Lore[]
Cuando aterrizo en las ruinas de Nerimazeth, no siento que haya saltado, con una estela de magia celestial trazando mi camino a través del cielo, sino más bien siento como si hubiera caído.
Después de todo, solo soy un hombre.
A mi alrededor, en las dunas que se arremolinan, una cohorte de Ra'Horak pelea; son guerreros Solari lejos de los templos del Monte Targón. Marcharon durante tres semanas con cincuenta lanzas en pleno desierto (una distancia que yo he cruzado en instantes) para investigar un poder que crece, a pesar de que el suyo está menguando. Aquí, el sol que adoran es tan permanente que pareciera que las sombras del pasado aún estuvieran quemadas en el desierto y su silueta fuera lo único que perviviera de aquel imperio perdido hace tanto tiempo. Las construcciones ahora están cubiertas por dunas. Un sol, alguna vez previsto para elevar a los mortales a los cielos, ahora se había apagado y caído a la Tierra.
Shurima nació y
aquí. Fue en Nerimazeth donde se crearon los primeros ascendidos. Con la misión de defender a Shurima frente a cualquier amenaza, aquellos que sobrevivieron al imperio perdieron la razón tras largos siglos de conflicto, se convirtieron en darkin y arrasaron con el mundo antes de ser contenidos.Pero sé muy bien que algunas de las abominaciones engendradas por la arrogancia shurimana siguen vivas...
El sonido del metal tintinea en mi oído cuando una lanza pasa junto a mi casco. Después, otra, y otra más. El tintineo se convierte en un grito de batalla total mientras los Ra'Horak desatan su furia. No obstante, cuando el acero colma el cielo, una ráfaga de magia se abre paso entre las lanzas, grabando una franja de destrucción a través de las ruinas.
Una vez que el polvo se asienta, lo veo. La razón por la que vine. Una
, quemada y rota, como el imperio que reinaría, se acerca. No se parece a ningún ascendido que yo haya visto antes, un dios destrozado que ha reclamado esta ciudad derrotada y que verá alzarse de nuevo.Pero alguna vez también fue un hombre.
Le recordaré lo que eso significa: respirar hondo frente a la destrucción. Se los recordaré a todos.
—¡El dios guerrero!—, grita uno de los Ra'Horak. —¡No podemos vencerlo!—.
—¡Déjame mostrarte cómo muere un dios!—, respondo y me abalanzo hacia la criatura, alzando mi lanza. Es gracias a su poder que la lanza brilla: el poder de los dioses. El poder de las estrellas. Mis músculos se esfuerzan por soportar el extraño peso de la magia conforme la criatura desata otra ráfaga desde el interior de su quebrada forma. Mi lanza no se quema al instante como las de los Ra'Horak; en cambio, quema con su propia luz. Pasa a toda velocidad como un cometa y se dirige hacia el ascendido, lanzándolo a la tierra y desviando su ráfaga hacia los cielos.
Ante mí, a tan solo unos metros del hueco abierto por la explosión de la criatura, una Ra'Horak mece el cuerpo de un guerrero caído. Su propio brazo fue abrasado por la magia, con el que trató de protegerlo del ataque.
—Tú... tú eres un aspecto—, dice ella, aunque en sus ojos puedo ver la desesperación. Está suplicándome, rogándome para que le conteste que sí y así pueda salvarla. Para que pueda salvar a su amigo. En los alrededores, las filas de los Ra'Horak se han desintegrado, junto con su voluntad de pelear.
No respondo mientras la lanza vuelve a mi mano en busca de la magia que tanto ansía, su retorno es un eco de mi propio impulso. El ascendido no dejó sangre en su punta, solo arena. La única carne que posee es la magia y la piedra.
Quiero decirle mi nombre. Que yo soy Atreus, que alguna vez yo también fui un Ra'Horak que miraba al cielo para obtener el poder que pudiera salvarme... pero ese hombre está muerto. Murió en la cima del Monte Targón, junto con su hermano Pylas. Asesinado por Pantheon y por sus propios errores. Y no importa cuánto me esfuerce, no puedo revivir ni a Atreus ni a Pylas. Incluso el dios se ha marchado, su constelación desgarrada de los cielos.
En cambio, miro de nueva cuenta a la criatura.
—Debes pelear—, le digo simplemente a la Ra'Horak. —Todos ustedes deben hacerlo—. A nuestro alrededor, la ciudad en ruinas arde en llamas, mientras la magia del ascendido se niega a desaparecer.
Me encuentro con arena convertida en vidrio, cada nueva ráfaga de magia sacude el mundo entero, hasta que se siente como si la tierra propia tierra debiera hacerse pedazos. Que solo permanecerán los cielos. Pero me niego a rendirme. Veo ballestas abandonadas en el suelo. Los Ra'Horak alzan sus escudos contra los escombros de las construcciones que se derrumban, reduciéndose a polvo.
