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Historia corta • 36 Minutos de lectura

Linaje

Por Graham McNeill

Taliyah casi había olvidado cuanto extrañaba el sofocante calor de Shurima. El sudor y la fuerza de cientos de personas empujando, maldiciendo, regateando y hablando con tanta pasión y rapidez que los forasteros solían pensar que estaban peleando.

Lore[]

Taliyah casi había olvidado cuanto extrañaba el sofocante calor de Shurima. El sudor y la fuerza de cientos de personas empujando, maldiciendo, regateando y hablando con tanta pasión y rapidez que los forasteros solían pensar que estaban peleando.

En todos sus viajes, nunca encontró un lugar con el alboroto y la energía de su país natal.  Jonia era un lugar maravilloso, y los paisajes congelados del  Fréljord eran impresionantes, a su modo, pero el sol abrasador de  Shurima derritió cualquier recuerdo de aquellos lugares mientras caminaba sobre el muelle de piedra de Bel'zhun.

Sintió cómo su conexión con los cimientos de esta tierra inundaban su espíritu, como si bebiera uno de los tés con especias de Babajan. Sonreía de oreja a oreja mientras subía los peldaños desde el puerto, y ni siquiera pasar bajo la piedra negra de un Noxtoraa pudo disminuir su entusiasmo.

Taliyah no pasó mucho tiempo en Bel'zhun. Los barcos de guerra noxianos anclados en el muelle la ponían demasiado nerviosa, y le traían malos recuerdos. Se quedó suficiente tiempo para comprar suministros y escuchar los últimos rumores del mercado, traídos desde las profundidades del desierto por las caravanas de comerciantes. La mayoría de ellos eran contradictorios y fantásticos; visiones de guerreros de arena, tormentas de truenos bajo cielos despejados y ríos que fluían en lugares por los que no había corrido agua desde tiempos inmemoriales.

Para acompañarse de rostros amigables, abandonó Bel'zhun junto con una caravana de mercaderes de seda Nerimazeth altamente armados que se dirigía hacia el sur, a Kenethet. Soportó el movimiento de la caravana lo suficiente para llegar a los zocos de huesos de la famosa ciudad de la frontera norte de Sai, donde se fue por su cuenta. La maestra de la caravana, una mujer llamada Shamara, delgada como un látigo y con ojos del color del azabache pulido, le aconsejó no viajar más al sur, pero Taliyah le dijo que su familia la necesitaba, y no hubo más advertencias.

Desde Kenethet, siguió avanzando hacia el sur, siguiendo el retorcido camino del gran río que la gente había vuelto a llamar la Madre de la Vida, cuyo origen, según los rumores, estaba en la capital del antiguo imperio shurimano. Al viajar sola podía moverse mucho más rápido, usando la piedra como transporte, montando su cresta, dándole la forma de olas que la llevaban al sur hacia Vekaura, una ciudad que supuestamente estaba a medio enterrar en la arena que sale de Sai.

Shamara le dijo que no era nada importante, poco más que un campamento tribal construido en las ruinas de una ciudad abandonada, un lugar de encuentro para viajeros cansados y nómadas vagabundos. Pero incluso a una legua de distancia, Taliyah pudo ver que le habían mentido; Vekaura había renacido.

Si tan solo no hubiera encontrado a aquella mujer moribunda...

El zoco de la ciudad estaba lleno de color y ruido. Un aire penetrante atravesaba las calles, sus arcos y toldos en una oleada, acarreando el sonido de regateos furiosos y el aroma de especies picantes y carne asada. Taliyah atravesó la multitud, ignorando a los mercaderes, sus extravagantes promesas y sus peticiones por sus hijos hambrientos. Una mano agarró sus ropas, tratando de llevarla a un puesto cubierto de repisas llenas de animales del desierto asados, pero logró escapar.

Cientos de personas repletaban la amplia calle que llevaba hacia los muros rotos de la ciudad. Un humo aromático flotaba como niebla desde las pipas burbujeantes de ancianos sentados en sus puertas, como sabios arrugados. Vio las marcas tribales de Barbae, Zagayah y Yesheje, aunque había muchas más que no conocía. Vio a gente de tribus que eran enemigos jurados cuando se fue de Shurima, pero que ahora caminaban juntos como hermanos de armas.

'Muchas cosas han cambiado desde que me fui', se dijo a sí misma.

Tenía lo que había venido a buscar, y debía volver al edificio en ruinas que había elegido en el borde este de la ciudad. No quería quedarse más tiempo del necesario, pero había prometido mantener a salvo a la mujer herida, y su madre le había enseñado a nunca romper una promesa. La Gran Tejedora tenía poco cariño por la gente que lo hacía.

La tosca bolsa sobre sus hombros estaba llena de comida. Carnes curadas, avena, pan y queso, junto con dos cantimploras llenas de agua. Más de lo que necesitaba, pero no era todo para ella. El oro que había zurcido dentro de los bordes de su ropa ya casi se le había acabado, pero sabía que no estaba lejos de su objetivo. No tenía forma de saber con certeza, pero se sentía segura de que cada paso la llevaba más cerca del cálido abrazo de su madre y su padre. Después de eso, ya no necesitaría oro; con ellos, tendría todo lo necesario en su tienda.

Taliyah estaba tan perdida en ese agradable futuro, que no notó al enorme hombre hasta que chocó con él. Rebotó en su cuerpo inmóvil y cayó sentada.

Fue como golpear un acantilado; no retrocedió ni un centímetro. La gente del zoco no cometía el mismo error. Fluían alrededor del hombre como agua alrededor de una roca en un río. Estaba vestido de pies a cabeza en ropas rasgadas que no escondían muy bien su enorme volumen y altura. Sostenía con fuerza un bastón largo y cubierto de tela, con su ancha cabeza envuelta en harapos. Al ver que sus piernas tenían un ángulo extraño, pensó que quizás lo necesitaba.

—Lo siento —dijo mirando hacia arriba—. No lo vi.

La miró hacia abajo con su rostro oculto en las sombras de una capucha alongada, pero no respondió. Extendió su mano, con sus dedos cubiertos de vendajes, como una víctima de la plaga. Taliyah dudó solo por un momento antes de tomar su mano.

La levantó prácticamente sin esfuerzo, y ella vio el brillo del oro bajo la polvorosa tela de sus ropas antes de que volviera a ocultar sus manos en sus mangas.

—Gracias —dijo Taliyah.

—Debes fijarte por donde caminas, pequeña —dijo él—. Su voz tenía un fuerte acento y resonaba de forma extraña, como si saliera de un pozo infinito de tristeza en su interior. —Estos días, Shurima es un lugar peligroso.

El hombre miró a la joven niña correr por el zoco y se volvió hacia los muros trizados de Vekaura. Los bloques gigantes solo llegaban a la altura de su cabeza y los niveles más altos estaban compuestos de ladrillos cocidos por el sol, pintados del color de los bloques. La gente de Vekaura quizás los consideraba impresionantes, pero en su opinión, eran una mala copia de los auténticos.

Caminó a través del portal, observando las piedras encajadas toscamente sobre su cabeza. Un vendedor de agua, de pie al medio de un aparato de ruedas giratorias de bronce y que dispensaba agua turbia en botellas de vidrio verde, lo miró mientras pasaba.

—¿Agua? Fresca de la Madre de... —dijo, pero las palabras murieron en su garganta al ver la enorme figura que se alzaba frente a él.

Sabía que debía seguir moviéndose. Las palabras escritas en sangre sobre los muros de la Torre de los Astrólogos lo guiaron hasta aquí, y sin duda el mago también se sentiría atraído por este lugar. Sentía la presencia de un miembro del Linaje Ascendido en Vekaura, de uno que podía rastrear su estirpe hasta los días de gloria del pasado, antes de que un imperio que una vez se extendía de océano a océano cayera en la ruina. Era de vital importancia encontrar a esa persona antes de que lo hiciera su enemigo, ya que la sangre de la Shurima Ancestral era tan rara como potente. Había traído a Azir Azir de vuelta del olvido, y en las manos equivocadas, podía traer la perdición a la Shurima renacida.

