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Historia corta

La Muerte del Invierno

Por Graham McNeill

Incluso desde la distancia, Sejuani podía ver que el mamut se estaba muriendo.

Lore[]

Incluso desde la distancia, Sejuani podía ver que el mamut se estaba muriendo, pero como todo en el Fréljord, luchaba por sobrevivir con cada fibra de su ser. Media docena de lanzas y el doble de flechas sobresalían de la piel enmarañada de la colosal bestia, cuyo pelo rojizo estaba tieso por la sangre congelada, pero aun así no moría.

Sus furiosos bramidos sacudían la ladera de la montaña y Sejuani no dejaba de mirar hacia la cima coronada de relámpagos, temiendo una avalancha.

O algo peor...

Los relámpagos púrpuras brillaban más allá de las montañas, dibujando la silueta de las cumbres dentadas y convirtiéndolas en colmillos afilados que abrían el cielo.

Ella y sus cazadores de la Garra Invernal habían acechado al mamut durante una semana, conduciéndolo hacia los cañones poco profundos de las faldas de la montaña, pero cada vez se abría paso a través de su anillo de lanzas y hachas para huir más arriba de los flancos de la montaña, cubiertos de pinos.

De los diez guerreros con los que había partido, ahora solo quedaban siete.

Tres bocas menos que alimentar.

Sejuani odiaba tener que pensar así, porque se trataba de buenos cazadores y temibles guerreros, pero el vidente Viljalmr presagiaba uno de los inviernos más crudos jamás recordados y las provisiones de la Garra Invernal disminuían rápidamente. Los rebaños montañeses de elnuk que solían cazar ya habían sido desplazados hacia el sur, a las tierras bajas más verdes, por sus pastores avarosanos, y los peces del Mar de Hielo estaban encerrados bajo la gruesa capa de agua congelada.

Ella volvió a tirar de las riendas de Bristle, haciendo una pausa para ordenar sus pensamientos. El gigante drüvask gruñó y sacudió su cabeza con disgusto, con el olor de la sangre del mamut en sus fosas nasales. Las monturas de sus cazadores estaban temerosas de estar tan cerca de un mamut, pero Bristle estaba ansioso por pelear.

—Tranquilo—, dijo ella, aflojando la rígida bufanda que tenía sobre la boca y sintiendo el frío en su piel como una bofetada. —Esta no es una lucha de colmillos, sino de lanzas y arcos—.

—Es bueno saber que incluso los Hijos del Hielo pueden sentir este frío—, dijo una figura con capa que cabalgaba a su lado. Su voz estaba amortiguada por las pieles que le envolvían la cara, y lo único que Sejuani podía ver eran sus ojos inyectados en sangre. El resto de su rostro estaba oculto tras una máscara de cuero elaborada con la forma de un oso rugiente, cuyo hocico estaba formado por gruesos nudos superpuestos.

Un pequeño gruñido resonó en la garganta de Bristle ante la cercanía del hombre, por lo que Sejuani le pasó una mano por el pelo áspero y erizado de sus costados para calmarlo.

—Lo siento bastante bien, Urkath—, respondió Sejuani. —Solo que no me quejo de ello—.

Urkath señaló con la cabeza hacia la montaña y dijo: —¿Cuánto crees que subirá nuestra presa antes de que se dé la vuelta y luche?—.

A unos trescientos metros por delante de ellos, el mamut subía a duras penas por la nieve, con sus pasos dificultosos y un rastro color carmesí que manchaba la blancura virgen del paisaje.

—No tardará mucho—, respondió Sejuani. —Ha perdido demasiada sangre para llegar a la cima. Se dará la vuelta antes de alcanzar la línea de los árboles—.

—¿Cómo lo sabes?—, preguntó Urkath.

—No lo sé—, admitió Sejuani. —Pero apuesto a que cree que no lo seguiremos si sube más—.

—¿Y se equivoca? Un poco más y cruzaremos al reino de Quien se yergue—.

Con solo pensar en el Volibear y en los ursinos, la boca de Sejuani se inundó con el sabor de la sangre caliente y la sensación de un relámpago en sus venas.

Las imágenes parpadearon en su mente, agudas, brillantes y dolorosamente reales. Recuerdos que no eran suyos, sensaciones que no había sentido, entrelazadas como si las hubiera vivido hace solo unos instantes.

Colmillos y garras arrancando carne del hueso...

Cráneos alargados con un fuego frío y azul ardiendo en las cuencas de los ojos vacíos....

Un pacto y una ciudad viva reducidos a esqueletos ennegrecidos de piedra y madera...

Cadáveres masacrados colgados de las ramas marchitas de árboles alimentados por la muerte...

—¿Matriarca?—, interrumpió Urkath.

Sejuani intentó responder, pero las palabras no le salían, como si una parte más antigua y primitiva de su alma mirara a través de sus ojos, la parte que una vez corrió con las bestias, con las rodillas y las palmas ensangrentadas, la piel cruda y desnuda, empapada de barro.

Urkath extendió la mano y la colocó sobre su brazo cubierto de pieles.

—¿Matriarca?—, repitió, esta vez con más urgencia.

Su piel se erizó ante su indeseado contacto. La saliva le llenó la boca mientras sus labios se retraían, enseñando los dientes, dispuesta a desgarrarle la garganta.

Sejuani cerró fuertemente el puño sobre el pomo de púas de su montura.

El dolor le despejó la cabeza y la hizo volver al presente mientras dejaba escapar un suspiro tembloroso.

