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Master Yi Poetry with a Blade
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Historia corta

Poesía con la Espada

Por Mo Xiong

Yi frunció el ceño al ver cómo el anciano Maestro Doran se arrastraba por el camino hacia donde él estaba.

Lore[]

Yi Yi frunció el ceño al ver cómo el anciano Maestro Doran se arrastraba por el camino hacia donde él estaba. Parecía un cangrejo durante la temporada de apareamiento. Era un pensamiento poco cortés, pero dada la edad del maestro artesano, era una especie de cumplido.

Hizo una breve reverencia frente al armero de cabellos grises, juntando las manos en forma de cuenco a manera de saludo. Con el rostro enrojecido, Doran respondió sin detenerse, su mano se movía al ritmo de su respiración jadeante.

—¡Llegué, llegué! Perdón por llegar un poco tarde. Estos huesos viejos se quedaron dormidos hoy—.

Yi lanzó una mirada al sol del mediodía. Un poco tarde, en efecto, si es que esa expresión se refería a la mañana entera.

—Con el tiempo, todo florece—, declamó Yi, con el ceño fruncido. —El rocío de la mañana amanece. La brisa vespertina cae. Así nacen el sol, la luna y las estrellas—.

Doran se detuvo, con la bota de agua a mitad de camino hacia su boca. —¿Qué?—.

—El primer verso de la 'Recopilación de los mandatos'. ¿Nunca ha oído hablar de ella, maestro?—. Yi no podía creerlo. Era un verso famoso que solía usarse para escarmentar a los impuntuales. —Ese poema es uno de los clásicos de Buxii—.

El anciano acarició su barba, con una mueca de confusión dibujada en el rostro. —¿Quién?—.

Yi entrecerró los ojos. El Maestro Buxii era el más grande poeta de toda la historia de Jonia. Antes de que Yi aprendiera los nombres de su familia extendida, su padre le había enseñado a recitar el poema de Buxii —El brillo del atardecer entre las montañas—.

—No importa—. Yi aclaró su garganta. —Mi maestro me comentó la importancia del entrenamiento de hoy. Estoy aquí para acatar sus instrucciones—.

Doran se rio. —¿Llamó a esto entrenamiento? Ahora comprendo por qué llegaste tan temprano—.

Debe estar bromeando. Yi conoció a Doran en el taller de sus padres. Fair y Emai lo tenían en alta estima. A pesar de que alguna vez fue considerado un forastero en la aldea, los herreros y maestros de Wuju lo acogieron, puesto que su talento con el martillo y el yunque era legendario. No obstante, lo único que tenían en común los padres de Yi y Doran era su profesión. El anciano armero era descuidado, distraído y tenía fama de ser excéntrico. Además, mientras los padres de Yi conocían y respetaban a los grandes poetas, al parecer Doran no.

No era la primera vez que Yi se preguntaba qué podía enseñarle este armero extravagante sobre el arte sagrado de Wuju.

Forzó una sonrisa. —¿Cuándo comenzaremos, maestro?—.

—Bueno, para mí, que soy un hombre viejo, tenemos todo el tiempo del mundo. Pero para ti...—.

Doran guardó su bota de agua y giró para ver el camino que acababa de recorrer, un sendero estrecho y sinuoso usado por los pastores que conducía a la aldea de Wuju. Mientras el hombre se daba la vuelta, Yi pudo ver la carga que Doran llevaba sobre sus hombros: una canasta tejida con bambú, cubierta por una piel gruesa de takin. Estaba destinada para los viajes largos.

—Apenas seis lunas de entrenamiento como espadachín y ya te estás enfrentando a tu primer contratiempo. ¿Por qué estás tan impaciente?—, preguntó Doran.

Yi se puso tenso. Era mucho más que solo un contratiempo. Era un problema que podía volverlo inadecuado para proseguir con su entrenamiento en el estilo Wuju. Apretó y soltó la funda de su espada en un intento por recuperar su concentración. Este truco que le habían enseñado sus compañeros discípulos no surtió efecto en esta ocasión.

—Maestro—, dijo con suavidad. —Llevo estudiando el manejo de la espada Wuju por cuatro estaciones—.

—¡Ah! ¡Tienes razón! Ya tienes quince veranos—. Doran pellizcó el bíceps de Yi con una expresión exagerada de sorpresa. —Con razón estás tan fuerte. Debes haber practicado esos movimientos de espada todos los amaneceres, ¿no?—.

Yi nunca había eludido ninguna de las tareas que su maestro le había dado, ya fueran practicar sus golpes de espada, meditar o recitar poesía. De hecho, se esforzaba más que sus compañeros aprendices y que gran parte de los discípulos mayores. Podía ejecutar cada posición y movimiento del estilo Wuju con una precisión inaudita, entrar a un estado meditativo con una velocidad y forma impecables, y recitar casi todos los poemas, canciones y escrituras de los textos Wuju. No obstante, a pesar de todos sus logros, su progreso se había estancado vergonzosamente.

Yi no pudo evitar que una sonrisa amarga se dibujara en su rostro. —Como cuatro mil veces al día—.

Doran silbó. —¿Cuatro mil golpes de espada al día? ¿Estás entrenando para convertirte en herrero?—.

El joven espadachín cruzó los brazos. La repetición era la esencia de una doctrina fundamental de Wuju: El tronco es más fuerte que la rama. ¿Acaso Doran no lo sabía?

Antes de que Yi pudiera responder, Doran descolgó la canasta de bambú de su espalda y se la entregó en los brazos. —Acá tienes. Una carga apropiada para un joven fuerte—.

Masajeó su hombro al alejarse de Yi. Estupefacto por un momento, Yi corrió para alcanzarlo.

—¿Maestro? ¿Adónde se dirige? Este camino va hacia el sur—.

—No te preocupes—, respondió Doran. —Aún puedo distinguir entre el norte y el sur—.

—¿Pero qué hay del entrenamiento?—.

—¿En verdad quieres entrenar tanto?—, Doran avanzaba a paso tranquilo adelante de él, con ambas manos por detrás. —Comencemos entonces—.

Yi se detuvo. Al sur de la aldea Wuju solo había un bosque deshabitado. A menos que el plan de Doran fuera cazar un jabalí, no había mucho —entrenamiento— que completar allá.

Pero le había prometido a su maestro que obedecería al anciano, así que colgó sobre los hombros la canasta de bambú y lo siguió.

Yi nunca antes había puesto un pie por esta ruta; es más, ni siquiera sabía que existía.

El camino se encontraba delimitado por escalones de piedra enterrados en el suelo. La mayoría de ellos estaban rotos, como resultado del paso del tiempo y el descuido. La maleza crecía entre ellos y, en ocasiones, llegaba hasta las canillas de Yi. En un principio, sospechó que esta ruta llevaría a algún santuario o asentamiento abandonados. Se decía que en la isla montañosa de Bahrl yacían ruinas antiguas intactas en los bosques afuera de las aldeas y los pueblos.

Tras un rato de andar con dirección al sur, la promesa del entrenamiento hecha por el armero aún no se había materializado. Molesto, Yi zarandeaba la canasta de bambú sobre sus hombros. —Maestro, ¿qué estoy cargando? Pesa—.

—Espadas—, respondió Doran sin voltear a verlo. —Puras espadas—.

Yi alzó una ceja. Doran solo forjaba espadas para los espadachines Wuju, unas cuantas por estación.

—¿Y usted forjó todas estas espadas, Maestro Doran?—.

—Tres de ellas. El resto...—, Doran hizo una pausa, como si tratara de encontrar las palabras exactas. —Mis colegas me encomendaron el resto—.

—¿Se refiere a otros armeros? ¿Por qué le darían sus espadas?—.

Distraído, Yi echó un vistazo sobre su hombro para ver la canasta, pero se tropezó al poco tiempo con una piedra de forma atípica. Se tambaleó al tratar de recuperar el equilibrio.

—¡Oye! ¡Ten cuidado!—. Doran reacomodó con rapidez la canasta sobre los hombros de Yi. —De hecho, una de ellas es para ti. Si la doblas, estoy seguro de que me echarás la culpa más tarde—.

—¿Para... para mí? ¿Es una espada afilada?—.

—Por supuesto. Yo no forjo espadas sin filo—.

Solo quienes comprendían en verdad la filosofía Wuju del combate sin sangre tenían el privilegio de blandir espadas afiladas, como un testimonio del autocontrol del espadachín. Y una espada forjada por el Maestro Doran... Muchos discípulos experimentados se habían sometido a más de diez veranos de entrenamiento antes de recibir tal honor; en cambio, Yi solo llevaba entrenando cuatro estaciones. El joven espadachín se sintió halagado.

No obstante, su entusiasmo se disipó rápidamente y bajó la mirada. Doran percibió el cambio en su ánimo. Ambos caminaron en silencio unos cuantos pasos más antes de que el armero hablara suavemente: —Tu maestro me dijo que tienes problemas para conectarte con el reino espiritual—.