Sí, debía seguir moviéndose, pero no lo hizo.

—Comercias entre los fantasmas del pasado —dijo.

—¿Fantasmas? —dijo el vendedor, con su voz flaqueando de miedo.

—Este arco —señaló el hombre, levantando su bastón hacia el cielo del arco. Caía polvo a través de las grietas de las murallas sobre las cuales caminaban personas más arriba. —Los artesanos exiliados de la ciudad perdida de Icathia lo construyeron. Cada piedra fue cortada y encajada con tal precisión que no hizo falta una gota de cemento para fijarlas en su lugar.

—No... no sabía eso.

—Ustedes, los mortales, olvidan el pasado y atribuyen a las leyendas lo que deberían recordar —dijo, con la amargura de siglos perdidos en las profundidades del desierto amenazando convertirse en una ira violenta—. ¿Acaso no construí la Gran Biblioteca para evitar que conservaran tales lagunas en sus recuerdos?

—Por favor, gran señor —dijo el vendedor de agua, presionando su espalda contra el muro del portal—. Habla de mitos de los tiempos ancestrales.

—Para ti, pero la primera vez que vine aquí, los muros acababan de ser levantados. Doscientos pies de mármol pulido, cada piedra prístina y con venas de oro. Mi hermano y yo entramos en la ciudad triunfantemente, a la cabeza de diez mil soldados con armaduras de oro y lanzas bruñidas. Marchamos a través de este arco entre los vítores de los ciudadanos.

Suspiró estruendosamente antes de continuar. —Un año después, ya no quedaba nada. Era el fin de todo. O quizás el comienzo. Me he ocultado del mundo por tanto tiempo que ya no sé la diferencia.

El vendedor de agua palideció y entrecerró los ojos para intentar penetrar la oscuridad bajo su capucha. El hombre abrió los ojos.

—¡Eres el Hijo Perdido del Desierto! —exclamó el vendedor—. Eres… Nasus..

—Lo soy —dijo, mientras se volteaba y entraba en la ciudad—. Pero hay alguien mucho más perdido que yo.

Nasus siguió a las multitudes que se movían a través de la ciudad hacia el templo en su centro, tratando de no notar sus miradas. Su tamaño por sí solo atraería la atención, pero a estas alturas, el vendedor de agua ya debía haber divulgado su identidad a los cuatro vientos. Shurima siempre fue un lugar de secretos. Secretos que nunca parecían querer permanecer ocultos por mucho tiempo. Estaría sorprendido si, para cuando llegara al centro de la ciudad, todos sus habitantes no conocieran ya su nombre. Sí, detenerse había sido un error, pero la falta de respeto del vendedor hacia la historia ofendió al erudito en Nasus.

Como el muro y el portal, el interior de Vekaura era solo una sombra de su antigua gloria. La madre de Azir había nacido ahí, y el joven emperador era generoso al dar regalos a su gente. Sus estructuras estaban adornadas con jardines escalonados y flores de colores vívidos y aromas maravillosos, traídas desde cada rincón del imperio. Sus torres refulgían de plata y jade, y agua fresca fluía desde el gran templo, transportada por grandes acueductos, creyendo ingenuamente que su abundancia nunca acabaría.

Los milenios pasaron y desgastaron la ciudad hasta que sus huesos de piedra quedaron expuestos, y estructuras que solían ser magníficas se convirtieron en ruinas. En los últimos siglos, quienes seguían aferrándose a las viejas costumbres construyeron sobre las ruinas, creyendo que su futuro podía ser salvado por el pasado. A medida que Nasus seguía a las multitudes cada vez mayores, solo veía toscas imitaciones de un recuerdo prácticamente olvidado.

Los edificios, planificados por maestros artesanos, ahora no eran más que parodias torcidas de su antigua gloria. En lugar de sus muros hechos de granito cortado, ahora se alzaban estructuras de madera y toscos bloques. La silueta original de la ciudad seguía ahí, pero Nasus sentía que caminaba a través de una pesadilla en la que entornos conocidos aparecían distorsionados en nuevas y extrañas formas, y en la que todo se retorcía de modos diseñados para desconcertar.

Escuchó voces murmullando a su alrededor, que pronunciaban su nombre en susurros silenciosos, pero las ignoró. Dio la vuelta en una esquina y entró en la plaza abierta en el corazón de la ciudad. Sus manos con garras se convirtieron en puños al ver lo que los ciudadanos de Vekaura habían erigido en el corazón de su ciudad reconstruida.

Un templo del sol creado a partir de piedra arenisca tallada y rocas desnudas. Levantada por manos humanas a una escala humana, era la imitación creada por un niño de la estructura que descansaba en el corazón del imperio shurimano. El Gran Templo era la envidia de Valoran, y los arquitectos de reyes lejanos viajaban miles de millas para verlo. ¿Y este insulto es como lo recuerdan?

Los muros eran negros y brillaban como el basalto, pero Nasus podía ver las junturas disparejas entre los paneles encajados sobre la piedra áspera. Un disco solar brillaba en la cima del templo, pero incluso desde aquí, Nasus podía ver que no estaba hecha de oro, sino que de aleaciones de bronce y cobre. Tampoco flotaba como el disco bajo el cual Nasus adquirió su forma actual. En su lugar, unas cuerdas trenzadas atadas a pilares asimétricos en ambos lados del disco lo sostenían en el aire.

Parte de Nasus quería desatar su furia contra esta gente, odiarlos por construir este horrible recuerdo del imperio que él y una infinidad de otras personas consiguieron luchando y sangrando. Quería sacudirlos y contarles lo que habían deshonrado al construir sobre la grandeza del pasado. Pero ellos no sabían lo que él sabe, no vieron lo que él sí, y no podía hacerlos entender.

Un hierofante con una capa de plumas se encontraba frente al disco, con sus brazos levantados en súplica, aunque sus palabras se perdieron entre el ruido de la ciudad.

¿Era él la persona que buscaba?

Cruzó la plaza hacia el templo, dando pisadas decididas, notando los peldaños irregulares cortados en cada una de sus cuatro esquinas. Dos guerreros con ajustadas armaduras de guerra de bronce y yelmos con penachos, moldeados para representar bestias, se encontraban en las escaleras, vigilando. Al verlo, giraron hacia él. Nasus titubeó al reconocer a quién trataban de representar sus yelmos. Ambos tenían trompas alargadas. Uno imitaba toscamente las fauces de un cocodrilo; el otro tenía su visor moldeado en la forma de la cabeza de un chacal esbozando un gruñido.

Levantaron sus lanzas cuando se acercó, pero Nasus percibió su asombro cuando dejó caer su túnica y se levantó a toda su estatura. Pasó demasiado tiempo vagando el mundo de los mortales, encorvado y avergonzado, tratando de disimular su tamaño. Demasiado tiempo escondiéndose, haciendo penitencia en su sombría soledad, pero sus días de ocultarse habían llegado a su fin. Nasus ya no deseaba seguir escondiendo su verdadero rostro.

Nasus, una figura de poder y magia, un ser Ascendido de una época en la que héroes como él aún caminaban entre los mortales, se irguió sobre los guardias. La magia del disco solar levantó su cuerpo y lo recreó. Su carne, marchita y moribunda, se transformó en un semidiós de piel de obsidiana y cabeza de chacal. Una armadura anillada de oro, manchada por el tiempo y sostenida por cintas ceremoniales con relieves de los sigilos de Shurima, cubría su pecho y sus hombros. Alzó su mano y quitó la tela que envolvía a su bastón para revelar su hacha de mango largo. Su filo brillaba expectante, y la gema en su corazón, de un tono azul como el océano, refulgía con la luz del sol.

—Fuera de mi camino —dijo.

Los guardias titubearon atemorizados, pero no abandonaron sus puestos. Nasus suspiró e hizo girar su hacha en un arco circular. El extremo impactó al primer guardia con un golpe ascendente y lo lanzó varios metros hacia atrás. Su segundo ataque derribó al otro, que quedó tendido en el polvo, gimiendo de dolor mientras Nasus posó las garras de sus pies en el último peldaño.