—¡Peleen! ¡Deben pelear!—. Grito más fuerte, mi voz posee un tono de autoridad divina que me incomoda, y después voy a la carga, mi lanza atraviesa al ascendido en la piedra rota que tiene por cara. Al estar tan cerca, sus ráfagas se estrellan contra mi escudo, lanzándome hacia atrás. Ataco una vez más, mi lanza sigue el rastro de la magia, y de nuevo, levanto mi escudo justo a tiempo para esquivar la ira del ascendido.
Mis pies se clavan en la tierra. Lucho por controlar a la bestia mientras la magia late en mí con la voluntad del ascendido, que se ha fortalecido gracias a la crueldad y la furia. Empujo contra él, gruñendo, y el poder rebota en el escudo salvajemente en todas direcciones, cruzando las ruinas, el cielo y colándose a través de los Ra'Horak encogidos de miedo debajo de ambos. Mis manos comienzan a temblar y rujo, no hacia los guerreros, sino hacia mí mismo, a pesar de que mis pulmones luchan por respirar.
—Pelea...—.
Los ojos de la criatura se entrecierran. Lo sabe. La tierra bajo mis pies ya no puede resistir. Mi fuerza ya no puede resistir. Mientras caigo de nuevo hacia la tierra, la magia en mi lanza se muere y mi casco repiquetea debido a mi tos.
Escupo sangre hacia la tierra y lucho por levantar mi cabeza. Pero lo único que puedo ver de Nerimazeth es aquella guerrera Ra'Horak, enmarcada por el humo y el caos, mientras me devuelve la mirada, con unos ojos que apenas en este momento se me revelan... y, por vez primera, ve algo más que un aspecto. El hombre que acunó a Pylas mientras la nieve se formaba con su estertor.
Me pregunto si ella reconoce las estrellas y mi destino, tatuados en mi pecho. La cicatriz que los atraviesa. Sus ojos ya no me muestran sus súplicas, sino que veo cómo la luz ilumina su rostro mientras la criatura reúne poder para una última ráfaga. A pesar de que su brazo está arruinado y aunque su amigo aún yace en el suelo, levanta su escudo y comienza a tambalearse hacia mí, de forma tan inevitable y decidida como la muerte.
—¡¿Cuál... es tu nombre?!—, toso a través de respiraciones entrecortadas y, aun así, la luz se acrecienta.
—Asose—, dice con firmeza mientras se para a mi lado y gira su escudo para enfrentar la ráfaga.
Las ruinas están llenas de un brillo imposible que promete quemarlo todo, hasta que lo hacen y solo queda la oscuridad. Ya no hay más poder, ni aspecto. En donde alguna vez estuvo Asose, no queda nada. Solo mi recuerdo.
Sin embargo, puedo sentir mi cicatriz, punzando dolorosamente. Me recuerda que estoy vivo, así como cada momento que me trajo hasta aquí. Mi compañero de armas, Pylas, diciéndome que dejara de derramar sangre sobre su victoria... el asalto bárbaro, cada uno de nosotros al borde de la muerte... el abatimiento al llegar al pináculo del Monte Targón... la espada darkin cortando a través de la muerte para despertarme de nuevo... el trigo empíreo aferrándose a la montaña... el barro en mis manos mientras suelto el arado y tomo la lanza...
Todo eso habría sido en vano sin la mujer que alzó su escudo, a pesar de saber que no sobreviviría, pero que aun así pelearía. Su poder y su sacrificio fueron mucho más grandes que los de las estrellas. Mucho más grandes que los míos y que todas las armas del aspecto que me han mantenido a salvo.
No será en vano.
Mientras lucho por mantenerme en pie, destrozado, veo la sombra de los Ra'Horak emergiendo de su refugio, eclipsando la cuna del Disco Solar que se encontraba detrás de mí, al centro de las ruinas. Me elevo con ellos, ya no como un dios, sino como un hombre. Mi panteón, todos aquellos que han caído, regalándome otro momento. Todos los que han vivido y todos aquellos que han muerto enfrentando un momento de verdad en el que deben decidir por qué pelean. A quién aman. Lo que son en verdad.
¿Qué son los dioses frente a esta valentía? Nada.
—¡Asose!—, grito hacia las ruinas, a pesar de que mis costillas se hunden en mis pulmones.
—¡Asose!—, responden los Ra'Horak. Ellos también están de pie entre los escombros, su sombra se cierne cada vez más grande mientras el ascendido recupera su magia de nuevo.
Y a pesar de que estoy deshecho y que el dios está muerto, siento cómo el poder se enciende una vez más en mi lanza, mientras la pluma de mi yelmo arde en llamas. Me convoca a la batalla y los Ra'Horak arrojan sus lanzas una vez más.
Y, por un momento, una estrella perdida en la Constelación de la Guerra brilla más que el sol.
Su nombre era Asose.
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Referencias[]
- REDIRECCIÓN Plantilla:Listaref