
Historia corta
Sangre Humana
Por Meaghan Bowe
Un fuerte sonido. El hedor de aceite, humo y pólvora.
Protagonizada por: Nidalee
Lore[]
Un fuerte sonido. El hedor de aceite, humo y pólvora.
Estos sonidos y olores no pertenecían al bosque.
La cazadora se dirigió hacia el sonido con la lanza preparada. Siguió el aroma agrio por el laberinto de troncos y de maleza espesa.
Poco después, llegó a un sitio familiar: un pequeño claro junto a un terraplén. Era un lugar tranquilo y lleno de vida, dividido por una corriente de agua que fluía a gran velocidad. Los peces eran tan abundantes que incluso un osezno podía atraparlos con sus torpes patas. El aire sereno se quebrantó con los aullidos de algo o de alguien que sentía un gran dolor.
Nidalee se colocó en un lugar detrás de un árbol grueso al borde del arroyo, procurando ocultar su lanza detrás del tronco. Justo al otro lado del río se arrodilló un hombre vastaya con rasgos de reptil. Se agarró el hombro y, a pesar de que gemía de dolor, sus ojos estaban llenos de furia. La cazadora pudo ver que la cola larga del vastaya había quedado atrapada en una trampa. Unos gigantescos dientes de metal habían penetrado su carne escamosa.
Un humano se cernía sobre el vastaya sosteniendo un arma horrible y larga. Nidalee observó la madera muerta y resplandeciente que envolvía el cañón de metal. Ya había visto estas cosas en el pasado. Disparaban semillas letales que podían perforar el objetivo con facilidad; estas semillas se desplazaban tan rápido que sus ojos no podían seguirlas.
Salió de detrás del árbol e hizo crujir a propósito las hojas muertas que estaban bajo sus pies. El hombre giró su cabeza hacia Nidalee, pero mantuvo su arma apuntando al vastaya herido. Él no podía ver su lanza.
—Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí?—. El humano la observó de arriba a abajo, su mirada era ávida. —¿Te perdiste, amor?—.
La cazadora sabía bien cómo lidiar con los de su tipo. Con frecuencia, los humanos se desarmaban ante su apariencia: sus ojos solo veían la delicadeza de sus rasgos. Ella permaneció inexpresiva midiendo cautelosamente la distancia entre ellos y ajustando el agarre de su lanza. Los ojos de Nidalee se posaron en el arma que sostenía el hombre.
Él sonrió a la mujer salvaje, suponiendo que su quietud se debía al miedo que le tenía. —¿No habías visto una de estas? Ven a echarle un vistazo. No te haré daño—, dijo el hombre, persuadiéndola. Se alejó de su presa para mostrar su arma.
Tan pronto como dejó de apuntar al vastaya, Nidalee giró desde detrás del árbol. Arrojó la lanza al torso del humano y se lanzó hacia el otro lado del río envolviéndose en magia intensa y feroz. En un destello, sus facciones cambiaron: sus uñas se endurecieron y se convirtieron en puntas ásperas, de su piel surgió un pelaje dorado y sus huesos se doblaron hasta tener una forma esbelta.
El hombre fue muy lento en su intento por esquivarla. La lanza atravesó la carne de la parte superior de su brazo y lo derribó de espaldas. Nidalee, ahora con la ágil forma de un puma, aterrizó sobre él. Cada garra afilada perforaba sus delgadas vestimentas. Ella presionó su pata delantera contra la herida fresca del hombre, quien profirió un aullido de dolor.
La puma se agachó sobre el hombre, abrió sus fauces y llevó sus afilados dientes contra su garganta. El humano chilló mientras Nidalee mordía lentamente su cuello con la profundidad suficiente para sacarle sangre, pero no para matarlo. Tras unos momentos, ella liberó la garganta del hombre y puso su rostro ante su mirada, mostrándole los dientes ensangrentados.
Otra ráfaga de magia la rodeó y recuperó la forma de una mujer aunque, de algún modo, sus dientes afilados no dejaban de ser amenazadores. Todavía agazapada sobre él, lo observó con sus brillantes ojos esmeralda.
