.

—Está bien, hijo—, dijo el hombre. —Mejor trata de hablarle—.

Se movió alrededor de la mesa. Los temblores de Marsino habían cesado, pero su pecho repiqueteaba con cada respiración desigual.

—¿Marsino?—.

—Sostén su mano, hazle saber que estás aquí—, dijo el granjero. —Funciona con los animales lastimados. Los hombres no son tan diferentes—.

El chico sujetó la mano de Marsino. Se sentía tibia al tacto y resbaladiza por el sudor. —Todo va a estar bien. Conseguimos ayuda—.

Parecía que Marsino se concentraba en su voz, girando hacia el sonido, su mirada de turbio brillo blanquecino ahora era de un color rojo profundo.

—¿Estamos en Muroviejo?—.

El niño miró a Vannis, el cazador de magos asintió.

—Sí, los sanadores se están haciendo cargo de ti—, dijo el chico.

—La raíz de dormis... me ayudó... a ganar tiempo—, dijo Marsino, apretando su mano. —Hiciste bien... hiciste bien...—.

El niño apretó sus dientes reprimiendo la pena que invadía su garganta. Apretó aún más la mano de Marsino sin deseos de soltarla.

—Lo siento, Marsino. Yo debí...—.

—No... no fue... tu culpa—, dijo Marsino, cada palabra llena de pena y dolor. Se esforzó por levantar la cabeza. Intentaba inspeccionar la habitación con unos ojos que ya no podían ver.

—¿Vannis?—.

—Aquí estoy, hermano—.

—Diles... diles que no fue su culpa—.

Vannis clavó su mirada en el niño. —Sí, fue mala suerte—, dijo finalmente.

—Ves...—, respondió Marsino con una pálida sonrisa. —No tienes que... cargarla—.

Vannis sujetó el hombro de Marsino y se acercó para hablarle al oído. —Tenemos que extirparla, hermano—, dijo Vannis.

Marsino asintió con la cabeza.

—Va a necesitar algo que pueda morder—, dijo el granjero.

El niño desenfundó su daga, el mango de madera tallada era perfecto para esa tarea. La colocó en la boca de Marsino.

—Bien—, dijo Vannis, sosteniendo su propia cuchilla a unos cuantos centímetros del brazo herido.

Los zarcillos serpentearon bajo la piel. Ante la mirada del niño irradiaban una luz sutil y palpitante, imperceptible para los otros.

—Alto—, dijo.

Vannis miró al chico. —¿Qué pasa?—.

Marsino mordió el mango de la daga y emitió un grito ahogado. Apretó la mano del niño y se azotó contra la mesa hasta que el movimiento bajo su piel se sosegó.

La plaga se expandió a través del cuello de Marsino.

—Está demasiado profunda—, dijo Vannis. —No la puedo extirpar—. El cazador de magos dio un paso atrás, sin saber qué hacer a continuación.

—¿Y si la quemas?—, preguntó el niño.

—No se puede cauterizar tan cerca de la arteria—, dijo Vannis. Miró al anciano. —¿Tienes alguna medicina?—.

—Nada que pueda servir para esto—.

Vannis observó a su compañero herido, sopesando algo en su mente. —¿Qué tal un sanador?— susurró.

—Tendría medicinas, pero el más cercano...—.

—No esa clase de sanador—.

El anciano se quedó callado un momento. —No conozco a nadie así—.

Parecía que Vannis quería insistir en eso, pero se mordió la lengua y decidió inspeccionar la cabaña.

El niño siguió la mirada del cazador de magos. Encontró una pila de pieles en una esquina, una hamaca tejida en otra y una banca de trabajo de un tallador retacada con decenas de patos de madera contra una pared. No había nada que pudiera ayudar.

—El ganado—, dijo Vannis.

El granjero palideció con la sola mención de los animales muertos. —¿Qué hay con eso?—.

—¿Alguna vez padecieron el gusano de la tiña?—.

—Sí. Lo quemamos con un pulverizado de cáustico lunar—.

—Si cortamos la fuente y usamos una delgada venda del pulverizado para el resto, tal vez funcione—, dijo Vannis. —¿Dónde está?—.

El granjero se asomó por la ventana. Parecía dudar, tal vez trataba de recordar dónde buscarlo en medio de todo ese desorden.