Subió hacia la cima, donde el sol se reflejaba en el metal bruñido del disco. Mientras subía, miró más allá de los muros decrépitos de la ciudad de Vekaura. Un mar ininterrumpido de dunas inhóspitas se extendía hasta el horizonte por tres lados. En el flanco este de la ciudad, el terreno se levantaba en las ancas de agrestes cerros de tierra obstinada, sobre la cual crecían resistentes palmas desérticas y gruesos grupos de árboles bhanavar, cuyas raíces se extendían por cientos de metros bajo la arena para encontrar agua.

Ver el vacío desierto en el que se convirtió Shurima entristeció a Nasus, que recordaba la época en que la Madre de la Vida alimentaba a la tierra, que florecía con vida y vitalidad. Quizás Azir le devolvería la vida a Shurima una vez más, pero quizás no, lo que hacía de la tarea de encontrar al portador del linaje aún más vital.

Otros guardias subían hacia la cima del templo, gritando en un idioma que se originaba en el shurimano antiguo, pero que carecía completamente de la belleza y la complejidad de esa lengua perdida.

Nasus recordó el dolor y el miedo que sintió durante su ascenso final al Gran Templo, mientras se preparaba para su ritual de Ascensión. La terrible enfermedad lo había dejado demasiado débil para subir, y su hermano menor había tenido que llevarlo en sus brazos. Cuando llegó a la cima, el sol casi llegaba a su cénit, y la vida lo abandonaba como las arenas de un reloj de arena roto. Le rogó a Renekton Renekton que se fuera, que lo dejara encontrarse con el sol por sí solo, pero Renekton sacudió su cabeza y susurró sus últimas palabras intercambiadas como mortales antes de que el disco del sol los llevara a ambos a la Ascensión.

“Estaré contigo hasta el final.”

Incluso ahora, esas palabras tenían el poder de herirlo, de cortar con más profundidad que cualquier espada. Cuando era mortal, Renekton era impredecible. A veces era capaz de ser violento y cruel, pero también de actuar con gran nobleza y valentía. El poder que le otorgó la Ascensión lo había vuelto poderoso, y al final fue Renekton el que luchó contra el mago traicionero en la Tumba de los Emperadores y se sacrificó para salvar a Shurima.

¿Salvar a Shurima...?

¿Acaso lo que hicieron ese día salvó a Shurima? Azir murió, asesinado por su amigo de la infancia, y la ciudad fue destruida cuando la magia desatada del ritual de Ascensión roto la enterró bajo las arenas del desierto. Día tras día, Azir revivía el momento en el que selló las puertas de la tumba detrás de Renekton y Xerath Xerath, consciente de que no tuvo otra opción, pero no por eso menos abrumado por el aplastante peso de la culpa.

Ahora Xerath y Renekton estaban libres. De algún modo, Azir conquistó la muerte y se convirtió en uno de los Ascendidos, y Shurima renació bajo su voluntad. La antigua ciudad se levantó de su desértica tumba y se quitó de encima el polvo de los milenios que pasó dormida. Pero si las historias que salían del desierto eran ciertas, el Renekton que Nasus conocía y amaba ya no existía. Ahora era poco más que un asesino enloquecido que mataba sin piedad en el nombre de la venganza.

—Y yo te llevé a eso —dijo Nasus.

Llegó a la cima y trató de apartar los pensamientos acerca del ser en el que su hermano se había convertido: un monstruo que rugía el nombre de Nasus sobre las ardientes arenas del desierto.

Un monstruo que tarde o temprano tendría que enfrentar.

Nasus llegó a la cima de la estructura del templo, y las cintas de papel ceremonial revoloteaban en sus brazos y su cinturón. Plantó el mango de su hacha en la áspera piedra y tomó un momento para observar sus alrededores.

La luz del sol se reflejaba en ángulos divididos sobre el disco solar. Las terminaciones de su metal eran ásperas y opacas. Las cuerdas trenzadas eran dolorosamente evidentes vistas de cerca, y la crudeza del trabajo de los ciudadanos de Vekaura era muy aparente. El techo no tenía adornos; no había grandes estrados tallados con la bóveda celestial o los vientos cardenales, ni relieves de los héroes que habían Ascendido en su superficie sagrada.

Diez guerreros, vestidos con sucios mantos y armaduras compuestas por franjas sobrepuestas de bronce, se colocaron entre Nasus y el hierofante. El sacerdote era un hombre alto y delgado, vestido con una túnica de plumas iridiscentes con mangas amplias y con la forma de alas, y una capucha que parecía un pico de ébano. El rostro bajo la capucha era distinguido, severo y despiadado.

Al igual de Azir.

—¿Eres Nasus? —dijo el hierofante. La voz del hombre era profunda e imponente, casi como la de un monarca, pero Nasus podía oír su miedo. Una cosa es afirmar que uno desciende de los dioses, pero otra muy distinta es conocer a uno.

—El hecho de que lo preguntes significa que pasé demasiado tiempo lejos de aquí. Sí, soy Nasus, pero lo más importante es saber quién eres tú.

El hierofante se irguió, inflando su pecho como un ave en temporada de apareamiento y dijo: —Soy Azrahir Thelamu, descendiente del Emperador Halcón, Primera Voz de Vekaura, el Iluminado, el que Camina en la Luz y Guardián del Fuego Sagrado. Portador del Amanecer y...

—¿Descendiente del Emperador Halcón? —interrumpió Nasus—. ¿Dices ser del linaje del Emperador Azir?

—No lo digo, es lo que soy —respondió agresivamente el hierofante, recobrando algo de confianza en sí mismo—. Ahora dime qué quieres.

Nasus asintió y giró su hacha, sosteniéndola en ambas manos, horizontal al suelo.

—Tu sangre —dijo Nasus.

Golpeó las piedras con el pomo de su hacha de mango largo y una nube de arena se levantó del techo. Quedó flotando en forma de velos brillantes, girando en un círculo lento alrededor del hierofante y sus guerreros.

—¿Qué haces? —preguntó el sacerdote.

—Te lo dije, necesito ver tu sangre.

En un abrir y cerrar de ojos, los círculos de arena se convirtieron en un rugiente huracán. Los guerreros levantaron sus armas para proteger sus rostros de la tormenta de arena. Por su parte, el hierofante se inclinó, cegado y atragantándose con el polvo levantado por el viento. La tormenta de arena rugía con la furia de los vientos de las profundidades del desierto, que podían arrancar la carne de los huesos de toda una bandada de Eka'Sul en cosa de minutos. La armadura no los protegía: la arena penetraba en cada ranura y grieta para llegar a la piel y arrasar con ella. El disco del sol se balanceaba de un lado al otro en los vientos conjurados por Nasus, y sus cuerdas de soporte tensaban los anillos de hierro encajados en las piedras.

Nasus dejó que la furia de las arenas lo llenara. Sus extremidades refulgían con poder y su cuerpo se hinchaba mientras la ira del desierto se manifestaba dentro de su oscura piel. Su forma se erguía y crecía, enorme y monstruosa, tal como se decía del primer Ascendido.

Atacó sin advertencia, golpeando con fuerza a los guardias y lanzándolos a los lados con el mango de su hacha o la parte plana de su hoja. No tenía intención de matar a esos hombres. Eran hijos de Shurima, después de todo, pero se interponían en su camino.

Mientras se retorcían y gemían de dolor, Nasus caminó sobre ellos hacia el hierofante. El hombre estaba en el suelo, enroscado. Sus manos ensangrentadas protegían su rostro. Nasus lo tomó y lo levantó por el pescuezo con tanta facilidad como un sabueso levantando a un cachorro. Los pies del hierofante colgaban lejos del suelo a medida que Nasus lo levantaba hasta la altura de su rostro.

La piel del hierofante estaba roja y en carne viva donde la arena había arrasado, y por sus mejillas caían lágrimas de sangre. Nasus se acercó al disco solar. No era el disco genuino, ni siquiera era de oro, pero reflejaba la luz del sol, y con eso debía bastar.

—¿Dices ser del linaje de Azir? —le preguntó sin esperar respuesta—. Veamos si es verdad.