Yi no respondió de inmediato. Su vergüenza lo avasallaba. Cuando finalmente habló, dijo: —Conectarme no es el problema. Si no pudiera hacerlo, no me habrían aceptado en la escuela Wuju—. Se rascó la parte trasera de su cabeza. —No obstante, no consigo extraer poder de ello. En ocasiones logro extraer un poco, pero no consigo infundir mi arma con él—.

—¿No será que simplemente es muy pronto para ti? Evocar la energía del reino espiritual...—, Doran sonrió mientras se acariciaba la barba. —El cuándo puede que solo sea una decisión de los caprichos del destino—.

Yi quería decirle a Doran que se equivocaba. La capacidad de extraer el poder del reino espiritual no era algo que se negociara con el destino. Y eso era lo que lo preocupaba. Tal vez fracasaba porque le hacía falta talento innato. Tal vez era parte de su destino nunca triunfar.

Sin embargo, se mordió la lengua. No quería sonar insolente y aún se aferraba a la esperanza de que el —entrenamiento— de ese día lo ayudaría, aunque las posibilidades eran escasas.

—Mmm. Tal vez tenga razón—, respondió finalmente Yi.

El camino lodoso se volvió más difícil conforme las raíces y las zarzas se aglomeraban sobre las piedras rotas. Momentos antes, Yi podía ver esporádicamente las pisadas de otros viajeros. Ahora, no quedaba rastro de que ningún otro ser viviente hubiera andado por ese sendero antes. El único sonido audible era el del viento estival que soplaba a través de los árboles frondosos.

—Maestro Doran, ¿ya había venido por aquí antes?—.

—Sí. Transito este camino una vez cada cuatro estaciones. Tu maestro incluso me acompañó en dos o tres ocasiones—.

Yi estaba sorprendido. —¿El Maestro Hurong? Nunca he escuchado que lo mencione—.

—Estoy seguro de que lo hará, en algún momento—. Doran le hizo un ademán de despedida antes de acelerar el paso. Por sus ágiles zancadas era difícil recordar que se trataba de un anciano de casi sesenta veranos. Después de todo, no se parecía en nada a un cangrejo.

Había traído a otros espadachines con él antes. ¿Necesitará un guardaespaldas? ¿Es este el entrenamiento? ¿Una oportunidad para practicar mis golpes de gracia? Yi se alegró ante la idea.

—¿Alguna vez se ha encontrado con algún tipo de amenaza en este camino, maestro?—.

—Para nada—, Doran negó con la cabeza, sonriendo. —Pero sujeta bien tu espada, muchacho. Mi camino en esta ruta no tiene nada que ver con el tuyo. Incluso si yo hubiera caminado este sendero mil veces sin encontrarme con ningún peligro, no quiere decir que será así para ti—.

Como si fuera una señal, el graznido agudo de un ave retumbó.

Yi se detuvo de golpe, tomó la empuñadura de su espada sin filo y la alzó a la altura de su pecho. Identificó el sonido como el grito de un dagarraco, una peligrosa especie de ave de caza que suele encontrarse en las profundidades de los bosques.

El espadachín apretó los dientes y examinó la línea de los árboles.

Desviando la mirada, Doran hizo un gesto para que siguieran adelante. —¿Ves esas montañas allá adelante?—.

Enfrente, una cordillera ininterrumpida de cumbres se extendía hacia el horizonte. No eran particularmente altas, pero llegaban tan lejos como era posible ver.

Después del llamado del dagarraco, el bosque permaneció en silencio, así que Yi bajó su espada. —¿Escalaremos las montañas?—, preguntó, tratando de ocultar su molestia.

—Eres de Bahrl—, respondió Doran y le dio una palmada en el pecho con el dorso de su mano. —No te asustan unas cuantas colinas, ¿verdad?—.

Yi alzó la mirada. Un deslumbrante sol dorado se alzaba sobre el despejado cielo azul. De hecho, tenía que admitir que era un buen día para emprender una escalada.

Rigidizó sus hombros y siguió adelante.

Tras rodear una arboleda y cruzar un riachuelo, llegaron por fin a las montañas. Ya estaban lejos del territorio Wuju y más allá del límite que los ancianos consideraban prudente para aventurarse. Sin embargo, Doran no mostraba ninguna señal de querer detenerse.

Cuando llegaron a la primera pendiente, ascendieron a través de una serie de escalones de piedra. Tal vez en el pasado fueron muy transitadas, pero ahora, esas escaleras estaban rotas, cubiertas por maleza y lodo resbaladizo. Los escalones terminaban de forma abrupta frente a uno de los empinados costados de un acantilado cuya altura era equivalente a la de tres hombres. Antes de que Yi pudiera preguntar algo, Doran ya había tomado un asidero en la piedra y comenzado a escalar. Llegó a la cima sin esforzarse mucho. Se dio la vuelta y miró a Yi con una expresión que parecía decirle: ¿Qué estás esperando?

Escalar una pared de piedra era una proeza sencilla para cualquier joven del Wuju, pero Yi nunca antes había escalado de esa manera llevando a cuestas una carga pesada. La tarea era mucho más difícil de lo que aparentaba. Cuando por fin llegó a la cima del acantilado, le tomó algo de tiempo recuperar el aliento.

Se puso de pie y sacudió el polvo de su ropa, solo para detenerse cuando sus ojos se posaron sobre la tablilla de piedra que estaba frente a él, con una sola palabra tallada sobre su superficie. Apenas pudo descifrar las desgastadas letras jonias.

Caída de Niebla.

—Aún tenemos tiempo—. Doran se sentó junto a la tablilla de piedra y bebió un sorbo de su bota de agua. —Descansemos—.

Extrajo un pastel de arroz de un bolsillo misterioso y oculto y comenzó a masticarlo con entusiasmo. Después de un par de mordidas, Doran alzó la vista como si acabara de recordar algo. Le lanzó el resto del pastel de arroz a Yi, quien seguía analizando la tablilla de piedra. Al ver las marcas de los dientes afilados en el pastel, Yi sacudió su cabeza.

—Maestro, cuando dijo que aún había tiempo, se refería a mi entrenamiento, ¿verdad?—.

Doran golpeó su rodilla mientras masticaba un bocado del pastel de arroz. —Prepararse para el trabajo es parte del trabajo, muchacho. Si estás muy ansioso por comenzar el entrenamiento, te sugiero que primero descanses aquí—.

Cuando Yi vio que Doran empezaba a mordisquear un segundo pastel de arroz, contuvo un suspiro exasperado. Tratando de ocultar su impaciencia, examinó sus alrededores.

Además de la tablilla de piedra, Yi observó unas ruinas antiguas ocultas bajo espesas capas de enredaderas y matorrales. Aunque solo quedaban columnas y muros rotos, tenía la certeza de que esa arquitectura majestuosa y osada era completamente diferente a las pagodas de Wuju.

Doran señaló hacia el sitio en donde estaban las ruinas. —Esta montaña solía albergar un santuario en el que se adoraba a un dios que cayó en desgracia mucho tiempo antes de que cualquiera de nosotros dos naciera. Nadie conoce el nombre del dios y nadie sabe cuál fue el destino de sus creyentes. Estas piedras son lo único que queda—.

—Así como las flores, las personas se marchitan. Incluso las estrellas matutinas deben regresar a la noche—, recitó Yi. Luego señaló la tablilla de piedra. —¿Fueron ellos quienes nombraron este lugar como Caída de Niebla?—.

—Fueron las generaciones posteriores quienes tallaron eso. En cuanto al nombre...—, Doran se movió hacia el otro lado del acantilado. —Su significado te quedará claro si te asomas por allá—.

Yi echó un vistazo con cuidado por el borde del acantilado. Debajo de él, la niebla blanca recubría un valle y, a la distancia, el cielo azul se difuminaba con las montañas. La vista era impresionante. Su grandeza se extendía hasta donde la vista alcanzaba.

El valle no era demasiado grande. Le recordaba a un lago, solo que en vez de agua había una niebla plateada y arremolinada. Un estrecho camino hacia abajo empezaba en el acantilado y desaparecía en sus profundidades.

—¿Lo ves?—, preguntó Doran. —Vamos hacia allá—.

—¿Allá? ¿En dirección al valle?—.

—Así es—.

Después de un largo día de excursión a través de la naturaleza llana y con su entrenamiento cada vez más fuera de vista, Yi ya no podía tolerar ninguna otra tontería.

—Maestro, ¿qué clase de entrenamiento es este?—, espetó.

—Lo único que puedo decir es que el viaje será duro, por lo cual deberías tomarte más en serio este descanso—.

Yi se tragó su frustración. Estaba claro que Doran no le daría mayores explicaciones. Encontró una laja de piedra plana enfrente del viejo armero y se sentó, colocando la canasta de bambú a su lado.