Un profundo sonido gutural emergió de la garganta de Marsino. Se convulsionó violentamente y se balanceó hacia el borde de la mesa, con la daga apretada entre sus dientes.

Vannis retuvo por los hombros al hombre herido. —¿Dónde está el pulverizado?—.

Las piernas de Marsino se sacudían y el granjero batallaba con ellas. —Está en el granero, pero...—.

Marsino gimió.

—¡Yo lo traeré!—, dijo el chico mientras daba media vuelta y corría hacia fuera.

El fresco aire de la montaña chocaba contra su cara mientras se apresuraba al granero, la temperatura subía en sus piernas y pulmones. La puerta del granero estaba a menos de veinte pasos cuando sintió un escalofrío en su espalda. Se detuvo en seco.

El bosque a su alrededor se mostraba oscuro y silencioso. Buscó entre la densa maleza hasta el más mínimo indicio de magia, pero no encontró nada. El vapor y el humo aún se elevaban de entre las ardientes pilas en la pastura. La sensación del cosquilleo se extendió por toda su espalda... aquí había algo cerca.

Tenía que prevenir a Vannis, pero sabía que no debía gritar.

¿Debía regresar?

Otro grito agonizante brotó de la cabaña. Marsino necesitaba que él fuera valiente.

Inhaló profunda y solemnemente, y corrió a toda velocidad hacia el anexo. Sus temblorosas manos lidiaron con el cerrojo hasta que finalmente consiguió abrir la puerta, entró y la cerró de un golpe.

Una descarga recorrió su espalda.

Se tropezó y cayó en un estante de herramientas abandonadas. Palas y piquetas golpearon estruendosamente el suelo.

Eso estaba dentro del granero.

El chico buscó su daga, pero solo encontró su funda vacía. Se la había entregado a Marsino. Un destello plateado irradiaba desde uno de los establos.

Intentó ponerse en pie, pero sus piernas se rehusaban a hacerlo. El brillo se intensificó cuando una forma salió del establo y dobló la esquina. Nunca había visto una luz tan cegadora. Distorsionaba el mismísimo aire generando oleadas de colores.

La figura se acercó.

Un zumbido llenó sus oídos como un ejército de abejas revoloteando dentro de su cabeza. El chico retrocedió rápidamente con una mano protegiendo sus ojos y con la otra buscando un arma en el suelo. No encontró nada.

El mundo se desvaneció detrás de un haz de luz y de color.

Un sonido intentó atravesar el zumbido mientras que la forma cruzaba el brillo radiante. Su mente luchaba por encontrarle sentido a lo que estaba sucediendo hasta que una sola palabra dejó todo claro...

—¿Papá?—.

Con esa palabra el mundo recobró todo el sentido.

Era una niña pequeña.

Lo miró fijamente con la mirada llena de miedo. La corona a su alrededor volvió a brillar con más intensidad. Tiró del niño, obligándolo a acercarse y a tocar su resplandor.

—¿Quién... quién eres?—, preguntó la niña.

—Soy… Sylas—. Se puso de pie y extendió su mano. —No te haré daño... si tú tampoco a mí—.

La chica cerró sus manos y las presionó contra su pecho. —Yo nunca le haría daño a nadie...—, contestó ella, bajando la mirada. —Al menos no a propósito—.

El chico recordó al ganado de la pastura. Hizo a un lado el pensamiento y se concentró en la niña de cabello dorado. Lucía pequeña y perdida, incluso estando en su propio hogar.

—Te creo—, dijo el chico. —No siempre es... sencillo—.

La luz alrededor de la niña se debilitó y la presión sobre él menguó.

Ella levantó la mirada hacia el niño. —¿Has visto a mi papá?—.

—Él está en la cabaña. Está ayudando a un amigo mío—.

Con timidez, ella extendió su mano para tomar la del chico. —Llévame con él—.

Él retrocedió. —No puedes entrar—, le dijo.

—¿Algo malo le ocurre a papá?—.

—No. Es solo que... él está ayudando a un cazador de magos—.

La pequeña se estremeció al escuchar la palabra y el interior del granero se iluminó nuevamente. Ella comprendía el peligro.

—¿Tú eres un cazador de magos?””, preguntó con voz temblorosa.

