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Historia corta

Silencio para los Condenados

Por Odin Shafer

Al otro lado del río congelado, las luces distantes y radiantes prometían calor y comida. Udyr imaginó una chimenea chisporroteando en el interior de una de las casas de la ciudad. Alrededor del fuego yacía un lecho de pieles, picando con calor.

Lore[]

Al otro lado del río congelado, las luces distantes y radiantes prometían calor y comida. Udyr Udyr imaginó una chimenea chisporroteando en el interior de una de las casas de la ciudad. Alrededor del fuego yacía un lecho de pieles, picando con calor.

Una estruendosa grieta en el río congelado sacó al chamán de su fantasía. Udyr maldijo y se estremeció. El aguanieve había empapado las pieles y la puesta del sol ya anunciaba la venida de una helada peligrosa. Sería una difícil tarea convencer a Sejuani Sejuani de cambiar la ruta. Él no buscaba continuar con esa conversación ni reunirse con el resto del ejército.

En el valle debajo de él, se acercaba una gran fracción de las huestes de Sejuani. Victoria tras victoria, la Garra Invernal había absorbido decenas de clanes y a toda la tribu Diente de Piedra. Sejuani ya era toda una matriarca: estaba al mando de miles de guerreros avezados, combatientes acorazados, jinetes de mamut e Hijos del Hielo.

Adelantados a la fuerza principal, los guerreros de la vanguardia de Sejuani se encontraban desempacando yurtas para alojar a sus Jurasangre y para montar el puesto de avanzada para los exploradores del ejército. La carpa de Sejuani, protegida con magia y cubierta con cuero rúnico, se alzaba en el centro del campamento.

A medida que Udyr se acercaba, la baba recorría su larga mandíbula y sus dientes rechinaban, señal de un hambre insaciable. La sensación parecía ser propia hasta que divisó a un perro lobo que pasaba trotando. Udyr le gruñó al perro mientras luchaba por recuperar el control de su propia mandíbula y deshacerse de la conciencia invasora del animal.

Encontró a Sejuani ayudando a sus Jurasangre a construir una yurta.

Udyr sonrió con orgullo. Así es como ella hacía las cosas. Sin importar cuál fuera la tarea, ella debía liderar desde el frente. Levantar estas carpas de piel de mamut en el suelo empapado era una ardua labor. Mientras Sejuani clavaba una estaca con forma de colmillo en el lodo, perdió el equilibrio y cayó sobre una de sus rodillas. En las cercanías, guerreros Jurasangre luchaban en la lluvia helada, repitiendo los insultos que ella exclamaba.

Mientras veía cómo Sejuani se ponía de pie, Udyr volvió a impresionarse al constatar cómo se había convertido en una persona mandona y arrogante. La única manera en la que podía imaginarse a Sejuani era como la chica delgada que había conocido hacía ya tantas estaciones y no estaba seguro de querer verla de otro modo. En ese entonces, ella necesitaba desesperadamente su orientación. Udyr se preocupaba al pensar que, tal vez en unos cuantos años más, él se convertiría en una carga inútil para ella.

—El clima terminó esta discusión, Udyr—, gritó bajo el aguacero.

—La tribu Vargkin está a tan solo unos cuantos días al oeste de aquí—, comenzó a decir Udyr. —Podríamos evitar el tener que cruzar el río, tomarlos por sorpresa y luego...—. Las mentes de una docena de caballos que pasaban cerca invadieron sus pensamientos. Sintió cómo sus músculos congelados se contraían mientras temblaban en el frío. Udyr le chistó al caballo más cercano: —¡Basta! ¡No es momento de comer avena!—.

Desconcertados, los Jurasangre de Sejuani intercambiaron miradas nerviosas. Sejuani los miró a modo de advertencia. Retomaron su trabajo inmediatamente. Ni siquiera ellos tenían el derecho de cuestionar las rarezas de su chamán.

Mientras escondía las manos tras su espalda, Udyr sacó cuidadosamente una pequeña punta de plata de un bolsillo oculto. Empujó el clavo de metal contra la piel de la palma de su mano. Si bien no era el alivio que la meditación le brindaba, el dolor infligido por el metal aclaraba su mente, permitiéndole que su concentración se volcara en hablar como un ser humano.

