
Historia corta • 34 Minutos de lectura
Mareas de Fuego: Primer Acto
Por Scott Hawkes, George Krstić, Anthony Reynolds Lenné, John O'Bryan
Los muelles del matadero de Pueblo Rata, un lugar tan maloliente como su nombre lo sugiere.
Protagonizada por: Gangplank,
Graves,
Miss Fortune,
Twisted Fate
Lore[]
Los muelles del Matadero, el encargo, un viejo amigo[]
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Narrado por | .
Los muelles del matadero de Pueblo Rata, un lugar tan maloliente como su nombre lo sugiere.
Sin embargo aquí estoy, oculto entre las sombras, respirando el hedor a sangre y vísceras abiertas de las serpientes marinas.
Me sumerjo más en la oscuridad, ocultando mi rostro con el ala del sombrero. Miembros de los Ganchos Dentados, armados hasta los dientes, rondan en las cercanías.
Su fama de salvajes los precede; seguro me derrotarían en una pelea justa. Solo que jugar limpio no es lo mío, y no estoy aquí para pelear. No esta vez.
¿Entonces, qué hago aquí, en uno de los rincones más sucios de toda Aguasturbias?
Pues el dinero. ¿Qué más podría ser?
El encargo es una jugada arriesgada, lo sé; pero no podía dejar pasar una recompensa de ese tamaño. Además, me aseguré de que las cartas jueguen a mi favor.
No pienso quedarme por mucho tiempo. Entraré y saldré de aquí, tan raudo y silencioso como me sea posible. Cuando termine, cobraré lo que me corresponde y desapareceré con el sol. Si todo sale bien, estaré de camino a Valoran antes de que se hayan dado cuenta de que la maldita cosa ya no está.
Los matones doblan en la esquina del enorme cobertizo del matadero. Eso me da dos minutos antes de que regresen. Tiempo de sobra.
La luna plateada se oculta tras un manto de nubes al tiempo que el muelle se cubre de sombras. Hay cajas desperdigadas por todo el puerto tras la jornada de hoy. Son perfectas para ocultarse.
Veo guardias apostados en la bodega principal. Sus siluetas vigilantes cargan ballestas. Cuchichean en voz alta, como esposas de pescadores. Ni aun con campanas en la ropa alguno de estos cretinos me hubiera escuchado.
Creen que nadie sería tan tonto como para venir por aquí.
Un cadáver hinchado cuelga por encima, para que todos lo vean. El bulto gira lentamente con la brisa nocturna que recorre la bahía. Es... desagradable. Un gancho enorme, como los que se usan para cazar mantas, mantiene el cuerpo en el aire.
Tras cruzar unas cadenas oxidadas por la humedad de las piedras, llego a un par de imponentes grúas, que llevan a las criaturas marinas gigantes a los cobertizos del matadero para faenarlas. De ahí proviene el olor nauseabundo que impregna cada rincón de este lugar. Tendré que comprar ropa nueva cuando termine con esto.
Al otro lado de la bahía, más allá de las aguas cebadas de los muelles del matadero, un grupo de barcos echa anclas mientras sus linternas se mecen con el vaivén del agua. Una embarcación me llama poderosamente la atención: un gigantesco galeón de guerra, de velas negras. Sé quién es el dueño; todo el mundo en Aguasturbias sabe quién es el dueño.
Me detengo a saborear el momento. Estoy a punto de robarle al hombre más poderoso de la ciudad. Siempre es emocionante mirar a la muerte a los ojos y escupirle en la cara.
Como era de esperarse, la bodega principal está tan cerrada como las piernas de una noble doncella. Hay guardias fijos en todas las entradas, y cerraduras y barrotes en las puertas. Si no se tratara de mí, diría que es imposible penetrar este lugar.
Me escabullo por un callejón al otro extremo de la bodega. No tiene salida ni es tan oscura como hubiera preferido. Si sigo aquí cuando la patrulla regrese, me verán. No hay duda. Y si me capturan, mi última esperanza será una muerte rápida. Lo más probable es que me lleven con él... donde mi fin sería mucho más lento y doloroso.
El truco, como siempre, está en no dejarse atrapar.
Escucho pasos. Los matones volvieron antes de tiempo. Con suerte me quedan un par de segundos. Saco una carta de la manga y la deslizo entre mis dedos sin pensarlo, algo tan natural en mí como respirar. Esta es la parte sencilla; lo que viene a continuación es lo delicado.