La pregunta hizo que algo se retorciera en lo más profundo del chico.

—No—, contestó. —Yo soy como tú—.

La niña sonrió. Era una sonrisa genuina que llenó su corazón de una manera en la que ningún elogio proveniente de un cazador de magos lo había hecho.

Otro grito surgió de la cabaña principal.

—¿Papá?—.

—Es mi amigo. Debo regresar—, dijo él. —¿Puedes ocultarte hasta que nos marchemos? ¿Puedes hacerlo?—.

La niña asintió.

—Bien—, contestó el niño. —¿Sabes dónde está el cáustico lunar?—.

Ella señaló una vasija de arcilla que se encontraba en un estante angosto.

El chico tomó el recipiente y salió a toda velocidad del granero. Al acercarse a la cabaña, escuchó otro gemido agonizante. Se esforzó para apresurarse más e irrumpió por la puerta.

—Lo encontré—, dijo, con el recipiente en sus manos como si fuera un trofeo.

El silencio inundó el recinto.

Vannis observaba fijamente el cuerpo sin vida de Marsino. Solo el granjero se giró hacia la puerta.

Los ojos del anciano reflejaban miedo y rencor. Era el mismo reflejo que el chico había visto en los ojos de las almas que desesperadamente intentaban ocultar su dolor.

El anciano tomó su alabarda lentamente, su mirada iba del chico a Vannis, quien aún no había pronunciado palabra alguna y permanecía inmóvil.

El chico negó con la cabeza, implorando silenciosamente al hombre que parara.

El granjero se detuvo y miró hacia el granero antes de devolver la mirada al chico.

Él le ofreció al padre una sonrisa tranquilizadora.

El anciano lo consideró por un momento y después apoyó su arma contra el muro.

Vannis finalmente despertó del trance. —¿Por qué tardaste tanto?—, preguntó el cazador de magos.

—No es culpa del chico. No había manera de salvar a su amigo—.

Vannis retrocedió del cuerpo y se sentó en el catre.

—Él es la razón del porqué estamos aquí—, dijo con desdén. —¿Sabe? Él es uno de ellos—. Haciéndose pasar por alguien normal—.

—Su amigo no creía eso—, dijo el granjero. —Honre ese recuerdo—.

Vannis retiró la mirada del cuerpo de Marsino. Fijó su atención en las decenas de herramientas para tallar y en las figuras de madera que estaban esparcidas por el suelo debajo de la hamaca.

—Él era un joven tonto que sentía las cosas con demasiada profundidad—, dijo finalmente. Después de eso, Vannis permaneció en profundo silencio, aparentemente con su mente en otro lugar.

El granjero y el chico se unieron a él en la incómoda inmovilidad, sin saber qué más hacer.

—Así que, ¿usted y yo cazaremos a la bestia?—, preguntó Vannis al anciano.

—No es necesario—, contestó el granjero. —Ocúpese de su amigo. Tengo una carreta. Es suya—.

—No me parece apropiado dejarlo aquí... solo—, dijo Vannis. —Estaría abandonando a un hermano—.

La voz del cazador de magos tenía una sutil agudeza que hizo que el niño se sintiera intranquilo. Era pena transformada en sospecha. El apesadumbrado mentor se había convertido nuevamente en el interrogador.

—Me las arreglaré—, dijo el granjero. —Lo he hecho desde los días en que vestía de azul—.

—Por supuesto—, dijo Vannis sonriendo.

El cazador de magos saltó desde el camastro, se abalanzó sobre el granjero y lo azotó contra el muro; la punta de su daga estaba a centímetros de la garganta del hombre.

—¿Dónde está?—.

—¿Qué?—, preguntó el granjero, con la voz temblorosa y con un tono de confusión.

—¿Su bestia?—.

—E-está en el bosque—.

—¿Se refugia en la cabaña por las noches?—.

—¿Qué?—,

—La hamaca—, dijo Vannis señalando el cordón entretejido. —Cuando pasas suficiente tiempo en combate, se convierte en tu mejor amiga—.

Vannis presionó la daga contra la carne del hombre. —Así que, ¿por qué el catre?—

—Le... pertenecía a mi hija—, contestó el granjero, su mirada se desvió momentáneamente hacia el chico. —Falleció el invierno pasado—.