Qué más daba el descanso. Por lo menos este sitio era perfecto para practicar la meditación.

Yi cerró los ojos y comenzó a respirar lenta y profundamente. Quizás era debido al ambiente poco familiar, pero le costó un poco más del tiempo habitual entrar en su estado meditativo. En aquel espacio entre la inconsciencia y la vigilia, la liviandad fluyó a través de su cuerpo. Y en la punta de aquella liviandad emergió un objeto brillante e inusual. Era como una chispa que iluminaba cada resquicio de su mente.

Un espíritu.

No era raro para Yi encontrarse con espíritus mientras meditaba. Lo visitaban más seguido que al resto de sus compañeros discípulos. Posiblemente era una buena señal, ya que significaba que estaba cada vez más cerca del reino espiritual y que debía tener talento para extraer energía desde ahí.

Debía tenerlo.

Yi se concentró en la luz blanca y purgó su mente de cualquier otro pensamiento. Pronto se dio cuenta de que este no era un espíritu cualquiera. Trató de sujetarlo; pudo sentir cómo palpitaba. Para su sorpresa, se fusionó con el ente, desapareciendo en la luz cegadora.

Se forzó a abrir los ojos y descubrió que estaba sentado bajo un gigantesco árbol de madera plateada, aquel que se encontraba a la entrada de Wuju. Sin embargo, las construcciones a la distancia eran extrañas y desconocidas.

Nervioso, Yi se puso de pie y caminó hacia la aldea, en donde vio siluetas familiares, entre ellas su padre, su madre, sus compañeros discípulos e incluso a la gatita negra de su vecino, Pequeña Belleza, y al perro del patriarca, Dorado. Todos parecían estar ensimismados en su propio mundo e ignoraban a Yi. Deben ser visiones, pensó. Se tranquilizó y continuó andando por el camino principal.

Luego, vio algo que lo hizo detenerse en seco. —¿Maestro Doran?—.

El anciano armero le lanzó una mirada antes de retomar su trabajo. Pero no estaba forjando espadas. En donde debían estar la fragua, las herramientas de herrería y un yunque, había solo una maceta con unos brotes delicados. Con una sonrisa delirante, el artesano alzó los brazos sobre su cabeza lentamente y los brotes de la maceta se enredaron y se estiraron a manera de respuesta. Crecían a un ritmo inimaginable; de ellos brotaron hojas hasta adquirir la forma de un pequeño árbol de enebro. Doran lo estudió de cerca. Se veía insatisfecho. Luego, alzó los brazos un par de veces más. El árbol cambió de forma, meciéndose grácilmente al viento antes de convertirse en un sauce llorón.

Perplejo, Yi miró hacia el resto de la aldea y se dio cuenta por primera vez de que todas y cada una de las casas estaban cubiertas por una vegetación exuberante, colorida e incluso grotesca. Muchas de las viviendas parecían haber brotado de la piedra sólida, mientras que otras se habían enredado en formas que asemejaban personas, ya no solo por su silueta, sino que también imitaban sus movimientos.

Mientras Yi vagabundeaba sin rumbo, un clarín sonó desde el centro de la aldea. Casi todos los aldeanos detuvieron sus tareas y caminaron hacia la ladera que estaba en la otra punta de la aldea.

Una cascada descendía de la montaña, ocultando una cueva detrás suyo. Doran fue el primer aldeano en llegar. Alzó sus brazos y dividió el agua en dos para atravesar la cascada sin mojarse. Los demás aldeanos lo siguieron de inmediato y entraron a la cueva de uno en uno. Pero cuando Yi alzó sus brazos, el agua de la cascada no se dividió.

Es solo una visión, volvió a repetirse. No importa si me mojo.

Atravesó la cascada y se encontró adentro de una cámara inmensa. Miles y miles de velas adornaban el espacio. En el centro de la cueva estaban los aldeanos que habían entrado antes que él. Conversaban en un idioma que Yi no podía entender. En la esquina opuesta pudo ver a su maestro Wuju, Hurong, parado junto a unos cuantos ancianos respetables de la aldea.

En los muros de piedra estaban tallados unos arcos y líneas extraños. Los diseños parecían cambiar cada vez que el Maestro Hurong hablaba y gesticulaba. Era como una pintura caligráfica viva... no, no era una pintura. Era una especie de mapa.

Los ancianos finalizaron su discusión con un intercambio de miradas y asentimientos. En ese momento, el maestro de Yi alzó su brazo derecho y chasqueó los dedos. Tan simple como si se abriera una puerta, una pared entera se desgajó del techo hacia abajo, dejando al descubierto el cielo mientras rayos cegadores de luz solar inundaban la caverna. Afuera había una caída escarpada hacia la tierra distante.

Con un salto, el Maestro Hurong se transformó en un arrendajo de Bahrl azul intenso y alzó el vuelo, elevándose desde la montaña hacia las nubes. Lo siguieron los demás ancianos y aldeanos. Una vez que todos se transformaron en pájaros, vaciaron la cueva desgajada en medio de un coro de chillidos, dejando atrás solo a Yi y a Doran.

A sabiendas de que no podía comunicarse con Doran, Yi asintió respetuosamente y se preparó para despedirse. Se sorprendió al escuchar a Doran llamándolo en un idioma que podía entender, con una voz gélida y profunda.

—Tú. —¿Sigues la senda del Wuju?—.

Yi se congeló y, sin decir ni una sola palabra, miró al armero.

—Hace tiempo que conozco a los practicantes del Wuju—, dijo Doran con el rostro inexpresivo. Yi no se había dado cuenta de lo extraños que eran sus ojos. Sus iris carmesí lo embelesaban, brillaban con una luz inquietante, desprovista de toda apariencia de vida. —Soportas grandes dolores para extraer el poco poder que puedes del reino espiritual, solo para infundirlo en un arma. Qué bajeza. Sin embargo, esta imitación mediocre es suficiente para permitirte la entrada al reino de los fuertes—.

—¿Imitación?—. Yi nunca antes había escuchado a nadie hablar mal del estilo Wuju. —¿Imitación de qué?—.

Doran ignoró la pregunta y señaló el agujero que se cerraba poco a poco en las paredes de la cueva. —Ve. Síguelos—.

Yi miró al cielo. Esto era ridículo. —Pero no puedo volar—.

—Sí puedes—.

La voz de Doran emergía detrás de él. Yi se dio la vuelta para ver al armero de pie a la entrada de la cueva, con las manos juntas una contra otra. —Solo que aún no sabes cómo hacerlo—.

La entrada y el agujero en los muros de la cueva se cerraron, dejando a Yi adentro. La única ruta de escape era una abertura sobre su cabeza. Parecía que aquel Doran de mirada carmesí quería forzarlo a volar hacia la montaña como el resto.

Yi se rio burlonamente y luego se sentó sobre el suelo de piedra, cruzó sus piernas y cerró los ojos. ¿Volar? No sería necesario. Las visiones eran como los sueños: sin importar qué tan extrañas se tornaran, bastaba con despertarse para que se convirtieran en una fantasía menguante.

Yi resopló al abrir los ojos y descubrir que estaba de vuelta sobre la laja de piedra cerca de Caída de Niebla, del lado opuesto en donde Doran estaba sentado. Al parecer, el armero anciano no se percató del despertar repentino de Yi; así de ensimismado estaba en sus propios pensamientos.

Yi se pellizcó el lóbulo de la oreja. Solía hacerlo cada vez que regresaba de una visión para asegurarse de que, en efecto, estaba de vuelta en la realidad. No obstante, su visión había sido tan vívida, tan real, que incluso aquel pellizco no lo hizo sentir con los pies en la tierra.

—¿Maestro?—.

—¿Mmm?—, Doran se giró para verlo. —¿Qué?—.

Yi miró los ojos café oscuro de Doran. —¿Cuánto tiempo estuve meditando?—.

—Recién te sentaste. ¿Por qué?—.

Yi frotó sus labios. No compartiría una experiencia que ni él mismo lograba comprender por completo.

—No importa. ¿Continuamos?—.

Justo como Doran había advertido, el camino que se dirigía hacia el mar de niebla era riesgoso. Un musgo verde traicionero crecía sobre los escalones de piedra. Cada paso exigía un cuidado meticuloso. La tarea se dificultaba para Yi al llevar a cuestas la pesada canasta llena de espadas, pero no se atrevió a quejarse, no le daría esa satisfacción a Doran.

Era claro que Doran no era el único que conocía este lugar secreto. Mientras se acercaban a la niebla, Yi notó un letrero de madera relativamente nuevo a un costado del camino, con una señal de peligro garabateada sobre ella. La caligrafía mal hecha y los errores de ortografía apuntaban a que la había escrito un cazador analfabeto.