—Los Vargkin solo están a seis días de distancia—, resopló Udyr —no hay murallas alrededor de sus aldeas—.

Sejuani esperó a que la mirara fijamente antes de responderle.

—No tenemos tiempo para eso, Udyr—. Sejuani señaló las yurtas colgantes a su alrededor. —¡Si no capturamos esa ciudad al otro lado del río, nos congelaremos!—. Señaló a algunos de sus guerreros más experimentados que estaban cerca: —La mayoría de los colmillos largos dejan de comer para alimentar a sus niños. Ayer, ayudé a Orgaii a enterrar a su hija—. Los labios de Sejuani, morados por el frío, se apretaron amargamente. —La niña había vivido dos veranos, pero era tan pequeña y frágil como si fuese su primera primavera—. Exhaló y desvió la mirada antes de continuar. —No seré responsable por otro niño extenuado que no pueda sobrevivir con este frío—.

—Entonces ataca ahora—, dijo Udyr, señalando la ciudad distante al otro lado del río. —Confía en nuestras hachas y músculos. Nuestras garras y dientes. A la vieja usanza—.

—La vieja usanza es valernos de los mejores guerreros—, dijo ella, interrumpiéndolo. —¿Qué otra tribu o clan conozco que sea más fuerte que los Ursinos? ¿Cuántos de nosotros moriríamos cruzando ese río sin su ayuda? No veré como mi ejército sucumbe al hambre, no ahora que ya le he prometido a mi gente poder y victoria—. Tomó con firmeza del hombro a Udyr: —Sé que tienes buenas razones para temer lo que...—

—A lo que le temo es al ejército de Ashe Ashe—, rebatió Udyr. —Todos los días, nuevos clanes se doblegan ante el estandarte de tu rival. Con cada luna, los avarosanos absorben tribus enteras. ¿Dices que quieres fortalecer a la Garra Invernal? Si trabajamos con los Ursinos... no habrá esclavos. Ninguno de los guerreros renacerá como un miembro del clan. Los Perdidos no se detendrán hasta matar a cada ser vivo en esa aldea—.

—Nuestro nombre es la Garra Invernal. Ellos son los nuestros—, se explicó —yo convoqué esta guerra, y solo nos detendremos cuando yo...—.

—¡Los Ursinos no obedecen a nadie!—. Más allá del dolor que le causaba el clavo plateado, la certeza de Udyr fue la que por fin despejó su mente. Bajó su voz. —Su sed de sangre se esparce como una enfermedad. Nos consumirá—.

—He valorado tus consejos toda mi vida—, dijo Sejuani mientras tomaba en cuenta sus palabras. —Pero debemos apoderarnos de esa ciudad mañana—, concluyó.

—Has salido airosa de pronósticos peores que este—. Udyr perdió su hilo de pensamiento debido a que la conciencia de jabalíes, caballos, lobos, hombres y elnük lo inundaron. Luchó contra ello, sabiendo que esta sería su última oportunidad de hacerla cambiar de opinión.

—Sejuani—, dijo finalmente —Kalkia cometió muchos errores. Era demasiado susceptible frente a la responsabilidad, muy rápida en declarar su fracaso. Sé lo mucho que tu madre te falló, pero la verdadera cobarde de nuestra tribu fue tu abuela, temerosa de ser percibida como débil. Temerosa de...—.

—No hablarás mal de Hejian—, le advirtió.

—Hasta Kalkia fue lo suficientemente inteligente como para evitar los errores de tu abuela—. Mientras hablaba, Udyr sabía que se había pasado de la raya.

—¿Acaso fue un error el que Hejian me criara como si fuera mi madre?—. Los ojos de Sejuani ardían de rabia. —¿Habría sido mejor si me hubiera convertido en una vaca del sur, como mi madre? ¿Debería haberme desparramado por el trono como ella lo hacía? ¿Con las piernas abiertas y la barriga llena de hidromiel? ¿Inservible en una pelea, indigna para gobernar?—, afirmó Sejuani con frialdad. —El único error que mi abuela cometió fue el tolerar el mandato de mi madre—.

—Hejian te crio con sus propias ambiciones en mente—.