El niño observó el catre. Lo habían construido para un niño.

Pero no solo estaba el catre. También había un tazón y una cuchara de madera, y una espada de práctica demasiado pequeña para un adulto. Si él podía distinguir que todo era mentira, entonces...

—Visitemos su tumba—, dijo Vannis.

—No podemos—, dijo el granjero avergonzado, apartando la mirada. —La bestia se la llevó—.

—¿Al igual que a su ganado?—, dijo Vannis con desprecio. —Le apuesto a que si hacemos una búsqueda meticulosa, la encontraremos en su granja—.

—Aquí no hay nada—, dijo el chico. —Deberíamos partir—.

—¿Qué es lo que ves en sobre esa mesa, niño?—.

Miró fijamente al cuerpo de Marsino. Inerte y con los ojos abiertos llenos de sangre. La plaga de tentáculos lo había ahorcado y había cubierto su rostro.

—¿Qué es lo que ves!—.

—A Marsino... veo a Marsino—, dijo el chico, con las palabras ahogándose en su garganta.

—A un cazador de magos, chico. Uno de los míos—, dijo Vannis derramando enojo y dolor en cada palabra. —¿Qué es él para ti?—.

Marsino había sido el único cazador de magos que lo había tratado con amabilidad. A pesar de su condición, lo había aceptado como verdadero demaciano.

—Él era mi amigo—.

—Sí... y lo asesinó un mago—, dijo Vannis. —Este hombre nos está ocultando a uno de ellos. A un mago peligroso—.

El chico recordó el intenso brillo de la pequeña niña y la carne calcinada del ganado muerto.

—¿Qué hacemos?—, le preguntó Vannis.

El chico limpió los bordes de sus ojos con su manga. —Nosotros mantenemos el orden. Defendemos la ley—.

Vannis llevó al chico y al granjero al exterior, conduciéndolos con su báculo. Los tres permanecieron en el prado observando el granero y la letrina. Golpeó al hombre en las costillas con el báculo.

—Llama a tu hija—.

El granjero hizo una mueca por el golpe. —Ella no está aquí—, dijo. —Falleció—.

—Eso lo veremos—.

El anciano observó al chico, rogándole en silencio.

—Inspeccionaré el granero—, dijo el chico.

—No. Deja que ella venga a nosotros—. Vannis golpeó la cabeza del granjero con el borde de su báculo, derribándolo.

—¡Sal! ¡Tenemos a tu padre!—.

No hubo respuesta. Tampoco movimiento. Y después el hombre gimió de dolor.

El chico giró para encontrarse con el granjero tambaleándose sobre una rodilla, sujetándose la sien. La sangre se derramaba debajo de los dedos del hombre, manchando sus manos. Vannis se irguió sobre él, preparado para atacar de nuevo.

—¿Qué estás haciendo?—

—Lo que debe hacerse—, dijo Vannis con el rostro contorsionado por la furia y el dolor.

Un escalofrío recorrió la espalda del niño. Y una vez más, los finos vellos de sus brazos y de su cuello se erizaron.

La puerta del granero crujió abriéndose.

—Eso es, ven—, dijo Vannis.

La oscuridad enmarcó la puerta. Pequeñas pisadas se acercaron. La pequeña niña atravesó el umbral y salió. Sus ojos llenos de pánico se centraron en su padre herido.

—Papá...—, dijo, con lágrimas cayendo por su rostro.

—Todo está bien—, tartamudeó el granjero ensangrentado. —Papá solo está hablando con estos hombres—.

Todos vieron cómo la chica se acercó a ellos, pero los hombres no estaban conscientes de lo que solo el niño podía ver.

Ella brillaba como el sol de mediodía.

El poder de su interior palpitaba y modificaba los colores. Brillaba con tal resplandor que parecía doblar a la luz misma. Era como un arcoíris viviente.

Esta era su desgracia: su don.

Solo él podía ver la belleza fundamental y la naturaleza de la magia. Vivía dentro de esa aterrada niña al igual que vivía en todos los magos de Demacia, y posiblemente en todo el mundo. ¿Cómo podía él traicionar eso? El chico había visto todo lo que necesitaba ver.

—Ella es... normal—.

—¿Estás seguro? ¡Vuelve a mirar!—.