Yi no podía discernir si sus sentidos lo estaban engañando o no, pero después de pasar junto al letrero de madera el frío aumentó. Hasta ese momento, había sido un caluroso día de verano, aunque ahora los vientos frígidos se arremolinaban a su alrededor. Además, su visión comenzó a distorsionarse mientras una neblina extraña y espesa se envolvía alrededor suyo y de Doran.

Se mantuvo cerca del anciano, sujetando con fuerza la empuñadura de su espada e inspeccionando sus alrededores, temiendo que algo pudiera salir de entre la neblina.

—Esta niebla no es normal—, murmuró Yi. —Los espíritus permanecen aquí. Deberíamos esperar y regresar después de que se hayan marchado—.

—Los espíritus jamás se irán—, respondió Doran, negando con la cabeza. —Han vivido en este sitio por más tiempo que las personas han vivido en Jonia. No te preocupes. No estaremos aquí por mucho tiempo—. Hizo un gesto hacia delante. —Ven, tu vista es mejor que la mía. Ayúdame a encontrar una espada—.

Yi frunció el ceño. —¿Encontrar una espada? ¿Aquí?—.

Una espada flamígera del Placidium, para ser exactos. Debería ser fácil de encontrar—, replicó Doran. —La dejé como una señal la última vez que vine aquí—.

Perplejo, Yi miró a su alrededor. Todo estaba cubierto por una espesa capa blanca de niebla. Apenas era posible ver a alguien que se encontrara a dos pasos de distancia, ¡ni qué decir de encontrar una espada flamígera del Placidium! Sin una sola pista, Yi hizo como si estuviera buscando en el suelo por todos lados.

Solo había dado unos cuantos pasos más cuando su estómago dio un vuelco. De pronto, tuvo una sensación como si su cuerpo se volviera más y más ligero. Incluso el peso de la canasta de bambú había desaparecido.

—Maestro Doran—, dijo Yi nerviosamente.

Pero Doran no se detuvo ni volteó hacia atrás. En cambio, aceleró el paso. Asustado, Yi trató de alcanzarlo, pero el armero se alejaba cada vez más. En poco tiempo, Doran desapareció por completo entre la niebla blanquecina. Yi observó cómo esa misma niebla lo devoraba. Era tan espesa que no podía ver ni sus propias piernas. Era ligero y etéreo. Flotaba a través de la neblina imposible.

No. No solo flotaba. Estaba elevándose, mientras la niebla se convertía en nubes y el aire gélido en viento.

Debía estar adentro de otra visión. Pero esta vez los espíritus no le habían dado ninguna advertencia antes de llevárselo.

Desorientado, trató de estirar los brazos para recuperar el equilibrio, pero, en cambio, de su cuerpo se abrieron de par en par unas magníficas alas de color jade.

¡Me convertí en un ave!

Mientras sobrevolaba por el cielo, apareció un gran litoral. Sintió una salada brisa marina mientras las olas cerúleas del océano rompían contra la orilla. La tierra se sentía como su hogar y, sin embargo, al borde de la playa se cernía una estructura color gris oscuro, una edificación que no pertenecía a Jonia.

¿Eso es... es algún tipo de monumento? Si no hubiera sido por la silueta precisa de la construcción, habría pensado que era una montaña. Mientras se acercaba volando, descubrió que se trataba de tres torres monstruosas de un tamaño impresionante que compartían un solo basamento.

Esto no podía haber sido hecho por mortales.

Yi nunca antes había visto algo similar. Las torres estaban hechas de miles de piedras grandes, pulidas y talladas en bloques perfectos, cada uno de ellos del tamaño de un espadachín adulto.

Una parvada de aves de colores vibrantes emergió de las nubes y planeó hacia la fortaleza. Sin la certeza de estar obedeciendo a su voluntad, Yi aleteó para unirse a ellas, volando a gran velocidad.

Siguió a un pájaro rojo brillante, en dirección hacia las tres torres. El ave dejó atrás a Yi mientras se precipitaba hacia los cimientos de la estructura, dando un tropezón al aterrizar. Mientras se ponía de pie, adquirió la forma de un hombre. Era el Maestro Doran de ojos carmesí. Le hizo señas a Yi al mirarlo arriba, haciendo espirales por el aire todavía.

Yi aterrizó sobre el hombro de Doran y cayó con suavidad sobre la tierra. Mientras se ponía de pie, se dio cuenta de que sus piernas humanas habían vuelto, junto con el resto de su cuerpo.

—Al parecer sí puedes volar—, dijo Doran.

Motivado, Yi dijo sin aliento: —Maestro Doran...—.

Pero Doran negó con la cabeza. —No. Él solo es una de las formas que asumí—.

No dijo nada más y Yi lo miró fijamente. ¿Por qué este espíritu había tomado la forma de Doran, entre toda esta gente?

Estiró su espalda y su mirada se posó sobre las torres gigantescas. —¿Qué es este lugar?—.

—Tú lo llamas Bahrl—. El espíritu que se parecía a Doran señaló el litoral serpenteante, en donde un escuadrón de guerreros armados con lanzas y gujas patrullaban la playa. Sus armas y su armadura eran extranjeras. —La llaman la Otra Orilla. Nosotros lo llamamos hogar—.

—¿Quiénes son ellos? ¿Y a quiénes te refieres cuando dices nosotros?—.

Yi giró para ver al espíritu, pero ya se había marchado. Solo quedaban unas cuantas plumas rojas y blancas.

Absurdo.

Yi quería abandonar esta visión tal y como había hecho durante la anterior, pero antes de que pudiera comenzar a meditar, escuchó un ruido estridente y rítmico que venía desde lejos. Era el sonido más fuerte que jamás hubiera escuchado. Era un repiqueteo de metal y llantos de personas. Su curiosidad se avivó y siguió el sonido hasta el lugar del cual provenía.

Mientras Yi atravesaba las torres gigantescas, se hizo mucho más claro que su tamaño desafiaba la realidad. Cada una de esas torres podía albergar dentro de sí a toda la aldea Wuju y aún más. ¿Pero por qué alguien querría construir casas tan grandes y feas? No tenía sentido.

Inmerso en sus pensamientos, Yi casi choca contra un transeúnte corpulento. Portaba un brillante casco metálico, aunque su pecho estaba descubierto. Empuñaba una alabarda extraña.

Al igual que los aldeanos de la visión anterior de Yi, las personas de esta visión no le prestaban mucha atención. El forastero se detuvo por un momento y luego continuó con su camino. Quedaban unos cuantos guerreros patrullando el área, irradiando un aire firme de poder. También dejaron que Yi siguiera de largo.

Mientras Yi se acercaba a una muralla al este, el ruido se volvió ensordecedor. Podía escuchar los golpeteos de los tambores de guerra, enfatizados con gritos.

Yi tragó saliva mientras escalaba la muralla y, con cuidado, estiró su cuello para ver qué había al otro lado.

Miles de soldados atestaban una gran plaza abierta. Sobrepasaban con facilidad en número a los habitantes de Wuju. Sus filas estaban tan ordenadas como sus estandartes de guerra y contaban con todo tipo de equipamiento. Algunos de ellos portaban armaduras de acero con púas; otros, pieles gruesas de animales y otros más solo vestían túnicas ligeras de tela. Aunque a primera vista estos soldados parecían ser dispares, los hermanaba un propósito. Golpeaban sus pechos siguiendo el ritmo de los tambores y de sus gritos de guerra.

—Dime, discípulo del Wuju—, preguntó una voz detrás de él. —¿Qué ves?—.

Yi tomó su funda y giró, solo para encontrarse con el espíritu de ojos carmesí parado en la parte inferior de la muralla. Escaló hasta el nivel de Yi y colocó sus manos suavemente sobre la muralla.

—Dime tus primeras impresiones—, dijo el espíritu.

Yi contestaba con sus propias interrogantes. —¿Quiénes son? ¿Por qué me muestras esto?—.

Pero el espíritu no cedía. —La primera palabra—, insistió. —La primera que se te venga a la mente—.

—La primera palabra...—, Yi miró hacia el mar de guerreros una vez más. —Fuerza—, dijo por fin.

—Fuerza. ¿En dónde ves la fuerza?—.

—¿En dónde?—, Yi se rascó la cabeza. —Cada guerrero posee la ferocidad del tigre, la fuerza de los grandes osos. Portan espadas afiladas y armaduras brillantes. Lanzan rugidos a través de estas playas...—.

—Así que eso es lo que ves. Ah, muchacho. Por eso estás aquí—. La expresión del espíritu se ensombreció mientras asentía. Señaló detrás del joven espadachín. —La dirección de tu mirada es errónea. Mientras más duro entrenes, más te alejarás de tu meta—.

Yi dio la vuelta para mirar detrás de él. Pero antes de que pudiera ver algo, el espíritu lo empujó, derribándolo de la muralla hasta caer sobre el suelo, que se encontraba ahora sumamente lejos. Incluso sabiendo que era una visión, Yi no pudo evitar gritar de la impresión.