Doy rienda suelta a mi mente y la carta comienza a resplandecer. Siento la presión a mi alrededor; la posibilidad de llegar a cualquier lado casi me doblega. Entrecierro los ojos y pienso en el lugar al que debo llegar.
De pronto siento un vuelco en el estómago que me resulta conocido, justo al desplazarme. En un instante, el aire se mueve conmigo y entro a la bodega. Sin dejar rastro.
Me sorprende lo bueno que soy.
Afuera, si uno de los Ganchos Dentados mirara hacia el callejón, vería tan solo una carta cayendo al suelo. Es probable que ni eso.
Orientarme me toma unos instantes. El tenue brillo de las linternas se cuela a través de las grietas de los muros. Mis ojos se ajustan a la luz.
La bodega está repleta hasta el tope de tesoros traídos de los Doce Mares: armaduras resplandecientes, obras de arte exóticas y sedas brillantes. Hay muchos objetos de valor, pero estoy aquí por otra cosa.
Desvío mi atención a las compuertas de carga al frente de la bodega, donde deben tener los últimos embarques. Toco cada paquete y embalaje con los dedos hasta toparme con una cajita de madera. Puedo sentir el poder que emana de su interior; esto es lo que me trajo hasta aquí.
Abro la tapa.
Mi premio está a la vista. Es una daga magnífica, que reposa en una cama de terciopelo negro. Me dispongo a tomarla, cuando…
Ch-chom.
Quedo petrificado. El sonido es inconfundible.
Antes de que pronuncie una sola palabra, sé quién es la persona a mis espaldas.
—Fate —dice Graves, entre penumbras—. Tanto tiempo.
La espera, reunión, fuegos artificiales[]
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Llevo horas aquí. Habrá quienes no puedan quedarse quietos por tanto tiempo. Yo, en cambio, tengo mi ira para hacerme compañía. Y no pienso irme de aquí hasta ajustar cuentas.
Bien pasada la medianoche, la serpiente finalmente aparece en la bodega. Como siempre, de la nada y recurriendo al mismo viejo truco de magia. Preparo mi escopeta, listo para reventarlo de un plomazo. Después de pasarme años enteros buscando a este traidor hijo de perra, aquí lo tengo, frente a mis ojos, a merced del cañón de Destino.
—Fate —digo—. Tanto tiempo.
Había preparado una mejor frase para la ocasión. Curioso que la haya mandado al diablo apenas lo vi frente a mí.
¿Y Fate? Su rostro no decía nada. No había ni miedo ni arrepentimiento. Ni siquiera un dejo de sorpresa, incluso con un arma cargada apuntándole en la cara. Maldito sea.
—Malcolm, ¿cuánto tiempo llevas parado ahí? —me pregunta, con un dejo de sonrisa en su voz que solo logra enfurecerme más.
Apunto. Puedo apretar el gatillo y dejarlo más muerto que una rata en el mar.
Es lo que debería hacer. Pero aún no. Necesito escuchar que lo diga.
—¿Por qué lo hiciste? —le pregunto, sabiendo perfectamente que saldrá con alguna respuesta ingeniosa.
—¿Es necesaria el arma? Pensé que éramos amigos.
Amigos. Este desgraciado se está burlando de mí. Lo único que quiero hacer ahora es arrancarle su petulante cabeza, pero debo mantener la calma.
—Te ves tan elegante como siempre —me dice.
Agacho la cabeza para ver las mordidas de peces navaja en mi ropa; tuve que nadar para evitar a los guardias. Desde que amasó un poco de fortuna, Fate se obsesiona con la apariencia. No puedo esperar a estropearle al atuendo. Pero primero necesito respuestas.
—Dime por qué me dejaste cargando con la culpa, o van a recoger los trozos de tu linda cara de entre las balsas —esta es la forma en que tienes que hablarle a Twisted Fate. Si le das la menor oportunidad, te comenzará a enredar con sus palabras hasta que no sepas dónde ha quedado tu cabeza.
Su escurridiza forma de ser nos fue bastante útil cuando éramos socios.
—Diez condenados años, ¡encerrado! ¿Sabes cómo termina un hombre después de algo así?
No, no lo sabe. Por primera vez, no tiene algo ingenioso que decir. Sabe muy bien que me traicionó.
—Me hicieron cosas que habrían enloquecido a cualquier otro hombre. Solo la ira me mantuvo en pie. E imaginar este momento, justo ahora. Es entonces cuando llega la respuesta ingeniosa:
—Así que… fui yo quien te mantuvo con vida. Quizás deberías darme las gracias.