—Y por eso la honro—.Todo dejo de cercanía y respeto que Sejuani le había mostrado a Udyr se esfumó. —Yo invocaré a los Perdidos. Tú podrás ayudar con las negociaciones con los Ursinos o pudrirte en esta tormenta—.

Las esperanzas de Udyr desaparecieron. —Entonces, será mejor que me vaya—, dijo, admitiendo su derrota. —El Cazador Cautivo no estará feliz de verme—. Y Udyr tampoco sentía ningún deseo por esa reunión infeliz.

El rostro de Sejuani se transformó, ablandándose antes de dibujar una sonrisa maliciosa.

—No—, rio. —Exactamente por eso es que te necesito a mi lado, viejo amigo—.

Sobre él, las hojas del árbol de los cantares eran de color sangre. Al ver cómo caía una hoja escarlata, Udyr se percató de lo mucho que había malentendido el color rojo. En su tierra natal solo había visto sus tonos salpicados sobre la nieve blanca. En el Fréljord, el rojo era el color de la violencia. En el Fréljord, el rojo era el color de la proximidad de la muerte, pero, en realidad, era el color de la vida. Todos los hombres y las bestias lo llevarían consigo mientras vivieran.

Udyr abrió los ojos.

La luz de su vela de meditación filtró un punto rojo en su campo de visión. La lluvia crepitaba contra la llama débil de su fogata. El viento sacudió las flácidas paredes de cuero de su tienda, augurando su derrumbe antes de que terminara la noche. Sobre la tierra a su alrededor, un delgado riachuelo de agua congelada corría entre las pieles del suelo de la yurta. No estaba sentado con otros monjes en la cima de una colina, en las tierras extranjeras de Jonia; estaba al borde del campamento de Sejuani.

Este es mi hogar, pensó, con un orgullo amargo.

Habían pasado semanas desde la última vez que Udyr había podido meditar con éxito, pero ahora no había tiempo para lamentarse por ello. Una vez que pudo enfocar sus alrededores, las voces regresaron.

La cacofonía ineludible dejó al chamán sin aliento. Los pensamientos ajenos de los elnük, drüvasks y caballos cercanos inundaron su conciencia con sensaciones que no eran las suyas: un paisaje sonoro estruendoso que solo los más poderosos cambiapieles y él podían oír, y al cual nunca podían acallar del todo. Las emociones de los hombres vinieron después. No había diferencia entre ellos y las bestias. Miles de pensamientos desperdigados: rabia, miedo, amargura, frialdad...

Udyr no se escuchó a sí mismo gritar. Solo se percató del ardor en su garganta. Las voces no se iban; jamás lo hacían. Revisó rápidamente su bolso, en busca del clavo plateado. Una vez que lo encontró, el metal ardía entre sus dedos. Perforó la palma de su mano una y otra vez. La herida del metal multiplicaba el dolor miles de veces, pero él haría cualquier cosa con tal de acallar las voces. Cualquier cosa.

Sejuani se preguntaba cuántos suministros del ejército estaba arriesgando en su intento por establecer contacto con los Ursinos. Inmensas hogueras rugían con llamas tres veces más altas que un hombre. A su alrededor estaba el ejército de Sejuani, hambriento y con frío; miraban las hogueras con cansancio e incertidumbre. Con este clima, la madera seca era un lujo que marcaba la diferencia entre la vida y la muerte. Y no había garantía alguna de que los Perdidos vinieran.

Los troncos de las hogueras se habían acomodado de manera tal que formaban los triángulos entrelazados de un patrón de nudos de la muerte. Apiladas una sobre la otra, las maderas formaban una serie de torres ardientes. Alrededor de las fogatas se erguían unas estacas de acero altas y antiguas. Forjadas con los símbolos de los Ursinos, alrededor de cada estaca estaban amontonadas pilas de armas y huesos, como leña. Todo estaba listo. Los guerreros que se preparaban para canalizar el juramento solo necesitaban la Bendición Roja para comenzar el ritual.

Ella asintió para indicarle al acólito del espíritu del oso que empezara. Él levantó el gigantesco cuenco de madera sobre las voces que entonaban el juramento de Sejuani y vertió el líquido. La sangre de oso los bañó con filamentos pegajosos que se adherían a los rostros y pechos de los hombres. Luego, cada uno tomó el tótem de la garra de oso, lo arrastró a través de su pecho y rugió en dolor cuando su piel se desgarró.