Apretó los ojos mientras el suelo se apresuraba a chocar contra él.

Cuando volvió a abrirlos, estaba sentado, la niebla espesa se arremolinaba a su alrededor. Llevaba sobre su espalda la canasta de bambú. Supuso que se encontraba de vuelta en Caída de Niebla, pero pellizcó sus lóbulos, debía cerciorarse de que había abandonado la visión. Cuando estuvo satisfecho con su respuesta, miró al cielo.

—¿Por qué no me puede dejar en paz?—. Yi gruñó y presionó el puente de su nariz en señal de frustración. —¿Y de qué diablos estaba hablando?—.

Mientras Yi se limpiaba el sudor de la frente y suspiraba de alivio, Doran emergió cojeando de entre la neblina, sujetando algo entre sus brazos. Miró a Yi de arriba a abajo.

—Oye, muchacho, ¿qué sucedió? ¿Por qué estás sentado?—. El armero sostenía una espada con una forma atípica. Su filo era ondulado y serpenteante. Debía ser la espada flamígera del Placidium que estaba buscando.

—Maestro Doran—, dijo Yi. —Cuando vino aquí con mi maestro, ¿se encontró con algo extraño?—.

—¿Aquí en la niebla?—, Doran entrecerró los ojos. —¿En qué lío te metiste?—.

Sin saber cómo explicárselo, Yi se puso de pie y negó con la cabeza, colgando la canasta de bambú sobre sus hombros. —Solo me preocupa que este no sea un lugar seguro. Desde que llegamos, la niebla se ha vuelto cada vez más espesa—.

—Ah, no tienes por qué preocuparte—, respondió Doran mientras enterraba la espada flamígera en el suelo. —La niebla se dispersará pronto. Y estaremos a salvo siempre y cuando nos marchemos antes de que vuelva a asentarse—.

—¿La niebla se disipará? ¿Por qué?—.

—Cada cuatro estaciones, hay un atardecer durante el cual la niebla se retira. Eso sucede hoy, durante este mismo atardecer—.

En ese preciso momento, Yi se percató de que el aire se templaba. En cuestión de momentos, la niebla se disipó a una velocidad inusitada.

—Esto es...—.

Doran puso un dedo sobre sus labios, indicándole a Yi que permaneciera en silencio. Justo cuando el sol alcanzó el cénit de una montaña distante, todo el valle quedó al descubierto. Yi colocó sus manos sobre su boca e inhaló profundamente, incapaz de creer la escena que se desplegaba frente a él.

—¿Por qué se dispersa la niebla?—. Doran apoyó sus manos sobre la empuñadura de la espada flamígera. —Tal vez los espíritus que viven aquí están conmemorando aquel atardecer crucial, acontecido hace incontables veranos...—.

A lo largo de sus quince veranos, el combate más feroz que Yi había presenciado había sido la lucha entre un cazador y un jabalí. El primero perdió un dedo mientras que el segundo, la cabeza. Hasta donde Yi sabía, Jonia siempre había sido una tierra pura y pacífica, que representaba la armonía. No obstante, lo que se desplegaba frente a él exudaba un aura repugnante. No correspondía en nada con la Jonia que Yi conocía.

Había innumerables espadas clavadas en la tierra. A tan solo diez pasos de donde él estaba, el vasto océano de armas se extendía hasta las faldas de las montañas más alejadas, abarcando todo el valle. En el centro había diez grandes mandobles. De hecho, era incorrecto llamarlos grandes. Eran colosales. Con las puntas de las espadas enterradas bajo tierra, Yi no podía determinar su verdadero tamaño. Tan solo las empuñaduras eran del tamaño de un espadachín corpulento, mientras que las partes que quedaban visibles equivalían a la altura de siete u ocho espadachines, como la gran pagoda de Wuju.

—Este fue el sitio de una batalla antigua—. Doran le dio una palmada en el hombro a Yi. —Los combatientes dejaron sus armas aquí. Los espíritus protegen a todos y cada uno de ellos, ayudándolos a resistir la erosión del tiempo. Con el paso de los eones, esto se convirtió en una tierra sagrada. Conforme el tiempo fue avanzando, aquellos que juraron nunca más participar en actos de violencia y matanzas comenzaron a venir hasta aquí para dejar sus espadas—.

Yi miró a su alrededor. —Nunca antes había escuchado de un lugar como este...—.

—Te estoy hablando de algo que pasó hace mucho, mucho tiempo. Algunas de estas armas son más antiguas que tus antepasados más lejanos. En la actualidad, casi no queda nadie que aún recuerde esta tradición. Y entre aquellos que aún la recuerdan, la mayoría prefiere no perturbar a los espíritus—.

—¿Entonces por qué viene aquí, Maestro Doran?—.

—Se decía que los espíritus de Caída de Niebla bendecían las armas con poder durante el combate. Cuando por fin encontré el camino para llegar hasta aquí, descubrí que la verdad era completamente lo opuesto. Aquella batalla antigua destrozó el equilibrio en este lugar. Por eso, los espíritus en el valle odian la violencia. Si bien sí bendicen las armas, sus bendiciones pierden efecto en el momento preciso en el que las espadas se utilizan para derramar sangre. La mayor parte de los forjadores de espadas dejaron de venir hasta aquí cuando se dieron cuenta de ello. Soy el único que ha podido obtener bendiciones duraderas. ¿Sabes por qué?—.

Yi asintió. —Porque solo forja espadas para los espadachines Wuju y nosotros nos abstenemos de derramar sangre y asesinar—.

—Así es. Por eso me quedé en Wuju. Toda mi vida anhelé crear las mejores espadas en el mundo, pero no para la batalla. Y solo los espadachines Wuju conciben las armas de la misma manera—. Doran hizo un ademán señalando la canasta de bambú que Yi llevaba a la espalda. —Ah, ya puedes bajar eso—.

Entusiasta, Yi retiró la pesada carga de sus hombros.

—Plantaremos esas aquí hoy para que sean bendecidas, incluida la espada que forjé para ti. Luego, recuperaré las espadas que dejé la vez pasada—.

Los dos se adentraron caminando en el valle. Mientras se acercaban al centro del campo de batalla, vieron otros tipos de armas en el suelo. Si bien algunas parecían ser espadas convencionales, o eran demasiado grandes o demasiado pequeñas para que Yi pudiera empuñarlas, mientras que aquellas que sí hubiera podido portar tenían formas que nunca antes había visto. Se maravilló al pensar quiénes pudieron haberlas esgrimido.

—¡Mira! Llegamos. ¡Mi jardín!—.

Doran señalaba hacia donde estaba una espada con un solo filo con una cruceta asombrosa. El arma estaba hecha para un espadachín humano y se veía mucho más nueva que las demás, como si hubiera sido forjada tan solo ayer.

Al inspeccionarla de cerca, Yi se percató de algo que era aún más interesante: un amuleto de papel, atado con un fino hilo rojo, colgaba de la empuñadura. De hecho, unas cuantas espadas en el suelo tenían ese tipo de amuletos de papel también. Los amuletos solían usarse para oraciones y bendiciones. Esta era la primera vez que Yi los veía atados a armas.

Doran extrajo con cuidado la espada de filo único del suelo y retiró el amuleto. Con suavidad, dejó el papel sobre el suelo. Tras inspeccionar la espada, se acercó a otra más y repitió el mismo proceso, como un campesino que recolecta la cosecha.

Como si trasplantara tallos de arroz, pensó Yi. Se arremangó los puños y tomó la empuñadura de una espada larga con un amuleto.

—¡No la toques!—, gritó Doran. —Esa la dejó otro forjador de espadas. Ya lleva aquí un buen tiempo. Déjala en el suelo—.

Yi soltó el arma, pero accidentalmente desató el hilo rojo que unía el amuleto a la empuñadura. Levantó el papel y leyó el texto jonio que tenía escrito: era solo un poema.

Truenos ensordecedores en la primavera,

Lluvias torrenciales en verano,

Vendavales del este en otoño,

Nevada en invierno.

Yi frunció el ceño. —¿Qué es esto?—.

El anciano alzó la mirada mientras abría la canasta. —Es un poema que escribió el forjador de espadas. ¿Qué te parece?—.

Yi lo miró con detenimiento. La habilidad caligráfica del escritor, así como su composición poética estaban por encima de la media. No obstante, se asemejaba más a un brindis que a un poema. —Es certero. ¿Pero cuál es el propósito de escribir poemas aquí?—.