Presionó el rostro del hierofante contra el disco solar. El metal abrasador quemó su piel expuesta, y el hombre gritó. Cayó, sollozando, y Nasus observó la sangre, que siseaba mientras caía por el disco en riachuelos rojos. La sangre ya se estaba secando en una costra café, y su olor llenaba sus fosas nasales.

—Tu sangre no es de Linaje Ascendido —dijo Nasus, con tristeza—. No eres el que busco.

Entrecerró sus ojos y vio un brillo azul radiante que se reflejaba en la superficie del disco. Su fuente se encontraba a la distancia.

Nasus se volteó y posó su mirada allí. Una nube se reunía a la distancia, compuesta de polvo levantado por los pies de hombres marchando. Nasus vio el reflejo del sol en las puntas de lanzas y armaduras a través del polvo. Escuchó el batir de tambores de guerra y el sonido de los cuernos de batalla. Bestias enormes emergieron de las nubes de polvo, criaturas de guerra rebuznando, amarradas con cuerdas anudadas y dirigidas por grupos de hombres armados de picas con púas. Las bestias, protegidas por placas de piel calcificada y armadas con cuernos curvos, eran arietes vivientes, capaces de derribar con facilidad los deteriorados muros de Vekaura.

Detrás de las bestias de guerra avanzaba un ejército de bandas de guerra tribales hacia la ciudad bajo una gran variedad de tótems tallados. Al menos quinientos guerreros. Hostigadores ligeros, arqueros a caballo e infantería armada con escudos de escamas y hachas pesadas. Nasus sintió el toque de una voluntad dominante sobre ellos. Sabía que muchas de esas tribus normalmente se harían pedazos entre sí apenas se vieran.

Nasus sintió la presencia de una magia antigua y un sabor metálico llenó su boca. Todos sus sentidos se agudizaron. Escuchó el murmullo de cientos de voces más abajo, vio todas las imperfecciones del disco de bronce y sintió cada grano de arena bajo sus pies. Sintió el agudo olor a sangre recién estancada, con un leve dejo a los días del ayer y ecos distantes de una era que se creía perdida para siempre. El olor lo convocaba desde un algún lugar en el este de la ciudad, en el mismísimo borde en el que las ruinas se mezclaban con los cerros.

El portador de aquella magia renacida flotaba sobre el ejército: un ser compuesto de energía chisporroteante y un poder oscuro, atado por cadenas de hierro frío y los trozos de un antiguo sarcófago. Un traidor a Shurima y el arquitecto de la perdición del antiguo imperio.

—Xerath —dijo Nasus.

La casa en ruinas en el borde oriental de Vekaura estaba derrumbándose. No le quedaba mucho techo y la arena llegaba hasta la altura de los tobillos, pero tenía cuatro muros y los árboles que la cubrían ofrecían sombra durante las horas más cálidas del día. La mochila de Taliyah estaba apoyada en una esquina, lista para partir, como siempre. De su lado colgaban cantimploras llenas de agua y leche de cabra, y en su interior había suficiente carne deshidratada para varias semanas, junto con sus ropas y bolsas de rocas y piedrecillas que había recolectado a lo largo de todo Valoran.

Taliyah se encontraba arrodillada junto a la mujer herida, que yacía acostada en la sombra. Levantó el vendaje de su costado. Hizo una mueca al ver la costra de sangre alrededor de los puntos que usó para sellar la profunda herida. Parecía un corte de espada, pero no lo sabía con seguridad. Taliyah le había sacado la armadura a la mujer y la había limpiado tan bien como pudo. Aparte de la herida casi letal en su costado, el cuerpo de la mujer era un mapa de pálidas cicatrices. Todas eran recuerdos de una vida de batallas, y todas a excepción de una estaban repartidas el lado frontal de su cuerpo. Quien quiera que fuera esta mujer, solo uno de sus enemigos no la había enfrentado cara a cara. Taliyah reemplazó el vendaje y su paciente gruñó de dolor. Dormía mientras su cuerpo trataba de sanar, y solo la Gran Tejedora sabía cuánto tiempo había sufrido en el desierto.

—Eres alguien que lucha —dijo Taliyah—. Si hay algo que sé de ti, es que luchas por sobrevivir.

Taliyah no sabía si la mujer podía oír sus palabras, pero quizás podían ayudar a su espíritu a encontrar el camino de vuelta a su cuerpo. No importaba, se sentía bien hablar con alguien, incluso si no respondía. A menos que los murmullos febriles sobre emperadores y de estar muerto valieran como respuesta.

Taliyah había tratado de estar sola desde que dejó a Yasuo Yasuo en Jonia, moviéndose constantemente y quedándose en cada lugar solo lo absolutamente necesario. Ya llevaba en Vekaura más tiempo de lo que había planeado. Se suponía que iba a ser una parada rápida para comprar suministros frescos, pero no podía irse mientras la mujer siguiera inconsciente. Su deseo de encontrar a su familia era abrumador, pero la Gran Tejedora siempre decía que todos estaban unidos por el hilo de la vida. Dejar que una hebra se deshilachara tarde o temprano afectaría a todas las demás. Así que Taliyah se había quedado para honrar su promesa a la mujer herida, aunque cada momento que no pasaba tratando de encontrar a su familia le dolía en el alma.

Taliyah apartó el oscuro cabello del rostro afiebrado de la mujer para estudiar su semblante, tratando de imaginar cómo había terminado herida y con la mitad de su humanidad hundida en las dunas exteriores del Sai. Era bonita, pero tenía un aspecto duro que no se suavizaba ni siquiera al estar inconsciente. Su piel tenía la textura bronceada y curtida por el sol de un nativo de Shurima, y cuando sus ojos ocasionalmente se abrían por un momento, Taliyah veía que eran de un azul penetrante.

Suspiró profundamente, diciendo: —Bueno, creo que no hay mucho que pueda hacer hasta que despiertes.

Taliyah escuchó un fuerte estallido al oeste. Se acercó a la ventana al escuchar el inconfundible sonido de rocas arrastrándose sobre otras rocas. Al principio pensó que era un terremoto, pero se parecía más a una avalancha, y había visto bastante de ellas durante su vida. Considerando el estado de los edificios en Vekaura, no le sorprendería si esto fuera el sonido de uno derrumbándose. Solo esperaba que nadie hubiera salido herido.

—¿Qué está pasando..? ¿Dónde estoy?

Taliyah se volteó al escuchar la voz de la mujer. Estaba sentada, mirando a su alrededor y tratando de alcanzar algo.

—Estás en Vekaura —dijo Taliyah—. Te encontré afuera, sangrando y moribunda.

—¿Dónde está mi arma? —preguntó la mujer.

Taliyah apuntó al muro detrás de ella, donde la extraña navaja de la mujer se encontraba envuelta en su correa de cuero hervido, y oculta bajo una manta tejida con diseños intercalados de aves.

—Ahí —dijo Taliyah—. Sus hojas son muy filosas, y no quería dejarla en algún lugar donde pudiera tropezarme con ella y rebanarme un pie.

—¿Quién eres? —dijo la mujer. Su voz exudaba desconfianza.

—Soy Taliyah.

—¿Te conozco? ¿Tu tribu quiere matarme?

Taliyah frunció su rostro y dijo: —No. No lo creo. Somos pastores. Tejedores y viajeros. En realidad, no queremos matar a nadie.

—Pues eres de las pocas personas que no —dijo la mujer. Espiró lentamente, y Taliyah solo pudo imaginarse el dolor que sentía en su costado. Se sentó e hizo una mueca cuando sus puntos se tensaron.

—¿Por qué alguien querría matarte? —preguntó Taliyah.

—Porque he matado a mucha gente —respondió Sivir Sivir, tratando de sentarse. —A veces porque me pagaban por hacerlo. Otras veces porque estaban en mi camino. Pero estos días, porque se enojan mucho cuando les digo que no voy a volver.

—¿Volver a dónde?

La mujer miró a Taliyah con sus penetrantes ojos azules, y esta vio un profundo pozo de dolor y sufrimiento en su interior.