La última voz del juramento, una niña de tan solo diez veranos, tembló cuando el acólito del espíritu del oso le colocó el mantón de plumas de cuervo alrededor de su cuello, como un collar. Después, se unió al coro de guerreros en torno a la hoguera principal. Sus ojos se tornaron blancos cuando emitió un ruido prolongado de su garganta, como el viento llorando en una tormenta. Fue entonces que las otras voces del juramento la siguieron. Con cada superposición de diferentes tonos a la vez, crearon un canto fúnebre antinatural y gutural que estaba en consonancia con el rugido del fuego. El sonido hizo que Sejuani sintiera el miedo en el estómago, como un hambre insaciable.

—Traigan a Udyr—, le ordenó a un par de Jurasangre que estaban cerca. Hipnotizados por el fuego, asintieron torpemente, fracasando al tratar de despegar su mirada de la ceremonia. —¡Encuentren a nuestro chamán!—, gritó ella.

Su voz liberó a sus guardias del trance y caminaron arduamente hacia la oscuridad, fuera del alcance de la luz de la fogata.

Ella se alejó del fuego para ir hacia donde estaba Bristle, su montura. A pesar de lo incierta que se sentía, Sejuani sabía que su gente necesitaba sentir que ella estaba lista para guiarlos en la batalla.

Subió a la silla que estaba sobre la inmensa espalda de su bestia, un enorme drüvask con aspecto de jabalí. Sus hombros eran el doble de altos que ella; su fuerza excedía la de una docena de hombres. Cuando resoplaba con inquietud, ella no necesitaba el entrenamiento del gran chamán para saber cómo se sentía.El hielo crujía alrededor de sus pezuñas, mientras su incomodidad resonaba con la del corcel atado a su alma. Además de los suministros de su ejército, ella estaba arriesgando algo más.

Sobre Sejuani, las brasas de la hoguera flotaban hacia el cielo. Pinchazos de luz titilante bailaban hacia arriba, apuntando a una tormenta venidera. Los relámpagos distantes destellaron, apenas iluminando el muro de nubes feroces que se agitaban hacia ella. Ante la vorágine gigantesca, Sejuani se sintió como una niña pequeña.

El primer relámpago impactó a una estaca de acero con un chasquido. Ella se inclinó sobre su montura y pasó los dedos por el pelaje oscuro y áspero de Bristle. Si su montura hubiera sido un caballo o algún otro animal inferior, Sejuani le habría mentido con palabras tranquilizadoras. En cambio, le susurró —A mí tampoco me agrada, pero ahora todo depende del gran chamán...—.

La mañana nunca llegó.

Las nubes, negras y agitadas, bloquearon el retorno del sol.

Udyr se estremeció en el frío. Durante la noche, las lluvias se habían congelado. La escarcha de sus mallas se resistía a cada movimiento suyo. Su mente se sacudía y merodeaba sin control. Lo rodeaban demasiadas criaturas, demasiados hombres, mientras el clamor de su miseria aullaba en su mente.

Sejuani había posicionado a sus fuerzas en la formación del doble cuerno, en el límite del bosque, junto a la ribera. Los campamentos y los guerreros hogareños estaban en la colina, detrás de sus tropas de vanguardia. Mientras esperaban la llegada de la tribu Ursina, todos en su hueste tenían sus armas desenfundadas y listas. Los guerreros avezados destrozaban escudos, los tambores resonaban.

Así se hacían las cosas en el Fréljord. Demostraste ser un amigo antes de que cualquiera de los dos bandos desenfundara sus armas.

Pequeñas chispas de electricidad estática comenzaron a crujir a través de las armaduras, espadas y hachas de la Garra Invernal. Udyr observó cómo los guerreros de la tribu reaccionaron frente a esta cosa extraña, moviéndose en forma de arco y saltando a cada lado de sus armas. Podía sentir su miedo.

Al frente de su ejército, Sejuani arrojó su capa con un ademán ostentoso. Sin duda, fue para recordarle a su tribu que su Matriarca era una verdadera Hija del Hielo. La batalla era el único calor que necesitaba; la magia helada estaba en su sangre. El ejército la alentó.