—Escribimos poemas para honrar a los espíritus—. Mientras se arrodillaba, Doran tomó un buen sorbo de agua. Luego, buscó dentro de su bolso y extrajo un pincel caligráfico cubierto en tinta seca. Lo apoyó sobre su lengua. —Si los espíritus en Wuju pueden entender la poesía, ¿por qué no también los espíritus de aquí?—. Doran se acercó a los tres amuletos en blanco que yacían en el suelo frente a él. —Los forjadores de espadas que me pidieron que depositara aquí sus espadas ya me dieron sus amuletos preparados, así que solo tengo que escribir los poemas para las mías—.

—Maestro Doran, ¿usted escribirá los poemas? ¿Quiere decir que, de hecho, estudió poesía?—. Yi se acercó a Doran cuando comenzó a escribir. —Así que me estaba tomando el pelo cuando dijo que no sabía quién era Buxii—.

El artesano lo miró con una sonrisa pícara. Su caligrafía era fluida, con pinceladas atrevidas que se deslizaban a través del papel. Pronto, un verso largo cobró forma.

—Echemos un vistazo—. Yi se inclinó y leyó en voz alta. —Ninguna guerra hoy, solo un sorbo de vino para bajar los huevos de pato. Sabe rico...—. No pudo contener su indignación. —¡Doran! ¡Maestro! ¿Qué está escribiendo?—.

Doran acarició su barba con orgullo. —¿Te gusta?—.

—¡Esto ni siquiera es poesía!—, dijo Yi, haciendo aspavientos. —¡No tiene ritmo ni rima, los versos no tienen ninguna relación y no hay rastros del formato básico de un poema!—.

—La parte más importante del poema es su sentimiento, no la forma—, Doran sonrió mientras apuntaba con el dedo hacia su pecho. —Es el tema del corazón. El ritmo y la rima no son más que florituras que decoran los poemas—.

Yi lo miró fijamente. —Pero... lo que acaba de escribir, ¿en dónde están los sentimientos y los temas?—.

—Esta es mi experiencia de la guerra—. Doran contempló el amuleto. —Cuando seas un anciano como yo, que ha atestiguado el derramamiento de sangre y la muerte, entenderás por qué un sorbo de vino junto con un huevo de pato son digna materia poética—.

Yi alzó una ceja y volteó a ver las demás armas con amuletos. ¿Acaso esos forjadores de espadas también escribían poesía de dudosa calidad?

Se acercó a otra espada y leyó su amuleto. —Horrores infatigables y demonios, junto con males inextinguibles y villanos...—.

Este poema estaba atado a una espada ceremonial, no apta para el combate. Con base en ese verso, Yi sospechó que pertenecía a un juez o a un espadachín errante.

Doran, todavía inmerso en su propia escritura, miró al joven. —Ah, ese lo escribió Laka. Es famosa en el Placidium. Sus espadas cuestan una fortuna—.

Yi nunca había ido al Placidium de Navori, aunque había escuchado que los comerciantes se referían a él como un santuario. ¿Tal vez era un poco más grande que Wuju?

Se acercó a otra espada ceremonial, una que se usó como bastón. Un fresco aroma a menta repelente de insectos emanaba de su manija de madera de teca.

La fe ciega arruina las mentes,

La lealtad ciega arruina a los entes.

Cuando el cuchillo del carnicero golpea el suelo,

Todos acaban malheridos y el ser queda destruido.

Yi iba por la mitad del verso que estaba leyendo cuando Doran lo interrumpió. —Ese ha de ser de Morya. Siempre usa los mejores materiales para los clientes más tacaños: sacerdotes, monjes, personajes de ese tipo. Con cada arma que fabrica se vuelve cada día más pobre. ¡Aún me debe dinero!—.

Doran hizo un gesto con su pincel hacia un sitio cerca de Yi. —¡Ah, claro! ¡Mira ese! ¡Ese es bueno!—.

Yi giró hacia donde estaba la espada que Doran le había señalado. Una gran espada con filo dentado, de cuya empuñadura colgaba un diminuto amuleto azul.

El texto en el amuleto estaba en un idioma extranjero. Yi no pudo leer nada de lo que decía, salvo por la firma al final. Lear, garabateado en jonio.

—Lear es un gran genio. Vive en las islas sureñas e incluso ha estado en Zaun—, dijo Doran.

—¿En dónde está... Zaun?—.

—No preguntes—.

Después de leer un amuleto tras otro, Yi soltó un suspiro aliviado. Al parecer, Doran era la única persona en todo Caída de Niebla que escribía esos poemas tan poco poéticos.

Yi se dirigió al anciano. —Maestro Doran, los textos de los demás por lo menos guardan cierto parecido con la poesía. Usted es el único a quien parece no importarle—.

Doran detuvo su pincel. —¿Que no me importa?—.

—Los sentimientos son importantes, pero un poema se define por su forma—. Yi hablaba con la mayor seriedad posible. —Si va a escribir poesía, debería apegarse a la tradición. Como una muestra básica de cortesía y respeto por los espíritus—.

—Qué interesante—, sonrió Doran. —Alguna vez tu maestro me dijo lo mismo... y ni siquiera era el líder Wuju en ese entonces—.

—Eso es porque ambos somos espadachines Wuju—. Yi infló el pecho con orgullo. —Es parte de nuestro deber cuidar las tradiciones. Como tal, es mi deber decirle que lo que está haciendo está mal—. Yi miró a su alrededor. —No, su poesía no es el verdadero problema. El hecho de que estemos aquí, ese es el problema. Maestro Doran, usted perturba a estos espíritus con su esperanza egoísta de fabricar mejores espadas—.

—Ambos son espadachines Wuju...—, asintió Doran. —¿Qué tanto comprendes del Wuju en realidad?—.

La frustración de Yi por fin se manifestó. Escondió su apretado puño derecho detrás de su espalda y habló con una voz que temblaba con furia contenida.

—En efecto, solo he entrenado a lo largo de cuatro estaciones y apenas comienzo a entender el arte del Wuju. ¿Pero qué sabe usted? Tal vez sea un armero respetable, pero nunca ha atravesado ni un solo día de entrenamiento del manejo de la espada, ¿verdad? ¿Quién es usted para cuestionar mi entendimiento?—.

Doran estaba impávido. —Ah, qué interesante. ¿Por qué tengo que saber en qué consiste el manejo de la espada? Supuestamente eres tú quien debería estar entrenando el día de hoy—.

Sin poder creer lo que estaba escuchando, Yi dio un paso hacia delante. —¿Entrenando? Usted me ha llevado a escalar montañas, descansar, buscar espadas. Así que, ¡¿cuándo se supone que comenzará el entrenamiento?!—.

Doran guardó silencio por un momento, antes de dejar su pincel sobre el suelo. —Tu maestro me dijo que el conocimiento más fundamental no puede enseñarse a través de las palabras. Solo puede aprenderse mediante la epifanía. Fue en este preciso lugar, hace varios años, que encontró las respuestas que había estado buscando—.

El joven se paralizó. El armero se refería a una de las Siete doctrinas fundamentales del Wuju: La flor atrofiada florece mejor bajo la lluvia. Esperó a que Doran continuara con lo que estaba diciendo.

—No tengo idea de cómo entrenan los espadachines Wuju. Por eso te pregunté qué tanto habías comprendido hasta el momento—. Doran se detuvo. —¿O no has aprendido nada en absoluto?—.

Avergonzado, Yi desvió la mirada. —Discúlpeme, Maestro Doran. ¿El Maestro Hurong le contó cómo alcanzó su epifanía?—.

—No le pregunté, pero dejó un poema en aquel tiempo—. Doran señaló detrás de Yi una inmensa espada que se cernía sobre el campo de batalla. —Está en aquella espada por allá—.

Indeciso, Yi se encaminó hacia donde estaba la gran espada. Llena de agujeros y grietas, la gigantesca arma estaba tan rota que era imposible repararla; sin embargo, debido a su gran tamaño, no era tan necesario que tuviera una cuchilla afilada.

Al no encontrar ningún poema, Yi dio unos cuantos pasos al costado para verla mejor. Fue entonces que observó que el arma estaba brillando. Parecía como si la espada estuviera hecha de cristal. Curioso, Yi estiró la mano y tocó ligeramente el brillante resplandor de la luz reflejada.

Parpadeó.

Un rugido estruendoso sacudió el valle mientras la espada colosal salía del suelo.

Yi dio un paso hacia atrás, boquiabierto. Diez gigantes, cada uno del tamaño de una montaña pequeña, se pararon frente a él. Vestían armaduras doradas y cascos extraños. En el lugar que debían ocupar sus ojos, dos esferas centelleantes resplandecían con un brillo siniestro. Sus espadas gigantescas reflejaban los rayos del sol poniente. Ataviados de gala, con poses firmes, eran como dioses descendidos de los cielos.

A la distancia, entre las laderas, otros cincuenta gigantes se acercaban lentamente. Con armas inmensas, se detuvieron y permanecieron de pie en firmes, como si esperaran una orden.

Al escuchar el alboroto detrás suyo, Yi dio la vuelta y se topó con un mar de rostros.