Él se giró hacia el cazador de magos. Para Demacia, Vannis era un baluarte venerado, un protector contra la amenaza de la magia, pero para el chico, él era un simple hombre aferrándose a la tradición.

—Te equivocaste. Deberíamos partir—.

Vannis lo miró por un instante, intentando percibir un engaño. El cazador de magos negó con la cabeza y frunció el ceño.

—Veremos si pasa las pruebas—, dijo sacando su Marcagrís de su capa.

Los ojos del granjero se abrieron más al ver el emblema de petricita.

—¡Corre, niña! ¡Corre!—, gritó el anciano mientras se incorporaba y se abalanzaba sobre Vannis.

El cazador de magos se movió rápidamente, enterrando su báculo en el abdomen del hombre. El hombre se tambaleó por el golpe, generando distancia entre los dos. Vannis se lanzó hacia delante y dirigió el báculo a la cabeza del hombre. Su cabeza se destrozó, brotando de ella un color carmesí.

La pequeña gritó. De sus manos chisporrotearon chispas de luz, y en esta ocasión, eran visibles para todos.

Vannis sostuvo su Marcagrís capturando los arcos resplandecientes en la piedra, suprimiendo la magia. Pero rápidamente la petricita se oscureció y se quebró, superada por el poder de la niña. Vannis dejó caer el disco arruinado y se dio la vuelta, balanceando su báculo de madera hacia la cabeza de la pequeña.

—¡No!—.

El niño corrió hacia la niña, lanzándose entre el pesado báculo y los estallidos de torrentes de luz. Los vellos de sus brazos se chamuscaron y de sus dedos surgieron ampollas al tocar a la pequeña maga.

Un arco retorcido de relámpagos perforó su mano y una corriente abrasadora recorrió su piel, provocando que todo su cuerpo se contorsionara. El corazón del chico se tensó y todo el aire de su interior abandonó su cuerpo. Jadeó intentando respirar, pero solo atrajo un vacío.

Los bordes de su visión se nublaron y los colores desaparecieron conforme una magia letal lo inundaba. Vannis lucía inmóvil, con el báculo a medio movimiento, como una estatua antigua representando a un héroe del pasado. La pequeña también estaba petrificada, sus lágrimas eran cristales opacos mientras que el brillo radiante de su alrededor se atenuaba y se desvanecía...

Y entonces, los pulmones del chico se llenaron de aire.

Su corazón se aceleró bombeando una calma ensordecedora por todo su cuerpo. La llamarada en su interior permaneció, pero no amenazaba más con consumirlo. Por el contrario, fluía y lo atravesaba con tranquilidad, y por breves instantes, se sintió maleable a sus pensamientos. De pronto, se encendió y resplandeció de una manera tan abrasadora que no pudo contenerla más en su interior.

La luz brotó de sus manos y el mundo desapareció.

Sylas abrió los ojos. Tres cadáveres carbonizados yacían esparcidos sobre el suelo chamuscado. Uno de ellos sostenía un báculo deformado y astillado con su mano. Los otros dos habían caído uno cerca del otro con los brazos extendidos para alcanzarse, pero separados para siempre. Sus ojos se humedecieron al ver su fracaso y el arrepentimiento se apoderó de su corazón. Se puso de espaldas y se estremeció.

Innumerables estrellas se extendían por un firmamento sin nubes. Las vio pasar a través de la oscuridad y desaparecer detrás de un dosel oscuro de árboles.

El cielo nocturno se tornó de color púrpura antes de que finalmente se pusiera de pie.

Sus piernas se estremecieron mientras cojeaba para alejarse de la carnicería. Se detuvo a una corta distancia, pero no miró hacia atrás.

No tenía necesidad de hacerlo. Aquellas imágenes permanecerían con él por el resto de su vida. Los apartó de sus pensamientos y observó las cimas de las montañas que se extendían en el horizonte.

No tenía intención alguna de cabalgar hacia Muroviejo, o hacia alguna de sus fortalezas. Ninguna oración ni plegaria lo salvarían de su castigo. Con el tiempo lo buscarían y no se detendrían hasta llevarlo ante la justicia. Después de todo, la ley se debe defender.

Pero él conocía sus formas, y Demacia era vasta.

Referencias[]

  1. REDIRECCIÓN Plantilla:Listaref
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