Udyr la siguió al borde del bosque. Los rasgos de su rostro se estiraron, se transformaron. Le brotaron unos dientes afilados que luego se convirtieron en colmillos, para después volver a su apariencia normal. En su piel se formaron ondas de cabello que caían en cascada, recubriéndolo en un pelaje antes de que las olas se revirtieran, como si estuvieran en una ensenada, al arbitrio de una marea desconocida. Gruñó, parloteó y babeó. De pronto, los ojos de Udyr se abrieron de par en par.

—Ya llegaron—.

Un silencio cubrió todo.

Los primeros Ursinos emergieron de los árboles del bosque negro sin hacer ni un solo ruido: salvajes, con manchas de sangre coagulada sobre su piel. Sus cabellos estaban apelmazados por la mugre. Algunos estaban desnudos; otros vestían pieles de oso o los restos putrefactos de lo que alguna vez fueron prendas.

Después, aparecieron las bestias, la mayoría de ellas eran osos, de varios tamaños y colores. Udyr conocía algunas razas, mientras que a otras, nunca antes las había visto. Eran cambiapieles atrapados en el cuerpo de un oso implacable. Hombres que habían olvidado que lo eran.

Después vinieron los monstruos.

Eran amalgamas extrañas de osos y otras criaturas, elementos extraídos de leyendas, sueños y mitos. Todos ellos también habían sido hombres en algún momento, pero ahora, después de haber sido tan consumidos por el verdadero espíritu, habían traspasado la barrera que marca cómo se ve un animal normal. El más grande de ellos, una cosa con apariencia de oso, salió atropelladamente del bosque; en vez de cabeza, tenía el cráneo en descomposición de un ciervo que reposaba sobre una melena de plumas negras. Sus ojos brillaban con fuego azul al tiempo que abría sus mandíbulas para revelar el rostro de un niño dentro de sus fauces. Después, el niño también abrió la boca, vomitando un líquido fétido color marrón. Más pesadillas salieron de ese bosque, cojeando, arrastrándose y tambaleándose hacia delante.

Los Ursinos se alinearon en una brusca línea de batalla a lo largo del ejército de Sejuani. No hicieron ningún gesto para atacar, tampoco pronunciaron palabra alguna. Simplemente esperaron.

Las respiraciones irregulares de Udyr se ralentizaron; su estado nervioso se tornó en una oscilación hipnótica. El dolor en sus manos desapareció. Reconoció algunas de las almas que se encontraban en el campo frente a él: alumnos, maestros y antiguas voces de juramentos. Chamanes del clan que había conocido bebiendo, guerreros con los que se había encontrado en el campo de batalla. Era muy poca la conciencia que les quedaba. La mayoría de ellos había olvidado que eran seres humanos. Algunos le habían rendido sus almas a la emoción cruda y singular del implacable espíritu del oso, una confianza desenfrenada que bordeaba la furia.

Un hombre caminó entre los árboles, vistiendo solo una gran capucha de plumas de cuervo y una capa de piel de oso. El Cazador Cautivo.

—Yo soy Ursino. Traigo la palabra del Volibear Volibear—, anunció.

Udyr lo reconoció de años atrás. En ese entonces, él era Najak, un chico atribulado y un cambiapieles sin entrenamiento de gran potencial. El primer alumno de Udyr, ahora reducido a ser la voz de los Ursinos. Incluso si hacía el esfuerzo y apartaba la magia que lo rodeaba, Udyr no podía encontrar ni un pequeño sonido procedente del espíritu o de la mente de Najak. Ese chico se había ido.

Te fallé profundamente, pensó Udyr, recordando demasiado tarde que Najak podía escuchar su mente con la claridad de un grito.

—La cobardía es tu fracaso verdadero—, gruñó el Cazador Cautivo como respuesta al pensamiento de Udyr. —Te torturas a ti mismo al tratar de controlar nuestro don negando su verdadero poder—. El viento aulló brevemente a través de los árboles cubiertos de nieve que estaban detrás de él, sonando como campanas fantasmales. —¿Por qué nos llamaste, Garra Invernal?—.