En un principio, parecían ser familiares. Eran aldeanos de Wuju, solo que se veían borrosos, no era posible distinguirlos y habían comenzado a derretirse, como una pintura hecha con acuarela bajo la lluvia.

Pero luego, sus facciones se volvieron más nítidas y Yi se dio cuenta de que estas personas no se parecían en nada a quienes había conocido en el pasado. Estos seres tenían plumas por toda la espalda, o solo tres dedos, o piel de color verde. Eran altos y se encontraban en forma. Sus vestimentas eran coloridas. Algunos parecían tener escamas refulgentes que adornaban sus complexiones ágiles.

Se quedó perplejo. —¿Qué... qué son?—, susurró.

Yi no supo en qué momento el espíritu que se parecía a Doran había aparecido junto a él, pero ahí estaba, respondiendo fríamente con su mirada carmesí. —Los llamaste... nos llamaste... los Vastayashai'rei—.

Yi nunca antes había escuchado ese nombre tan largo y complicado. Miró al espíritu, cuyo atuendo lo hacía parecer una grulla parada sobre sus dos patas.

El espíritu hizo un gesto hacia los Vastayashai'rei. —Fuimos los vencedores de esta batalla—.

La mirada de Yi se posó sobre el ejército de gigantes. —¿Cómo fue posible que le ganaran a estos monstruos?—.

El espíritu no respondió.

Diez sabios —o aquellos a quienes Yi consideró que eran los sabios de esos seres extraños— emergieron entre las filas de los Vastayashai'rei. Una de ellos avanzó hasta llegar al frente. Colocó una palma sobre la otra y alzó los brazos sobre su cabeza. De golpe, azotó sus manos contra el suelo y todo el valle se sacudió. Una grieta se abrió en dirección a los gigantes. Ahora, un abismo profundo separaba a los dos ejércitos.

En simultáneo, los otros nueve sabios invocaron su magia. Algunos comenzaron a bailar mientras otros permanecieron sentados con las piernas cruzadas; aullaban efusivamente y una capa premonitoria de nubes oscuras descendía sobre el campo de batalla. Los truenos rugían mientras los relámpagos destellaban en el cielo. De pie en el borde de la grieta, otro sabio conjuró una aglomeración de enredaderas; de la tierra brotaron marañas enormes que se entretejían para formar una pared tan alta como seis espadachines.

Semejante poder sobre los elementos solo existía en los mitos. Yi sabía que era una visión, pero no podía evitar sentirse sorprendido.

—¿Qué ves ahora?—, preguntó el espíritu. —¿ Esto es fuerza?—.

Yi asintió. —Sí, esto es la fuerza—.

—Sin embargo, no estamos ataviados en armaduras robustas ni tenemos armas poderosas; tampoco estamos gritando con el fervor de un ejército sediento de sangre. ¿En dónde ves la fuerza?—.

—Están conjurando vientos e invocando tormentas, así como también partiendo la tierra misma. Si eso no es la fuerza, no sé qué es—.

El espíritu señaló a los gigantes. —Me preguntaste cómo alguien podía ganar una batalla contra estos monstruos. La pregunta debería ser: ¿cómo es que estos gigantes se atreven a enfrentarse a los poderes divinos que crearon esta misma tierra?—.

Los monstruos se mostraban impávidos ante el dominio de la magia de los Vastayashai'rei. Echaron hacia atrás sus cabezas y aullaron con regocijo. Luego, los diez gigantes líderes alzaron sus espadas inmensas y se lanzaron a la carga. Solo con su tamaño parecían una cordillera que se estrellaba contra los Vastayashai'rei.

A pesar de ello, los Vastayashai'rei no flaquearon. Los sabios avanzaron mientras las filas detrás de ellos los siguieron. Algunos de ellos se inclinaron para luego saltar hacia delante, transformándose en vulkodalks, reptiles escamosos y lobos. Las bestias pasaron a toda velocidad junto a Yi. Otros más se elevaron por el aire, adquiriendo formas aviares mientras sobrevolaban el cielo como flechas. En un segundo, los Vastayashai'rei se convirtieron en una estampida que cazaba a su presa.

Los gigantes eran sorprendentemente ágiles. Cruzaron de un salto la grieta, atravesando con facilidad el muro de enredaderas que había tras ella, y se lanzaron directo en contra de la manada de bestias.

Cada movimiento de sus espadas era una fuerza imparable. La vanguardia de los guerreros aviares se precipitó en oleadas. Decididos, sus compañeros batieron las alas y conjuraron espadas encantadas de viento en contra de sus enemigos. Sus cortes eran líneas rojas superficiales en los huecos que había entre su armadura. Si bien estos golpes hubieran partido a la mitad a una persona común, apenas lograron disminuir la velocidad de los gigantes.

La infantería de los Vastayashai'rei era igual de temeraria. Algunos reptiles escamosos fueron a la carga contra los gigantes, usando su corpulencia para derribarlos, mientras que los vulkodalks desgarraron a sus enemigos con cuernos y dientes afilados.

De la tierra eran arrancados inmensos árboles, afilados como estacas, sus ramas chasqueaban como látigos. Los truenos se agitaban y una masa de relámpagos golpeó con furia divina, abriendo cráteres en el suelo. Esta escena apocalíptica no logró disuadir a los gigantes. Mientras las enredaderas se enroscaban en sus pies y las bestias trepaban por sus cuerpos, incluso derribando y matando a algunos, no dejaron de luchar, aullar y seguir adelante. Parecían más osados, con una motivación creciente. Pisoteaban incontables cadáveres mientras desgarraban una abertura en las filas del ejército bestial.

El olor a sangre permeó el aire, su sabor fuerte parecía real.

En ese momento, un gigante notó la presencia de Yi. Con un destello en sus ojos feroces, el monstruo se dirigió rápidamente hacia él. Anonadado, el joven espadachín dio un paso hacia atrás, adoptando una postura defensiva.

Mientras el gigante se cernía sobre él, el espíritu posó una mano sobre la funda de la espada de Yi.

—Vientos y lluvia. Trueno y relámpago. Avalanchas. Incluso el cuerpo mismo. No son más que formas. Si logras encontrar su esencia, todas las formas están a tiro de piedra. Eso también incluye imbuir tu espada con poder—.

Mientras el espíritu hablaba, las pisadas del gigante disminuyeron su velocidad, al igual que los ataques de los Vastayashai'rei. Incluso los relámpagos se volvieron lentos. Todo alrededor de Yi se paralizó.

El entendimiento finalmente llegó a él. —Te refieres a...—.

—El estilo Wuju—. El espíritu asintió. —El estilo Wuju extrae poder del reino espiritual. De esa misma manera los Vastayashai'rei cambian sus formas y manipulan los elementos. La única diferencia radica en la cantidad de poder que usan. No sé quién fundó el estilo Wuju, pero debe haber sido un mago formidable—.

—¡Eso es imposible!—, exclamó Yi. —Somos espadachines, no magos—.

—¡Formas! No importa si son conocidos como magos, sacerdotes o monjes. Esas son solo formas adoptadas—, dijo el espíritu, exasperado. —El corazón del Wuju es la magia. El corazón de la escuela Wuju está formado por las personas que hacen uso de esa magia. Cada postura marcial, cada poema, cada meditación que has estudiado, todo eso existe gracias a esta magia—.

Yi quería contradecir al espíritu (¡la precisión en las formas era una parte esencial del Wuju!), hasta que se dio cuenta de que esto no era un debate. Era evidente que el espíritu lo estaba guiando a través del arte Wuju. ¡Este debía ser el entrenamiento del que había hablado su maestro!

—¿Entonces cómo uso esta magia?—, dijo Yi. —Si no tengo problemas con mi manejo de la espada ni con la meditación, entonces, ¿por qué fracaso al tratar de tomar poder del reino espiritual?—.

—El problema yace precisamente en tu manejo de la espada y tu meditación—.

El espíritu tomó la empuñadura de la espada de Yi y extrajo el arma sin filo, alternando varias posturas con la gracia de un maestro. Yi supuso que le enseñaría unos cuantos movimientos, pero en cambio, el espíritu partió la espada en dos y la lanzó al suelo.

—La espada no es la portadora de la magia. Eres tú. Al concentrarte de más en tu manejo de la espada y en la meditación, diriges toda tu atención a estas formas inútiles. Es exactamente por eso que te falta el instinto que todo espadachín Wuju debe tener—.

—No entiendo—.

—Olvídate de la espada. Olvídate del enemigo. Olvida todas las lecciones de tu maestro—, dijo el espíritu. —Incluso en el momento de contacto con el reino espiritual, olvida que estás meditando. Deja de preguntarte si cada movimiento es correcto o erróneo—.

De pronto, la batalla rugió de vuelta al caos. El gigante incrementó la velocidad al retomar su avance hacia Yi, alzando su espada. Solo tenía su funda de madera consigo para defenderse.