—A la ciudad —dijo—. La que se levantó de las arenas.

—¿Entonces es verdad? —preguntó Taliyah—. ¿La antigua Shurima realmente renació? ¿La has visto?

—Con mis propios ojos —dijo la mujer—. Mucha gente se dirige hacia ahí ahora mismo. Vi principalmente a tribus del este y el sur, pero pronto vendrán otros.

—¿La gente va hacía ahí?

—Cada día más.

—¿Entonces por qué no quieres volver?

—Me cansas con todas tus preguntas.

Taliyah se encogió de hombros y refunfuñó: —Hacer preguntas es el primer paso en el viaje hacia el entendimiento.

La mujer sonrió y asintió con la cabeza, y respondió: —Buen punto, pero ten cuidado con a quién le preguntas. Hay quienes responden las preguntas con sus espadas.

—¿Como tú?

—A veces, pero ya que me salvaste la vida, no lo haré esta vez.

—Entonces dime una última cosa.

—¿Qué?

—Tu nombre.

—Sivir —dijo la mujer, a pesar del dolor.

Taliyah conocía el nombre. Había pocos en Shurima que no lo conocían, y ya tenía una buena idea de quién era esta mujer, por el estilo de su arma con cuchillas en cruz. Antes de que pudiera responder, un nuevo sonido enmudeció el ruido de las piedras cayendo. Pocas veces había escuchado algo así en su tierra natal, pero sí muchas veces en las costas de Jonia, en los laberintos de Noxus y en los páramos helados del Fréljord.

Taliyah miró su mochila, pensando en lo que le tomaría escapar de Vekaura. Sivir también escuchó el sonido, y extendió sus piernas al tratar de ponerse de pie. El esfuerzo casi fue demasiado para ella, y gruñó. Cayeron gotas de sudor por su frente por el esfuerzo.

—No estás en condiciones de ir a ningún lugar —dijo Taliyah.

—¿Escuchas eso? —dijo Sivir.

—Por supuesto —dijo Taliyah—. Suena como mucha gente gritando.

Sivir asintió. —De eso se trata precisamente.

Caía fuego del cielo.

Los brazos extendidos de Xerath emitían cometas de llamas blancas y azules cometas de llamas blancas y azules, que viajaban en un arco, como los proyectiles de una máquina de guerra. El primero cayó en el mercado y explotó como una estrella fugaz. Un fuego abrasador detonó desde el impacto. Los cuerpos ardiendo volaban por el aire como leña ennegrecida. Los vientos llameantes transportaban la malévola risa de Xerath, una demencia inmemorial que disfrutaba del dolor de los demás.

¿Cómo no pude ver antes la maldad en su interior?

Nasus escuchó los gritos que provenían de la ciudad, y toda la ira que sintió anteriormente hacia la gente desapareció como la niebla sobre un oasis. Bestias de guerra enloquecidas por el dolor aplastaron los muros de la ciudad, golpeando y pisoteando el suelo con una fuerza que remecía el suelo. Guerreros con armaduras ligeras entraron en la ciudad sobre los escombros. Gritaban una variedad de alaridos de guerra diferentes, ansiosos de comenzar la matanza.

Nasus hizo girar su hacha y bajó las escalinatas del templo, avanzando cuatro peldaños a la vez hasta que llegó al suelo. Cientos de personas entraron en la plaza principal desde el extremo oeste de la ciudad, con miedo fluyendo por sus venas. Los gritos sedientos de sangre y el sonido del choque de armas los siguieron. Los ciudadanos aterrorizados buscaban refugiarse en los edificios alrededor de los bordes de la plaza, cerrando puertas y ventanas con la esperanza de que estas los mantuvieran a salvo. Nasus ya había caminado por las calles ensangrentadas de ciudades capturadas antes, y sabía lo brutales que podían ser los guerreros después de las batallas. Xerath haría matar a cada hombre, mujer y niño en Vekaura.

Más bolas de fuego cayeron como relámpagos, y el aire se llenó de gritos y el olor de la carne quemada. Las piedras se partían y rodaban en cascadas de roca derretida desde los impactos del ataque mágico. El mercado ardía, y pilares de humo negro oscurecían el cielo.

Nasus atravesó las multitudes horrorizadas moviéndose hacia el este, tras el potente hedor a sangre que ahora sentía. El hierofante era un fraude: su sangre era débil y se había diluido después de miles de años, pero... ¿que sentía ahora entonces? Era fuerte. Podía oír el trueno de un corazón latiendo dentro de un pecho mortal. Esta persona provenía de una línea de emperadores y reinas guerreras, hombres y mujeres de enorme ambición y fuerza. Era la sangre de un héroe.

La gente gritaba su nombre, rogando por su ayuda. Los ignoró. Sabía que servía un bien mayor. El sol había renovado su propósito de servir a Shurima más allá de la muerte, de luchar por su gente y defenderlos de sus enemigos. Estaba cumpliendo su propósito, pero dejar a los habitantes de Vekaura a su suerte le causaba un dolor conocido en su alma.

¿A cuántos más dejarás morir?

Ignoró este pensamiento, trazando un camino entre las calles destrozadas cubiertas de montones de arena. La mayoría de los edificios habían sido reclamados por el desierto. Todo lo que quedaba de ellas era un poco más que sus cimientos rotos y los restos de antiguas columnas cuadradas. Los carroñeros del desierto huían al verlo, mientras se acercaba al estruendoso corazón. Las ruinas de la ciudad se volvían más esporádicas, cada vez más enterradas en la arena.

Eventualmente llegó a una estructura derrumbada que una vez pudo haber sido un baño público. Sus muros eran más gruesos y resistentes que los demás. Se agachó para entrar, y sintió el olor del sudor y la sangre de las dos almas en su interior. Una era joven; la otra, tan antigua que Nasus sintió como si estuviera frente a frente con un amigo que había caminado bajo el mismo sol que él.

Una muchacha joven apareció en la puerta, vestida con un abrigo suelto proveniente de una tierra del otro lado del océano del este. Era la misma niña con la que había hablado en el zoco. Sintió su miedo, pero también su determinación. Mientras, ella movía sus manos en patrones curvos y giratorios como si tejiera algún tipo de magia naturalista. El suelo tembló, y las piedras bailaron a sus pies y la arena que las cubría cayó de su superficie. Detrás de ella, Nasus vio a una mujer intentando ponerse de pie, usando los muros para apoyarse. Su túnica estaba manchada de rojo. Una herida terrible, pero no mortal.

—Soy Nasus, Curador de las Arenas —dijo, pero a juzgar por su mirada, ella no desconocía su identidad. Su boca se abrió, impresionada, pero no se movió.

—Niña, hazte a un lado —dijo Nasus.

—No, no dejaré que le hagas daño. Le hice una promesa.

Nasus giró su hacha y la colgó en su espalda, mientras daba un paso adelante. La niña retrocedió hacia las ruinas. El suelo hacía patrones en ola a sus pies. Las piedras se levantaban del suelo y trozos de yeso se soltaban de los muros. La mampostería se trizaba y se abría, alzándose hasta lo que quedaba del techo. La última vez que se enfrentó con alguien con habilidades similares, aún era mortal y casi murió en el proceso. La mujer herida miró a la chica, asombrada. Era evidente que ignoraba completamente las habilidades de su compañera.

—Tienes el poder de romper la roca de Shurima —dijo Nasus.

Ella levantó una ceja y advirtió: —Sí, así que será mejor que te alejes antes de que te rompa a ti.

La valentía de la joven hizo sonreír a Nasus, quien contestó: —Tienes el corazón de una heroína, muchacha, pero no eres mi objetivo. Tu magia es poderosa. Si yo fuera tú, dejaría esta ciudad antes de que Xerath te la arranque.

Su piel palideció y le dijo: —No voy a ninguna parte. Prometí que protegería a Sivir, y la Gran Tejedora detesta las promesas rotas.

—Si eres su protectora, entonces debes saber que no tengo intención de hacerle daño.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres?

—Vine a salvarla.