—Solicito la fuerza de los Ursinos—, profirió Sejuani. —Cazador Cautivo, les pido que peleen junto con mi hueste—.

El joven cambiapieles giró la cabeza, de Udyr hacia Sejuani, sin mover sus ojos inertes. —Estás preguntando erróneamente. Yo solo soy la voz del Volibear—.

—Como su intermediario, consideraría tu juramento como...—.

—No puedo hablar por él. No soy más que su instrumento—, la interrumpió el Cazador Cautivo. Parecía que podía ver a través de Sejuani. —Nuestro señor camina con nosotros—.

Udyr sintió su poder antes de que apareciera. Las voces en su mente, los espíritus de los hombres que estaban a su alrededor, que lo habían asolado incesantemente, comenzaron a suavizarse. Incluso la de Sejuani, quien estaba de pie junto a él. El timbre de su irritada impaciencia se desvaneció. Había llegado el Volibear.

En el bosque detrás de Najak, los grandes árboles de hojas negras crujieron y se sacudieron. Más alto que un mamut, eso salió de entre los árboles. Muros de músculo, cada miembro más grande que un hombre, impulsaban el andar de la bestia. Su armadura antigua y rota, formada por oscuras placas metálicas, se había vuelto marrón por la sangre seca de cientos de batallas. Las armas quebradas, oxidadas por el tiempo, sobresalían de su espalda y hombros. La mitad de su cara había sido despojada de su piel, mostrando huesos, dientes y cuernos grasosos. De su boca chorreaba una sangre negra antinatural. Sus cuatro ojos, increíblemente antiguos, extraños y despiadados, miraban a Sejuani y a Udyr.

El silencio reinaba conforme el avatar del espíritu del oso se acercaba, como la calma en el ojo de una tormenta. Ya nada desconcentraba a Udyr. Ya no había sonidos en su cabeza. No había animales. No había sentimientos. Incluso sus propios pensamientos eran apenas un susurro. Solo sentía al Volibear. Su silencio no se parecía en nada al de un hombre o al de un animal. La conciencia del Volibear aplastaba todo con su pureza.

A pesar de que el ejército de Sejuani sobrepasaba a los Ursinos en un ciento por uno, sus guerreros retrocedieron ante el avance del Volibear. Los inmensos mamuts de guerra, veteranos de numerosas batallas contra hombres, trols y skard vastaya, temblaban de miedo.

Sejuani se quedó sin aliento al contemplar a la grandiosa criatura que tenía enfrente. No había considerado la posibilidad de que el avatar del espíritu del oso respondiera a su llamado personalmente. Ante cualquier valor que pudieran tener los Perdidos, su maestro lo excedía mil veces más.

Se armó de valor en su montura y se mantuvo en su sitio ante el lento avance del Volibear. En vez de mostrar miedo, su expresión facial era de ambición.

Udyr luchó contra el silencio, tratando de hablar y de recordar las historias de su infancia. Se decía que el Volibear incluso había sido un ser humano alguna vez. Un gran chamán y cambiapieles que se había entregado al espíritu del oso de tal forma que este era capaz de manifestarse genuinamente a través de él. Pero al observar la dimensión de este monstruo, él dudaba que esta cosa alguna vez hubiera sido un hombre. Cuando Volibear se detuvo frente a Sejuani, un rayo crepitó en su espalda.

La pregunta del Volibear inundó la mente de Udyr. Lo abrumó por completo. Udyr sintió que las palabras explotaban desde el interior de sus ojos, extendiéndose rápidamente hacia la punta de sus dedos.

—¿Qué batalla es lo suficientemente digna para que nosotros participemos en ella, niña guerrera?—.

La voz reverberó desde cada Ursino y cambiapieles presente en el campo.

Sejuani había visto cómo los ojos del Cazador Cautivo habían girado hacia atrás, para después oscurecerse como dos estanques negros, antes de que inclinara su cabeza de vuelta a su sitio. Ahora, ese pequeño hombre hablaba con la voz de una avalancha. Era como si una tormenta eléctrica se hubiera apoderado de su garganta y se hubiera moldeado en esas palabras. Pero lo que sorprendió a la Matriarca fue escuchar a Udyr susurrar la misma pregunta.