—Si no te marchas, morirás. ¿Comprendes?—.
La cazadora no aguardó por una respuesta. Arrancó un pedazo de tela de la camisa del humano y se acercó al vastaya herido. En cuestión de segundos, desarmó la trampa que tenía capturada su cola. En cuanto fue liberado, se abalanzó sobre el humano.
Nidalee tomó al vastaya por el brazo, conteniéndolo. El hombre, paralizado por el miedo, vio una oportunidad de huir y rápidamente se arrastró fuera de su vista.
El reptil se soltó de la mano de Nidalee farfullando y maldiciendo en un lenguaje que ella no reconoció. Después, en un lenguaje familiar para ella, protestó: —¿por qué dejaste que se fuera?'”.
Nidalee señaló hacia dónde el hombre había huido, mostrando manchas de sangre roja y brillante. —Lo seguiremos. Si hay más de ellos, él nos guiará. Si no se marchan, todos morirán—.
El vastaya no lucía satisfecho, pero no dijo nada. Nidalee se arrodilló junto al río y lavó la tela que había arrancado de la camisa del hombre.
—Lo llamaste... humano—. Lo dijo con un extraño seseo. Su boca era muy grande y su lengua bífida se asomaba entre cada palabra.
Nidalee envolvió la tela limpia y mojada alrededor del hombro del vastaya. —Sí—.
—¿Tú no eres humana?—.
—No, yo soy como tú—.
—No hay vastayas como tú. Eres humana—.
Nidalee tiró de la tela de su hombro, tensándola más, provocando que siseara de dolor. Logró encubrir su sonrisa utilizando sus dientes para asegurar el nudo.
—Mi nombre es Nidalee. ¿Y el tuyo?—.
—Kuulcan—.
—Kuulcan, esta noche mi familia irá de cacería. Te unirás a nosotros—.
El vastaya estiró su brazo poniendo a prueba el vendaje. Estaba ajustado, pero no entorpecía su movimiento. Levantó la vista hacia la cazadora, quien permanecía por encima de él con los brazos cruzados.
Kuulcan asintió.
Percy estaba sentado junto al fuego. Su rostro tenía un color rojo intenso, en parte por la adrenalina y en parte por la cerveza, pero mayormente por vergüenza. Le había contado a sus tres compañeros sobre la mujer salvaje y no habían dejado de reír. Uno de ellos dio brincos alrededor del fuego con su guitarra cantando una plegaria obscena a la —Reina de la jungla—, mientras que los otros dos se soltaban carcajadas y bailaban.
—Guarden silencio, tontos cretinos—, rogó él, provocando que rieran aún más fuerte. —Podría escucharnos—.
Cansado de todas las bromas y lleno por el exceso de cerveza, Percy se escabulló de sus compañeros cazadores para responder al llamado de la naturaleza. La herida todavía le provocaba un gran dolor y ninguna ingesta de alcohol sería suficiente para hacer desaparecer la sensación de esos dientes en su garganta.
Mientras se abrochaba el cinturón, se percató de que los cánticos y las risas habían cesado. El viento mismo había dejado de soplar. Ya no podía escuchar las hojas crujientes ni las ramas oscilando.
Más allá de la tenue luz de su fogata, su campamento estaba rodeado de oscuridad absoluta. Y más allá de los límites del campamento, algo brillaba en las sombras. Percy se frotó los ojos y los entrecerró esforzándose para ver algo en la oscuridad.
En un instante la maleza comenzó a moverse y a crujir. Las hojas de todos los helechos y de los árboles se movían vigorosamente. Un sinnúmero de pares de ojos se abrieron ante él en medio de la oscuridad y un coro de gruñidos y de siseos felinos lo ensordecieron.
Percy reconoció los ojos esmeralda que se encontraban muy cerca de él. No quedaba rastro de humanidad en ellos. Los ojos parpadearon y desaparecieron, y una voz gruñó en su oído.
—Te lo advertí—.
No alcanzó a gritar antes de que los dientes afilados se cerraran en su garganta; y esta vez no se detuvieron cuando brotó sangre.Referencias[]
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