La mujer herida caminó cojeando hasta el lado de la muchacha. Aunque era obvio que sentía mucho dolor, a Nasus le impresionó su determinación. Pero no se podía esperar menos de una descendiente directa de la antigua Shurima.

—¿Quién es Xerath? —preguntó.

—Un mago oscuro que ya sabe demasiado de tu existencia.

La mujer asintió y se volteó hacia Taliyah, colocando su endurecida mano en el hombro de la muchacha.

—Te debo la vida, pero no me gusta deberle nada a nadie — le dijo—. Así que considera tu promesa cumplida. Puedo seguir sola desde aquí.

El alivio en el rostro de la chica era evidente, pero aun así dudó.

—Te lo agradezco, pero apenas puedes caminar —dijo Taliyah—. Al menos déjame ayudarte a salir de la ciudad.

—Trato hecho —dijo Sivir agradecida, antes de voltear de nuevo hacia Nasus. Movió su mano desde su espalda para revelar una espada en cruz dorada y con una gema esmeralda en el centro. La mujer la sostuvo en posición; era un arma que ningún mortal común podría blandir con tanta facilidad.

—Últimamente, son muchos los que me han salvado —dijo—. Pero siempre quieren algo a cambio. Así que dime, grandulón, ¿qué es lo que tú realmente quieres?

—Mantenerte viva —dijo Nasus.

—Puedo hacer eso sin tu ayuda.

—La herida en tu costado me indica lo contrario. Estás...

—¿Esto? —lo interrumpió Sivir—. Solo fue un malentendido con unos ilusos que no aceptaron un no como respuesta. Confía en mí, he tenido heridas mucho peores y viví para contarlo. No necesito protección. Estos días, el destino parece cuidarme mejor que nadie, sin importar lo que haga.

Nasus sacudió la cabeza. Qué poco saben los mortales del destino.

—El futuro no está escrito en piedra —dijo—. Es un río que se divide, cuyo curso puede cambiar en cualquier momento. Incluso aquellos cuyo destino está escrito en las estrellas pueden descubrir que el agua de sus vidas fluye hacia tierras áridas si no tienen cuidado.

Apuntó al arma de Sivir y dijo: —¿Sabes a quién solía pertenecer esa navaja?

—¿Qué importancia tiene? —dijo Sivir—. Ahora es mía.

—Es Chalicar, la espada que una vez empuñó Setaka, la mayor Reina Guerrera del Ejército Ascendido, en la época en la que habíamos suficientes para que ese nombre significara algo. Fue un honor luchar junto a Setaka por tres siglos. Sus hazañas son legendarias, aunque veo que tú ni siquiera conoces su nombre.

—Los caídos son olvidados —dijo Sivir, encogiéndose de hombros.

Nasus ignoró la fría reacción de Sivir de su antigua hermana de guerra perdida, y contó esto: —Un estilita del desierto una vez le dijo que vería salir el sol el día en que un emperador shurimano gobernara todo el mundo. Le hizo pensar que era invencible, porque aún no conquistábamos el mundo, pero cayó a manos de los monstruos en la víspera de la perdición de Icathia. La sostuve en mis brazos mientras su luz se apagaba, y la envié a su sueño eterno en las profundidades de las arenas, con su arma sobre su pecho.

—Si viniste a recuperarla, tendremos un problema.

Nasus se arrodilló y cruzó sus manos sobre su pecho.

—Eres del linaje ascendido. Es tu derecho portar el arma, ya que por tus venas corre la sangre de emperadores. Trajo de vuelta a Azir y a Shurima, y eso debe significar algo.

—No, no significa nada —respondió Sivir, agresivamente—. Nunca le pedí a Azir que me trajera de vuelta. No le debo nada. No quiero tener nada que ver contigo o con este tal Xerath.

—Tus deseos son irrelevantes —dijo Nasus—. Xerath te matará sin importar si aceptas tu destino o no. Vino a acabar con el linaje de Azir de una vez por todas.

—¿Qué es lo quiere Azir de ella? —preguntó Taliyah—. ¿Y qué hará ahora que está de regreso? ¿Quiere que seamos sus esclavos?

—Hace demasiadas preguntas —dijo Sivir.

Nasus dudó antes de contestar.

—A decir verdad, ignoro cuáles sean los planes de Azir. Sé que se enfrentará a Xerath, lo cual para mí es suficiente. Pueden presentarle su cuello al traidor dócilmente, o pueden vivir para luchar en otra guerra.

Sivir levantó su túnica para mostrar sus vendas ensangrentadas e hizo una mueca mordaz antes de decir: —Nunca en mi vida he sido dócil, pero por ahora no estoy en condiciones de luchar con nada más amenazante que el sueño.

—Debes vivir —dijo Nasus, irguiéndose a toda su altura—. Y debes estar lista.

—¿Lista para qué? —preguntó Sivir, mientras ella y Taliyah comenzaban a recoger sus pocas pertenencias.

—Se acerca la batalla por Shurima —respondió Nasus—. Por ahora debemos huir. Los guerreros de Xerath están matando a todos en Vekaura.

—¿Qué tiene de especial este lugar? —preguntó Taliyah, acomodándose la mochila.

—La están buscando a ella —dijo Nasus.

El rostro de Sivir se endureció, dejó escapar un largo suspiro y dijo: —¿Así que eres Nasus? He oído historias acerca de ti desde que era una niña. Historias de guerra y batallas heroicas. Todas las leyendas cuentan que tú y tu hermano eran los protectores de Shurima, ¿no es así?

—Es verdad —dijo Nasus—. Renekton y yo luchamos por Shurima por muchos siglos.

Sivir se acercó vacilante a él. Su rostro estaba tan lleno de imperiosa determinación como el de Azir el día en que ordenó a los sacerdotes preparar el disco solar para su Ascensión, desafiando siglos de tradición.

—Entonces lucha por Shurima hoy —dijo Sivir, con tanta autoridad como un emperador—. Los hijos y las hijas del desierto mueren ahí fuera mientras hablamos. Si eres el héroe del que he oído toda mi vida, es tu deber salir y salvar a tanta gente como sea posible.

Nasus no había imaginado que la reunión resultara así, pero las palabras de Sivir acerca del deber avivaron un ascua que llevaba demasiado tiempo dormida en su pecho. Sintió su llama extenderse a través de su ser. Solo ahora comprendía lo perdido que había estado todos estos largos y solitarios años desde la caída y el posterior renacer de Shurima.

—Tienes mi palabra de que así lo haré —dijo Nasus, desatando un pendiente que colgaba de una tira de cuero alrededor de su cuello—. Si se alejan de aquí, haré todo lo posible por proteger a la gente de Vekaura.

La piedra de su pendiente era de jade, de un verde océano con venas de oro pálido que recorrían su superficie. Una suave luz emanaba de su interior, pulsando como un corazón que latía lentamente.

Se la ofreció a Sivir y le dijo: —Usa esto y te ocultará de los ojos de Xerath. No durará para siempre, pero quizá sea suficiente.

—¿Suficiente para qué? —preguntó Sivir.

—Para que yo vuelva a encontrarte —dijo Nasus, mientras se volteaba.

Dejó a Sivir y Taliyah antes de poder cambiar de opinión, ya que sabía que la mejor oportunidad que ellas tenían de sobrevivir era atraer a los guerreros de Xerath hacia él. Lo vieron partir y él nunca volteó hacia atrás. El fuego ardía al centro de la ciudad, y Nasus siguió los gritos de los habitantes de Vekaura.

Su ira aumentaba al pasar junto a los cuerpos de los hombres y mujeres asesinados por los devastadores guerreros. Más muertes que agregar a la deuda que saldar con Xerath. Nasus movió sus hombros para soltar sus músculos. La última vez que se enfrentó al mago, su hermano estaba a su lado, y una ola de miedo alcanzó a tocar a Nasus.

No pudimos derrotarlo juntos. ¿Cómo podré derrotarlo solo?

Nasus vio a un grupo de cinco guerreros bloqueando la salida de la plaza. Le daban las espaldas, pero se voltearon al oírlo desenfundar su hacha. Debía poder sentir su miedo ante la idea de luchar contra un guerrero Ascendido, pero el fuego azul de la voluntad de Xerath ardía en sus ojos, y no temían nada.