Tras recuperarse con rapidez, Sejuani sonrió y después respondió con la intensidad de voz necesaria para que ambos ejércitos pudieran escucharla. —Quemaré las granjas sureñas. Cazaré a sus hijos por placer. Arrasaré con sus muros de piedra y con sus casas, para que nada pueda levantarse en nuestra contra de nuevo—. Hizo un gesto que apuntaba hacia el sur. —Todo lo que toque la nieve será nuestro. Mi nombre será temido y nuestra tribu gobernará por siempre—.

Por un momento, lo único audible tras su declaración era el sonido de la capa de Udyr ondeando en el viento. Las nubes negras se acomodaron en círculo, como una tempestad sobre ella.

—Pide nuestra fuerza—, dijo la voz.

Usando hasta la última gota de su voluntad, Udyr hurgó dentro de su bolsa. Sacó el clavo plateado; el calor frío del metal adormeció su brazo. Si tan solo pudiera hablar antes de que Sejuani cerrara el trato... si tan solo pudiera hacer que de su boca salieran palabras humanas. Aún tenía tiempo...

Todavía no era demasiado tarde.

—Les pido su fuerza—, contestó Sejuani, antes de que su antiguo mentor lograra obligarse a avanzar, sin embargo, tembloroso y tieso, logró colocarse entre ella y el gran espíritu del oso.

Udyr clavó la punta plateada en su mano: no sintió nada mientras esta lo atravesaba. No sintió dolor, tampoco la energía del metal. Abrió su boca para hablar, pero no pudo articular ninguna palabra. En cambio, la conciencia de Volibear lo sacudió, doblegándolo a sus rodillas.

—¿A quién ofreces en sacrificio?—. Udyr y el Cazador Cautivo hablaron con la voz del espíritu.

Udyr cerró sus ojos y se imaginó la colina jonia, las hojas rojas cayendo a su alrededor. Esa memoria de cuando aprendió a meditar y a controlar sus poderes le parecía tan vacía en ese momento. Una tierra lejana a la que nunca podría reclamar como propia y a la que nunca más volvería a ver. Fue entonces que Udyr recordó su retorno al Fréljord, cuando conoció a la joven Sejuani y los años que pasó viéndola convertirse en una Matriarca, bajo su tutela.

Desde afuera de su cuerpo, Udyr sintió cómo su voz se quebraba, haciendo un gran esfuerzo. —Ella no hará ningún compromiso contigo, espíritu del oso—. Tragó saliva mientras avanzaba hacia la criatura monstruosa. —Solo te ofrecemos la guerra y a sus muertos—.

El Volibear rugió con rabia. La fuerza de su aullido empujó a Udyr hacia Sejuani, al tiempo que el hechizo de la bestia se desvanecía.

Sejuani había cazado guivernos de hielo sin ayuda. Había atado su cabello acorde al nudo de la muerte antes de la batalla decenas de veces en el pasado, prometiendo la victoria o su propia muerte con esos juramentos. Había peleado en total oscuridad y combatido a los trols en una ceguera absoluta. Pero, en el momento en el que el hechizo del Volibear se quebró, cuando ella observó a la monstruosa criatura cerniéndose sobre su ser, vio cuán terrorífico era. Su pelaje se erizó, el trueno rugía desde el interior de su piel, sus cicatrices brillaban. De su boca emanaba electricidad, como si fuera a explotar. Y a Sejuani la invadió el miedo más intenso que jamás había sentido; ella casi había ofrecido a los Ursinos a su gente y a ella misma.

Este era el verdadero poder del Volibear.

Observó a su antiguo mentor con asombro. De alguna forma, él había encontrado la fuerza para hacer frente a este poder.

—¿Le temes a nuestra guerra, espíritu del gran oso?—, le gritó Udyr al monstruo.

La gigantesca criatura volvió a rugir y cada vez perdía más la apariencia de oso: su carne parecía levantarse, sus músculos, pelaje y carne se separaban, conectados únicamente por los relámpagos infinitos que chisporroteaban en su interior. El Volibear se movió para atacar. Antes de que pudiera conseguirlo, Sejuani se dirigió directamente hacia él, bloqueándole el paso hacia Udyr.