Esa es la gota que derrama el vaso. Estoy tan furioso que apenas puedo mirarlo. Quiere provocarme. De ese modo, cuando la ira me haya enceguecido, él ya se habrá esfumado. Respiro hondo e ignoro la carnada. Le sorprende que no muerda el anzuelo. Esta vez, no me iré sin una respuesta.
—¿Cuánto te pagaron por entregarme? —rujo.
Fate se queda en su sitio, sonriendo. Está tratando de ganar tiempo.
—Malcolm, me encantaría conversar de esto contigo, pero este no es el momento ni el lugar.
Casi demasiado tarde noté una carta bailando entre sus dedos. Espabilo y presiono el gatillo.
PUM.
Descartada. Por poco y también le vuelo la mano.
—¡Idiota! —me ladra. Por fin hice que perdiera los estribos—. ¡Acabas de despertar a toda la maldita isla! ¿Tienes idea de quién es el dueño de todo esto?
No me importa.
Preparo el segundo disparo. Apenas logro ver sus manos moviéndose cuando sus cartas explotan alrededor mío. Respondo con tiros, sin tener claro si lo quiero muerto o moribundo.
Antes de volver a dar con él entre el humo, mi ira y la lluvia de astillas, alguien abre una puerta de una patada.
Una multitud de matones entra rugiendo para aumentar la dosis de confusión que ya impera en todo el lugar.
—¿Estás realmente seguro de que quieres hacer esto? —me pregunta Fate, listo para lanzarme otro manojo de cartas.
Asiento con la cabeza y me preparo para disparar.
Es tiempo de saldar cuentas.
Comodines, alarma, juego de manos[]
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El asunto se complica. Rápido.
Toda la bodega está plagada de Ganchos Dentados, pero a Malcolm le importa un bledo. Lo único que le interesa soy yo.
Siento venir el siguiente tiro de Graves hacia mí, lo esquivo. El sonido de su arma es ensordecedor. Una caja explota justo en el lugar donde estaba yo medio segundo antes.
Creo que mi socio de antaño intenta matarme.
Doy un salto acrobático sobre una pila de marfil de mamut mientras lanzo un trío de cartas en la dirección de mi perseguidor. Me agacho para esconderme antes de que den en el blanco, listo para encontrar una salida. Solo necesito un par de segundos.
Aunque maldice en voz alta, las cartas apenas logran retrasarlo un instante. El muy bastardo siempre ha sido un hueso duro de roer. Uno bastante obstinado. Nunca ha sabido dejar el pasado atrás.
—No te vas a escapar, Fate —dice con un gruñido—. No esta vez.
No hay duda. Su encanto no ha cambiado un ápice.
Pero se equivoca, como de costumbre. Me iré de aquí tan pronto encuentre una salida. No tiene sentido hablar con él cuando lo único que quiere es desquitarse.
Otro disparo. Una bala rebota en una armadura demaciana invaluable para luego incrustarse en los muros y en el piso. Me muevo de izquierda a derecha, zigzagueando y amagando, corriendo de principio a fin. Graves me persigue bramando sus amenazas y acusaciones, con su escopeta ladrando implacable en sus manos. Para ser un hombre grande, es rápido. Casi lo había olvidado.
Y no es mi único problema. Con todos sus gritos y disparos, el muy idiota desató un avispero de guardias. Los Ganchos Dentados nos tienen acorralados. Son lo suficientemente astutos además para haber dejado a algunos de sus hombres protegiendo la puerta principal.
Necesito salir de aquí, pero no me iré sin lo que vine a buscar.
Arrastro a Graves por toda la bodega hasta llegar a mi punto de partida, un poco antes de que él lo haga. Hay Ganchos entre mi premio y yo, y vienen más en camino. No hay tiempo que perder. La carta en mi mano brilla al rojo vivo. La lanzo justo al centro de las puertas de la bodega. La detonación revienta las bisagras y dispersa a los Ganchos. Me muevo en esa dirección.
Uno de ellos se recupera antes de lo que esperaba e intenta golpearme con un hacha de mano. Me balanceo para esquivar el golpe y le doy una patada en la rodilla mientras lanzo otra baraja de cartas a sus amigos para mantenerlos a raya.
Con el camino ya despejado, me apodero de la daga ornamentada que vine a robar y la engancho en mi cinturón. Después de tantos problemas, que al menos me paguen.
Las compuertas de carga, abiertas de par en par, llaman por mí. Pero hay demasiados Ganchos amontonados. No hay forma de salir, así que decido quedarme en la única esquina silenciosa que resta en esta casa de orates.