Corrieron a atacarlo con espadas y lanzas ensangrentadas. Nasus respondió de frente con un ataque bajo que partió a tres de ellos por la mitad de un solo golpe. Atravesó el pecho de otro con su puño y dejó caer todo el peso de su quijada en la cabeza del último. Nasus la mordió y la calavera del guerrero estalló.

Entró en la plaza y vio a los habitantes de la ciudad que aún quedaban, amenazados por espadas para que se arrodillaran frente al templo del sol, con sus cabezas gachas como dóciles adoradores. Grupos de guerreros ensangrentados alzaban sus lanzas hacia el luminoso y terrible dios que ardía en su cima.

El cuerpo ardiente del mago traidor flotaba suspendido en aire, y los bordes del disco solar se derretían bajo el inmenso calor de su cuerpo Ascendido. Flotando frente a él, el hierofante se retorcía entre gritos.

—Mortales, siempre han sido unos ilusos —dijo Xerath, mientras destrozaba la carne y los huesos del cuerpo del hierofante—. ¿Por qué alguien afirmaría ser del linaje de un emperador tan inútil como Azir?

—¡Xerath! —gritó Nasus. Su voz hizo eco en toda la plaza.

Los guerreros mortales se voltearon, pero no se movieron para atacar. Se produjo un silencio y Nasus sintió el odio que fluía de Xerath chocar contra él como una ola rompiente. Lo que quedaba del cuerpo del hierofante ardió hasta convertirse en cenizas en un instante, las que volaron por los vientos cálidos que rodeaban al mago. Nasus marchó a la plaza sosteniendo su hacha firmemente a su lado mientras todos los ojos se fijaban en él.

—Por supuesto que eres tú —dijo Xerath, con una voz igual de halagadora que la de su época como mortal—. ¿Quién más podría ser que el cobarde que me selló fuera del mundo por milenios?

—Te devolveré ahí —prometió Nasus. La forma de Xerath ardió con más fuerza.

—Tenías a tu hermano a tu lado para ayudarte, en ese entonces. Dime, ¿has visto a Renekton desde que abrieron la prisión que compartimos?

—No menciones su nombre —amenazó Nasus.

—¿Has visto en lo que se ha convertido?

Nasus no dijo nada; Xerath soltó una risa, un sonido similar a una lucha entre espíritus de fuego.

—Por supuesto que no —continuó Xerath. La llama atrapada en su ser crepitaba en un oscuro regocijo. —Te hubiera matado de tan solo verte.

Xerath bajó a lo largo de los arruinados muros del templo mientras las llamas recorrían sus extremidades y volaban como luciérnagas. Los soldados dominados seguían tan inmóviles como estatuas. Esta batalla no era para mortales.

—El poder en tu interior le correspondía a Azir —dijo Nasus, acercándose lentamente a Xerath—. No fuiste elegido por el sol.

—Tampoco lo fue Renekton, pero él ascendió.

—No digas su nombre —dijo Nasus, con dientes apretados.

—Tu hermano era débil, pero tú ya lo sabías, ¿no es así? —dijo Xerath, dando un paso adelante—. Quebrantarlo fue más sencillo de lo que imaginaba. Solo tuve que decirle que lo habías abandonado a la oscuridad. Que lo dejaste atrapado con su enemigo para que muriera.

Nasus sabía que el mago lo estaba provocando, pero su odio no le permitía pensar en otra cosa además de cortar las cadenas que mantenían contenido el inimaginable poder del cuerpo de Xerath. Dos seres Ascendidos de otra época se enfrentarían en el centro de la ciudad: un rey guerrero y un mago hecho de magia viviente.

Nasus atacó primero y, en menos tiempo que un latido del corazón, su cuerpo pasó de estar inmóvil a moverse a una velocidad cegadora. Sus piernas lo lanzaron por el aire mientras blandía su hacha en un arco descendiente. La hoja golpeó a Xerath en el pecho. Los eslabones de la cadena explotaron con el impacto.

El golpe lanzó a Xerath hacia atrás, a los muros del templo. La mampostería se partió en dos y por las grietas zigzagueantes se elevó polvo, proveniente de la tumba de mucho más abajo. Grandes paneles de piedra cayeron del edificio. El mago se abalanzó hacia adelante, y descargas de energía fulguraban de sus crepitantes extremidades. Nasus aulló al sentir el poder de Xerath quemándolo, y ambos chocaron con un poder feroz.

Una oleada de energía mágica explotó hacia afuera, lanzando a la gente en una espiral como hojas en un huracán. Los edificios más cercanos colapsaron por el impacto de la fuerza sísmica, que destruyó sus muros. La gente de Vekaura huyó, tratando de encontrar un lugar seguro para ocultarse de esta batalla de dioses ancestrales. Ahora que el control de Xerath sobre ellos estaba roto, los guerreros se dispersaron y corrieron hacia los límites de la ciudad. Xerath invocó el fuego arcano del centro de su ser y lo desató indiscriminadamente.

Nasus rodó para esquivar una serie de brillantes cometas que cayeron con fuerza. Su fuego era frío, pero ardía igualmente. Se puso de pie a tiempo para hacer girar su hacha y desviar una serie de orbes de luz blanca. Xerath flotaba en el aire sobre él, riéndose mientras los relámpagos lo rodeaban. Nasus atacó al mago con su arma para liberar una descarga de poder fulminante. Xerath rugió de dolor e ira, pero aunque el fuego de su corazón parpadeó, no disminuyó.

Nasus saltó hacia Xerath. Lucharon en el aire y cayeron en el templo del sol una vez más. El impacto destruyó el muro exterior, y enormes bloques de piedra se derrumbaron desde la cima. Cayeron como los puños de los antiguos guardianes de las tumbas, agrietando la tierra y exponiendo las criptas ensombrecidas del templo. Los restos del disco solar cayeron del techo, precipitándose al suelo como una moneda lanzada por un gigante. Se hizo pedazos cuando golpeó el suelo, y lanzó trozos de metal destellante en todas las direcciones. Un fragmento se enterró en la carne del muslo de Nasus. Cuando lo retiró, la sangre brotó resplandeciente por su pierna.

Xerath surgió de entre los restos de piedras destrozadas, y un relámpago abrasador de fuego pálido golpeó a Nasus en el pecho. Gruñó y se tambaleó hacia atrás. Xerath desató otro torrente de energía mágica, que esta vez dio en el corazón de Nasus. El dolor era insoportable. Nasus cayó de rodillas, con la piel chamuscada y la carne viva. Nasus era capaz de luchar sin ayuda contra un ejército de mortales, pero Xerath no era un enemigo común y corriente. Era un ser Ascendido que blandía la fuerza robada del sol y el poder de la magia oscura.

Levantó su cabeza, mientras la ciudad ardía a su alrededor, y dijo: —Tu objetivo no está aquí, y ahora se encuentra oculto, lejos de tu mirada.

—Lo último que queda del linaje de Azir no podrá ocultarse de mí por siempre —dijo Xerath—. Lo encontraré y acabaré con esa sangre despreciable.

Nasus extendió su hacha, y la gema en su hoja emitió destellos chisporroteantes de fuerza.

—Moriré antes de permitírtelo.

—Como desees —dijo Xerath, lanzando ataques de luz una y otra vez desde sus brazos. Nasus hizo lo que pudo, pero no pudo detenerlos todos.

Xerath flotó hacia él, y dijo: —Le advertí a tu hermano una y otra vez de tu traición y de la envidia que ocultabas de él. Maldijo tu nombre y lloró mientras me contaba cómo iba a arrancarte una extremidad tras otra.

Nasus rugió y se puso de pie. Un pilar de fuego volcánico hizo erupción bajo Xerath, y el mago gritó al sentir como el refulgente fuego de los Muchos Soles lo envolvía.

Pero no fue suficiente. Nunca sería suficiente. La última vez que lucharon, Nasus y Renekton estaban en el cenit de sus poderes. Ahora, el poder de Nasus solo era la sombra de lo que alguna vez fue, mientras que el de Xerath llevaba siglos creciendo.