—Ahora es tu turno—. El espíritu dio un paso hacia atrás. —Pregúntate: ¿cómo vencerás a un enemigo cuya fuerza es inmensamente superior a la tuya?—.

Yi tomó su funda como si fuera una espada y alistó su postura, respirando entrecortadamente.

Los pasos del gigante sacudían el suelo. Esto es solo una visión, Yi se repetía a sí mismo, aunque batallaba por estabilizar su respiración.

Sintió cómo la magia del reino espiritual brotaba a su alrededor, como un río majestuoso. En el pasado, cuando había tratado de extraer su poder hacia su espada, lo había eludido.

Sin embargo, la espada solo era una forma. Al igual que esa funda.

Al igual que yo.

¿Cómo venceré a un enemigo cuya fuerza es inmensamente superior a la mía?

Convirtiéndome en el río.

El monstruo balanceó su espada para asestar un gran golpe.

Instintivamente, Yi alzó su funda para bloquear el ataque. Cuando la funda colisionó contra la espada, la fuerza del impacto reverberó por todo su cuerpo. Sin embargo, permaneció de pie. No solo había soportado el golpe, sino que su endeble funda de madera había conseguido hacerle una muesca a la colosal arma del gigante.

Motivado, Yi cambió su postura, blandió la funda en diagonal con respecto a la espada y le asestó un tajo en su superficie. El gigante dudó por un momento y retiró su espada para examinarla. Tras ver el daño infligido a su arma, bramó furioso y sorprendido. Sus feroces globos oculares comenzaron a apagarse bajo su casco.

Yi tampoco podía creer lo que estaba pasando. Con suavidad, pasó su dedo índice a lo largo de la funda. No tenía ni un solo golpe, ni una sola astilla, pero cortó la punta de su dedo como si fuera una cuchilla afilada.

—¿Puedes sentirlo?—. El espíritu dio un paso al frente y sujetó la mano de Yi, alzando su dedo ensangrentado. —¿Sientes el poder que está bajo tu control?—.

Asintió.

—Recuerda esta sensación y dirígela desde la planta de tus pies hacia tu objetivo—. El espíritu señaló al gigante. —Ataca con tu corazón y con tu cuerpo, no con tu espada—.

A pesar de que el espíritu aún hablaba con el idioma de las formas, Yi ahora lo comprendía todo.

El espíritu retrocedió en el momento en el que el gigante atacó una vez más. En esta ocasión, se arrodilló. Blandió su espada a ras de suelo, como si fuera una guadaña segando la cosecha.

Ahora Yi se encontraba sumamente concentrado. Contuvo su respiración, se colocó sobre una sola rodilla y alzó los brazos sobre su cabeza, protegiendo su torso con la funda. Nunca antes había comprendido la importancia de esta postura durante su entrenamiento, pero ahora lo entendía todo con gran claridad.

Justo cuando la espada del gigante estaba por estrellarse contra él, Yi saltó para incorporarse, con su arma frente a sí. Se abalanzó con la fuerza de un tsunami, arrojándose contra el ataque del gigante, con la funda deslizándose hacia la espada.

Cuando Yi finalizó su postura y guardó su arma, la mitad cercenada de la espada del gigante cayó de golpe al suelo como una cometa con la cuerda cortada.

Impulsado por su ímpetu, el gigante se estrelló contra el suelo. En el momento en que comenzaba a ponerse de pie, un relámpago cayó sobre su espalda y docenas de Vastayashai'rei se arremolinaron sobre él. En los ojos del monstruo había furia... y miedo.

Yi miró sus manos y negaba con su cabeza, sorprendido. —¡Siento como si pudiera partir en dos una montaña!—.

El espíritu asintió. —Ninguna armadura puede soportar los ataques de los maestros espadachines Wuju. Siempre y cuando consigas extraer suficiente poder, podrás desgajar montañas, bosques e incluso el mundo entero—.

Yi estaba tan emocionado que apretó su puño y casi comenzó a bailar. Al ver su reacción, el espíritu rápidamente aclaró su garganta. —Pero recuerda, todo esto es una visión—.

—Eh, sí, por supuesto—. Yi frunció el ceño. Qué extraño que un espíritu dijera eso.

—Hay un límite con respecto a la cantidad de poder que los seres humanos pueden extraer del reino espiritual. Entonces...—. Una sonrisa apareció en el rostro del espíritu. —Si en la vida real llegaras a enfrentarte a un oponente como este, te recomiendo huir. Probablemente falles al tratar de rebanarle siquiera una uña del pie—.

—Claro—. Yi rascó la parte trasera de su cabeza. —Entiendo—. Después de todo, Bahrl era un sitio tranquilo. No tendría ninguna necesidad de destrozar a ese tipo de enemigos.

—He conocido a muchos discípulos Wuju, pero tú eres excepcional. No desperdicies tu vida en busca de esfuerzos inútiles—. El espíritu posó sus manos con suavidad sobre los hombros de Yi, evaluándolo. —Te enseñaré una cosa más, si quieres—.

Los ojos de Yi brillaron. —¡Sí!—.

—Creciste en Bahrl, así que...—.

De pronto, Yi estaba de vuelta de nuevo en Caída de Niebla, mirando la inmensa espada enterrada en el suelo.

Estaba empapado: era agua de la bota de Doran, la cual le acababa de lanzar al rostro.

—Te sacudí un par de veces sin tener éxito, así que tuve que recurrir a esta opción—. Doran sonrió al entregarle la bota de agua a Yi. —Ven, toma un poco de agua. Te sentirás mejor—.

Yi miró al cielo y soltó un largo suspiro. —¡Cielos! ¡Maestro! ¡¿No pudo haber esperado un minuto más?!—.

—¿Eh?—, dijo Doran. —¿Estabas a punto de matar al gigante o qué?—.

—Estaba a punto de aprender...—, Yi se paralizó. —¡Espere! Maestro Doran, usted... usted también conoce esta visión, ¿verdad? ¿La batalla contra los gigantes?—.

—Escuché a tu maestro hablar de ello. Al parecer, los espadachines Wuju son los únicos que pueden tener ese tipo de visiones en este lugar—. Doran se inclinó hacia delante. —Te ves emocionado. ¿Supongo que descubriste algo?—.

Yi bajó su mirada hacia su funda y desenvainó su espada sin filo. Se detuvo frente a la espada gigantesca, cerró los ojos e inhaló profundamente, con la devoción de un sacerdote rezando. Después de unos momentos, alzó su espada y la blandió. La magia corrió a través del arma. Tal fue su fuerza que perforó la espada del gigante. Solo quedó un fragmento en la tierra.

Doran exhaló profundamente. —¡Vaya!—.

—¿Qué le pareció?—, una sonrisa casi engreída se dibujó en el rostro de Yi.

—¿Con quién estuviste hablando?—, preguntó Doran, alzando una ceja.

Yi estuvo a punto de decirle que era un espíritu parecido a él, pero de pronto la inspiración se apoderó de él. —¡Maestro Doran! ¿Me prestaría su pincel?—.

Doran fue a buscar el pincel empapado en tinta y se lo entregó a Yi. —¿Por qué? ¿Escribirás un poema sobre tus sentimientos, tal y como lo hizo tu maestro?—.

Yi contempló el pincel entre sus manos antes de volver a acercarse al resto de la espada del gigante en el suelo. Antes de empezar, pasó su palma sobre el fragmento y observó lo que parecían ser rastros de tinta. El viento y la lluvia habían borrado todos los indicios de cualquier caligrafía que alguien hubiera escrito allí. Pero eso no tenía importancia. Lo que fuera a escribir no estaba destinado a ser leído por los ojos de otros visitantes.

—El poema que mi maestro escribió no era sobre sus sentimientos—, dijo Yi mientras trazaba la primera palabra. —Era sobre su gratitud—.

Para cuando Yi terminó de escribir, Doran ya había empacado las espadas en la canasta de bambú y estaba por cargarla sobre sus hombros. Yi se apresuró a levantar la carga, pero Doran lo detuvo.

—La llevaré yo. Mal que mal, terminaste con tu entrenamiento por hoy—.

Yi asintió. Miró las espadas que Doran dejaba atrás para ser bendecidas.

—Maestro, ¿cuál es mi espada?—.

—Ninguna de esas. La espada que había forjado para ti será para un discípulo más joven—.

—¿Qué?—, Yi no podía creerlo. —¿Más joven? ¿Quién?—.

Doran resopló, dio la vuelta y se alejó, dejando atrás a Yi.

Yi corrió tras él. —Pero, ¿por qué, maestro?—.

El anciano armero suspiró entretenido y murmuró unas cuantas palabras que solo él pudo escuchar.

—Ya no es digna de ti, muchacho—.

Referencias[]

  1. REDIRECCIÓN Plantilla:Listaref
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