Una carta corre entre mis dedos cuando me alisto a cambiar de sitio. Sin embargo, justo cuando empezaba a alejarme, Graves aparece, acechándome como un perro rabioso. La culata de Destino retrocede y reduce a un Gancho Dentado a pedazos.
La mirada de Graves se dirige a la carta que resplandece en mi mano. Sabiendo lo que significa, apunta el cañón humeante de su pistola hacia mí. Me veo obligado a moverme, a interrumpir mi concentración.
—No puedes correr para siempre —dice rugiendo tras de mí.
Hay que admitir que no es un idiota. No me concede el tiempo que necesito.
Me está sacando de foco, y solo pensar en que los Ganchos podrían atraparme, ya me está afectando. Su jefe no tiene fama de misericordioso.
Mi cabeza se llena de pensamientos. Entre ellos distingo la sensación de que alguien me ha tendido una trampa. Me ofrecen un encargo sencillo de la nada, cuando más lo necesito y, sorpresa, me encuentro a mi viejo socio en el lugar del atraco, esperándome. Alguien mucho más listo que Graves ha querido verme la cara.
No puede pasarme a mí esto. Me daría un puñetazo por ser tan descuidado, pero hay todo un muelle lleno de gigantones listos para hacerlo por mí.
En este momento, lo único que importa es largarme de aquí como sea. Dos estallidos de esa condenada escopeta de Malcolm hacen que salga volando. Mi espalda termina chocando contra una polvorienta caja de madera. La saeta de una ballesta se aloja en la madera podrida justo detrás de mí, a centímetros de mi cabeza.
—No hay salida, mi estimado —me grita Graves.
Miro a mi alrededor. El fuego de la explosión está llegando al techo. Puede que tenga razón.
—Nos traicionaron, Graves —le grito.
—Tú debes saber mucho de eso —me responde.
Intento razonar con él.
—Si trabajamos juntos, podemos salir de esta.
Debo estar desesperado.
—Preferiría que los dos muriéramos aquí antes de confiar en ti otra vez —gruñe.
No esperaba menos. Intentar que entre en razón solo aumenta su enojo, que es justo lo que necesito. La distracción me da el tiempo suficiente para salir de la bodega.
Puedo escuchar a Graves adentro, gruñendo. Sin duda fue a revisar el sitio donde estaba, sin encontrar nada más que una carta a modo de provocación.
Lanzo un sinfín de barajas a través de las compuertas de carga detrás de mí. Demasiado tarde para andarme con sutilizas.
Me siento mal por un instante, por dejar a Graves en un edificio en llamas. Pero lo conozco; sé que esto no acabará con él. Es demasiado obstinado como para dejarse matar así. Además, un incendio en el muelle es cosa seria en un pueblo porteño. Todo esto podría darme algo de tiempo.
Mientras busco la forma más rápida de salir de los muelles del matadero, el sonido de una explosión me hace levantar la cabeza.
Es Graves, que aparece a través de un agujero creado por él mismo tras hacer explotar un costado de la bodega. Tiene la mirada de asesino.
Lo saludo con el sombrero y me echo a correr. Me persigue disparando su escopeta.
Tengo que admirar la determinación de este tipo.
Con suerte, no me matará esta noche
Tallado en hueso, lección de fuerza, un mensaje[]

Los ojos del joven pilluelo estaban bien abiertos y asustados conforme se iba acercando a los aposentos del capitán.
Fueron los gritos agónicos que venían de la puerta al final del pasadizo los que hicieron que empezará a pensarlo dos veces. Los alaridos que hacían eco a través de las cubiertas claustrofóbicas del enorme buque de guerra negro podían ser escuchados por cualquier miembro de la tripulación a bordo del Masacre. Justo lo que el capitán quería.
El primer oficial, con el rostro poblado de cicatrices, había puesto la mano sobre el hombro del chico para reconfortarlo. Se detuvieron frente a la puerta. El chico se estremeció mientras otro lamento atormentado se escuchaba desde adentro.
—Firme —dijo el primer oficial—. Al capitán le interesará escuchar lo que tienes que decir.
Después de oírlo decir eso, golpeó la puerta intensamente. Un momento después, una mole con tatuajes en el rostro que llevaba una espada curva y amplia en la espalda abrió la puerta. El chico no escuchó las palabras que se decían los dos hombres. Su mirada estaba puesta en la figura corpulenta sentada de espaldas a él.
El capitán era un hombre voluminoso y de mediana edad. Su cuello y sus hombros eran gruesos, semejantes a los de un toro. Se había arremangado y sus antebrazos estaban completamente empapados en sangre. Un gabán rojo colgaba de un perchero cercano, junto a su tricornio negro.