El mago se sobrepuso a este último y desesperado ataque, y a Nasus no le quedaba nada más que dar. La magia de Xerath lo levantó y lo sacudió en el aire, lanzándolo a las ruinas desmoronadas del templo. Las piedras se rompieron a su alrededor, y sintió sus huesos curtidos por el sol partirse como yesca.

Nasus se detuvo en el medio de los escombros. Sus piernas estaban rotas y retorcidas bajo su cuerpo. Su brazo izquierdo colgaba a su lado, inutilizado y roto desde el hombro a la muñeca. Trató de enderezarse con su otro brazo, pero un fuerte dolor surgió de su columna. Su espalda estaba rota. Con el tiempo, su cuerpo podría sanar estas heridas, pero ya no le quedaba tiempo.

—Has caído muy bajo, Nasus —dijo Xerath, flotando hacia él. Sus dedos en ascuas derramaban gotas de fuego líquido, como si fueran brasas. —Sentiría lástima por ti, si no te odiara por lo que me hiciste. Los largos años que pasaste vagando solo y abrumado quebrantaron tu espíritu.

—Prefiero eso a ser un rompejuramentos —dijo Nasus, mientras tosía sangre—. Incluso con todo el nuevo poder que has conseguido, sigues siendo un traidor y un esclavo.

Sintió la furia de Xerath y se regocijó en ella. Era todo lo que le quedaba.

—No soy esclavo de nadie —dijo Xerath—. El último acto de Azir fue liberarme.

Nasus estaba atónito. ¿Xerath era un hombre libre? No tenía sentido...

—Entonces, ¿por qué haces todo esto? ¿Por qué traicionar a Azir?

—Azir era un tonto, que ofreció su óbolo demasiado tarde —dijo Xerath.

Nasus gruñó de dolor. Los huesos astillados de su hombro hicieron fricción al comenzar a reconstituirse. Sintió la fuerza volver a su brazo, pero lo mantuvo inerte y con su apariencia inútil.

—¿Qué harás cuando muera? —dijo Nasus, recordando lo mucho que Xerath adoraba escuchar su propia voz—. ¿Qué le pasará a Shurima contigo como emperador?

Trató de impedir que su rostro reflejara su dolor, mientras su carne transformada hacía maravillas dentro de su cuerpo para reparar el daño que Xerath había causado.

El mago sacudió su cabeza y ascendió fuera de su alcance.

—¿Crees que no puedo ver cómo tu cuerpo se renueva? —dijo.

—¡Entonces baja y lucha conmigo! —gritó Nasus.

—Me he imaginado tu muerte mil veces —dijo Xerath, alzándose sobre el templo vacío—. Pero nunca por mis propias manos.

Nasus vio al mago elevarse mientras los muros endebles del templo crujían y se agrietaban inclinándose, como para caer en cualquier instante.

—El Carnicero de las Arenas recibirá su tributo —dijo Xerath. Su forma brillaba con una fuerza mayor a la que jamás tuvo el disco solar. Desde las alturas caían rocas y polvo—. Y estaré ahí para ver cómo arranca la carne de tus huesos.

El mago lanzó sus cadenas de fuego blanco a los muros devastados y agregó: —Mientras llega ese momento, te sepultaré debajo de las arenas como tú lo hiciste conmigo.

Xerath ardía con el fuego y la luz de una estrella recién nacida, y arrojó sus cadenas ígneas hacia adelante. Una ensordecedora tormenta de piedras rotas cayó en avalancha sobre la totalidad de Vekaura, liberando un fuego asesino y devastador.

La tierra comenzó a resquebrajarse bajo los pies de Nasus, con rocas aglomerándose en cascada, unas sobre otras, como si fueran un tsunami de piedra líquida. Los muros del templo se derrumbaron, enterrando a Nasus bajo cientos de toneladas de escombros.

Después de la oscuridad, luz.

Un hilo de cálida luminosidad. ¿La luz del sol?

Al principio, no estaba seguro de si todo era real. Tal vez la mente tenía algún truco a la mano para ayudar al cuerpo con su transición a la muerte.

¿Era así como moría un ser Ascendido?

No. Esa no era la muerte. La luz del sol se movió por su campo visual y sintió cómo calentaba su piel. Redistribuyó su peso, extendiendo sus piernas y girando sus hombros. Sus extremidades estaban renovadas, señal de que debía haber pasado bastante tiempo en la oscuridad. Su cuerpo sanaba rápido, pero no tenía idea de cuánto tiempo había pasado inconsciente.

No importaba cuánto, había sido demasiado.

Xerath estaba libre y era más fuerte que nunca.

Nasus volteó hacia arriba. Vio cómo la roca había formado un domo perfecto, cuyo cielo vidrioso era suave y cálido al tacto. A pesar de la escasa luz, pudo apreciar la superficie estampada por remolinos vitrificados como pintura entremezclada en la paleta de un artista. Atravesó con su puño el cielo raso, una y otra vez hasta que la roca se rompió dejando los pedazos de un vidrio que había sido ablandado por un fuego intenso. La luz entró y pudo ver que todo lo que quedaba del templo era un cúmulo de piedras aplastadas. Nasus recogió del suelo un fragmento del domo destrozado, su protector. Lo observó en sus manos y descubrió sus varios materiales mezclados, que nada tenían que hacer juntos formando aquel pedazo de roca.

Guardó en su túnica el guijarro afilado y se alejó del devastado templo del sol. Examinó las ruinas mientras un lúgubre viento las recorría, acarreando los murmullos de los muertos.

La ciudad había desaparecido, o al menos lo que sus habitantes habían construido sobre sus vestigios. Nasus observó cómo la mayor parte del suelo de piedra presentaba los mismos patrones de textura arremolinada que el domo que le había salvado la vida. El borde de cada saliente tenía una superficie ondulada, como una marea de vidrio que formaba una ola congelada a medio surgir.

Y debajo de esa ola, protegidos del fuego asesino de Xerath, emergían puñados de habitantes de Vekaura. Salían de uno en uno y en pares al principio, y después en pequeños grupos, parpadeando ante la luz del sol y sorprendidos por la forma milagrosa en que habían sobrevivido.

Nasus asintió ligeramente con la cabeza y dijo: —Shurima te lo agradece, Taliyah —y volteó hacia la ciudad para encaminarse hacia ella.

El resto de Vekaura era una vez más la sombra desolada que había sido cuando Nasus la visitó por última vez. Muros rotos, cimientos quebrados y trozos de columnas que se erguían como árboles muertos en un bosque petrificado. Había visto ruinas como estas antes, después de la primera batalla con Xerath, cuando cayó Shurima. En ese entonces, la culpa había hecho que ocultara su rostro del mundo, pero no sería así esta vez.

Xerath habló de Renekton como si fuera una bestia enloquecida por la sed de sangre, pero Nasus conocía a su hermano mucho mejor que el mago. Xerath solo veía a la bestia en la que Renekton se había convertido. Había olvidado al noble guerrero que había en su interior. El hombre que había ofrecido su propia vida por su hermano. El guerrero que había sacrificado todo voluntariamente para salvar a su tierra natal de un traidor. Xerath había olvidado todo eso, pero Nasus jamás lo haría.

Si Renekton seguía vivo, parte de él debía recordar el héroe que solía ser. Si Nasus lograba alcanzar a esa parte de su hermano, quizás podría sacarlo de su pozo de oscuridad. Por mucho tiempo, Nasus había pensado que un día enfrentaría a Renekton, pero hasta ahora había creído que ese enfrentamiento terminaría con uno de los dos muerto.

Ahora sabía que había otra salida. Ahora tenía un propósito. El Linaje de Azir aún existía, así que todavía había esperanzas.

—Te necesito, Renekton —dijo—. No puedo matar a Xerath sin ti.

Frente a él, el desierto llamaba su nombre.

Detrás de él, la arena engullía otra vez a Vekaura.

FIN.

Trivia[]

Para una mirada detallada, vea Linaje.

Referencias[]

  1. REDIRECCIÓN Plantilla:Listaref
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