—¿Pelearás junto a nosotros, oso de las tormentas y de las tierras salvajes?—, vociferó Udyr. —¿O le temes a nuestra guerra?—.

Tras una gran pausa, el monstruo contestó.

No le tememos a nada—.

Udyr atravesó las puertas en ruinas de la ciudad. Con lo que había quedado de la ciudad fluvial, no habría hogares cálidos para combatir el frío que acechaba las noches. Las estructuras a su alrededor se habían reducido a cimientos oscuros. Solo la madera calcinada y las chimeneas de piedra yacían sobre las afiladas pilas de escombros.

Conforme se dirigía hacia el centro de la ciudad, las huellas de Udyr dejaban un rastro gris pálido en la calle cubierta de hollín. Los muros de humo negro lo rodeaban, ocultando las calles y los devastados edificios de piedra. Cuando una nube densa se hizo a un lado por un instante, se revelaron una decena de guerreros de la Garra Invernal. Formaban una línea alrededor de una torre de guardia en llamas, rodeando a los pocos sobrevivientes y empujándolos contra las llamas. Los guardias de la torre restantes intentaban escapar desesperadamente, aunque en vano, pues solo se encontraban con hachas y muerte.

Cerca de ellos, un Ursino masacró los restos de un comerciante. Giró su rostro bestial para mirar a Udyr. La sangre cubría su pelaje al tiempo que hundía inconscientemente un par de hachas en el hombre que ya llevaba un buen rato muerto. Sin detenerse, el Ursino profirió un rugido y los guerreros cercanos rodearon a los guardias restantes, empujándolos hacia el fuego sin piedad.

Ellos eran los primeros sobrevivientes que Udyr había visto. Los Ursinos habían destrozado primero las defensas de la ciudad. Las fuerzas de Sejuani los siguieron, pero habían igualado el salvajismo de los Perdidos. Incluso ahora, Udyr podía sentir la cruel e incuestionable certeza del espíritu del oso arrastrándose por los pensamientos de todas las criaturas que lo rodeaban. El poder de los Ursinos era cada vez mayor.

Udyr trepó por los escombros de una escalera hacia una plaza en ruinas. Rodeado por altas edificaciones de piedra, encontró al monstruo que lo aguardaba. Solo y en el centro de la ciudad, el avatar del espíritu del oso empalaba cadáveres en estacas organizadas en un patrón desconocido. Las ramas y las raíces negras surgían y crecían en los cuerpos perforados alrededor de la bestia, como gusanos que reptan lentamente de la tierra. La carne y el pelaje del rostro del Volibear había sanado; sus músculos lucían más gruesos y más fuertes que antes.

Los ojos del Volibear se fijaron en Udyr conforme el chamán se acercaba. A lo largo de su rostro brotaron una decena de ojos nuevos, cada uno tan oscuro y frío como el de una araña. Posiblemente podía olfatear la magia foránea en el chamán de la Garra Invernal, y ahora lo consideraba digno de análisis. En esta ocasión, Udyr supo que, de cierta manera, le hablaba solo a él.

Yo renaceré. No puedes detener eso, hijo del hombre—, dijo la bestia.

Udyr se quitó la capa. Después, preparado por su meditación vespertina, repasó sus formas: el Águila Inmortal, el Lince Astuto, el Jabalí de Hierro, y una decena más de bestias espirituales. Se detuvo cuando asumió el aspecto del espíritu del oso espíritu del oso. Con un control impecable, igualó la forma de la bestia gigante que se cernía sobre él. Finalmente, Udyr abandonó la forma del oso para convertirse en la de su peor enemigo; el espíritu del fuego, del hogar y de la fragua: el Gran Carnero Gran Carnero.

Udyr no temía a la inevitable pelea a la que se enfrentaría con esta criatura. No le temía a nada. Su mente estaba despejada. Y bajo esa certeza, él sabía que eran malos augurios. El Volibear lo consumiría tan fácilmente como a Sejuani, pero su determinación no flaqueó. Había hecho un juramento para proteger a Sejuani, tal como lo haría un padre. Sin importar el costo.

—No te la llevarás—, escupió Udyr.

La única respuesta de la bestia al regresar a su macabra tarea fue el silencio.

Referencias[]

  1. REDIRECCIÓN Plantilla:Listaref