—
—dijo el pilluelo en un respiro, con la voz llena de miedo y pavor.—Capitán, me imaginé que querría escuchar esto —dijo el oficial.
Gangplank no dijo nada ni miró hacia ninguna parte, decidido a seguir con su trabajo. El marino lleno de cicatrices dio un empujón al niño, quien tambaleó antes de recuperar el equilibrio y se tropezó unos pasos que lo acercaron al capitán del Masacre, como quien se aproxima al borde de un acantilado. Su respiración se iba acelerando a medida que contemplaba la obra del capitán.
Había varios cuencos con agua ensangrentada en el escritorio de Gangplank, junto a un grupo de cuchillos, ganchos e instrumentos quirúrgicos.
En su mesa de trabajo yacía un hombre, atado firmemente con correas de cuero. Lo único que podía mover era su cabeza. Miraba a su alrededor con una desesperación desgarradora, el cuello estirado y el rostro cubierto de sudor.
La mirada del muchacho se dirigió irremediablemente a la pierna izquierda, que había sido desollada. El chico de pronto se dio cuenta de que no podía recordar la razón que lo había llevado hasta ahí.
Gangplank interrumpió su labor para contemplar al visitante. Sus ojos eran igual de fríos y sin vida como los de un tiburón. Sostenía un cuchillo alargado en una mano, apoyado con delicadeza entre sus dedos como si fuera un fino pincel.
—La talla en hueso es un arte en extinción —dijo Gangplank, mientras volteaba de nuevo a ver su obra.— Son pocos hoy en día los que tienen la paciencia necesaria para tallar un hueso. Toma tiempo. ¿Lo ves? Cada corte cumple un propósito.
De algún modo, el hombre seguía vivo a pesar de la herida en su pierna. Le habían despellejado toda la carne y la piel del fémur. El chico, paralizado de horror, se fijó en lo detallista del diseño, un motivo de tentáculos y olas, que había tallado el capitán en el hueso. Era una obra delicada, incluso hermosa. Eso hacía que fuera más escalofriante.
El lienzo viviente de Gangplank comenzó a sollozar.
—Por favor... —gimió.
Gangplank ignoró su patética súplica y soltó el cuchillo. Desparramó un vaso de whiskey barato sobre su trabajo para limpiarle la sangre. El grito del hombre casi le desgarró la garganta hasta que se desplomó en la misericordia de la inconciencia. Los ojos amenazaban con salirse de su órbita. Gangplank gruñó en señal de disgusto.
—Niño, recuerda estas palabras —dijo Gangplank.— A veces, incluso quienes te son leales olvidan cuál es su lugar. De vez en cuando, debes procurar que lo recuerden. El poder de verdad tiene que ver con cómo te ven los demás. Si te muestras débil por un momento, será tu fin.
El chico asintió, con el rostro completamente pálido.
—Despiértalo —dijo Gangplank, apuntando con un gesto al tripulante inconsciente.— La tripulación entera debería escuchar su canción.
Cuando el médico del barco entró en escena, Gangplank volvió la mirada hacia el niño.
—Entonces —dijo.— ¿Qué era lo que querías decirme?
—Hay... un hombre —dijo el chiquillo, titubeando en cada palabra.— Un hombre en el muelle de Pueblo Rata.
—Continúa —dijo Gangplank.
—Estaba tratando de no ser visto por los Ganchos. Pero yo sí pude verlo.
—Ajá —dijo Gangplank entre murmullos mientras su interés empezaba a disiparse. El capitán se volvió hacia su obra.
—Sigue hablando, chico —le pidió el primer oficial.
—Estaba jugando con una baraja de cartas especiales. Resplandecían de un modo extraño.
Gangplank se levantó de la silla cual coloso saliendo de las profundidades.
—Dime dónde está —dijo Gangplank.
El cinturón de cuero de su pistolera crujía en su puño apretado.
—En la bodega grande, la que está cerca de los cobertizos.
La cara de Gangplank se enrojecía de furia mientras se ponía el gabán y tomaba su sombrero del perchero. Sus ojos también se veían rojos a la luz de la lámpara. El chiquillo no fue el único que dio un paso atrás por precaución.
—Dale al chico una serpiente de plata y un plato de comida caliente —le ordenó el capitán a su primer oficial mientras caminaba con decisión hacia la puerta de la cabina.
Y diles a todos que vayan al muelle. Tenemos trabajo por hacer.Referencias[]
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