—Te aconsejo que retires tu mano—, dijo, con los ojos brillando con un pálido azul invernal y una voz más fría que los vientos de la montaña.

Con los ojos atentos, Urkath apartó su mano y respondió: —Disculpa, Matriarca, pero entrar en las tierras de los Perdidos sin su permiso... es una sentencia de muerte—.

Una sombra oscureció el débil sol antes de que Sejuani pudiera responder; era la figura imponente de un hombre que llevaba el yelmo de cuernos anchos preferido por los guerreros de Lokfar.

La península costera de Lokfar era una de las regiones más duras y brutalmente frías del Fréljord, y solo los que llevaban fuego en la sangre podían resistir allí.

Sus guerreros eran típicamente delgaduchos y estoicos.

El hecho de haber derramado sangre junto a Olaf el Berserker durante muchos años le había enseñado a Sejuani que él no era ninguna de esas cosas. Incluso a pie, era fácilmente el freljordiano más grande que ella había visto, equivalente tanto a ella como a Urkath montados en altura. Algunos decían que la madre de Olaf debía de haberse acostado con un trol para haber crecido tanto, pero nunca se lo decían a la cara.

Se adentró en los dientes de la ventisca que se avecinaba como un hombre que salía a pasear, con un cuerpo poderosamente musculoso que se hacía más ancho y voluminoso gracias a las pieles y las placas de hierro atadas a su pecho y brazos.

Las trenzas de su barba estaban congeladas en puntas de color naranja ardiente y sus ojos pálidos ardían ante la posibilidad de enfrentarse a lo que había en la cima de la montaña.

—Una sentencia de muerte, dices—, dijo Olaf, pasando por delante de ellos. —Me gusta cómo suena eso—.

El mamut se arrodilló a un tiro de lanza de la línea de árboles del acantilado.

Su sangre empapó la nieve y Sejuani casi sintió pena por la bestia, al acercarse tanto a la frontera entre este mundo y las cosas terribles que habitaban en las tormentas que azotaban la cumbre.

Se apresuró a dejar de lado los sentimentalismos. Un animal de tal tamaño alimentaría a la Garra Invernal durante una semana. Sobrevivir un día, una hora o incluso el lapso de un suspiro era una victoria en el Fréljord.

Sejuani se deslizó del lomo de Bristle mientras sus cazadores se dejaban caer en la nieve, desenganchando de sus monturas lanzas largas y de empuñadura gruesa. Extendió la mano por encima del hombro y desató las correas que sujetaban su poderoso mangual, la Ira del Invierno.

Preparándose para el dolor, agarró el mango forrado de cuero y lo agitó en torno a su cuerpo, sintiendo el frío mortal del Hielo Puro, fijado en el extremo de su gruesa cadena. Un pálido resplandor se acumuló tras el azul de sus ojos, y exhaló un soplo de frío doloroso.

El mangual era un arma de gran poder, pero tenía un costo.

Líneas de un azul sólido y cristalino se formaron bajo su piel, enhebrando las venas de sus antebrazos y llegando hasta sus acordonados bíceps.

Urkath desenfundó su gran espada larga, su empuñadura trabajada a partir de las mandíbulas de un lobo dientescarchado y su hoja lo suficientemente afilada como para cortar piedra. Olaf desenvainó sus poderosas hachas, cuyas hojas brillaban con la escarcha.

—Mis armas están hambrientas—, dijo Olaf, con los dientes rechinando de anticipación. La sangre manchaba sus labios donde se había mordido el interior de las mejillas.

—Lo haremos bien—, dijo Sejuani. —Juntos. Nada de proezas—.

Olaf sonrió y asintió, con los ojos vidriosos y la mente ya hundida en la niebla de sangre del berserker.

Sejuani dio un paso hacia el mamut, levantando el mangual y dejando que la bestia viera el brillo frío de su Hielo Puro.

—Levántate—, ordenó. —Eres un rey del Fréljord. No morirás de rodillas—.

El mamut la miró fijamente y, tomando fuerzas de sus palabras, se puso de pie. Echó hacia atrás su desgreñada y colmilluda cabeza y soltó un feroz barrito en señal de desafío. El sonido resonó por las montañas como el legendario Carnyx del Archivo:Dios de la ForjaSquare.png Dios de la Forja, un cuerno de guerra cuyo estruendo podía oírse en todo el mundo.

El sonido sacudió la nieve de los árboles, eclipsando la tormenta que arreciaba en la cumbre.

El mamut bajó la cabeza y estampó sus enormes patas delanteras, cada una tan gruesa como los árboles de madera de hierro que rodeaban las piedras de Ornnkaal. Su cabeza se balanceaba de un lado a otro, mostrando sus colmillos dentados como espadas, cada uno de ellos capaz de cornear a un guerrero hasta la muerte de un solo golpe.

—Te daremos una muerte digna, tienes mi palabra—, prometió Sejuani.

—Una muerte gloriosa...—, gruñó Olaf, las palabras salieron entre dientes ensangrentados, pero Sejuani no estaba segura de a qué muerte se refería.

Los cazadores de la Garra Invernal se desplegaron, con las armas preparadas. Los guerreros con lanzas rodearon al mamut por la izquierda y por la derecha, mientras Sejuani, Olaf y Urkath se colocaban frente a él, respondiendo a su desafío.

Con un barrito de rabia, la bestia mortalmente herida arremetió.

Su velocidad era feroz, mucho más rápida de lo que debería haber sido posible.

Agitó la nieve, arrojando grandes trozos de roca negra y hielo sangriento.

Sejuani y Urkath se echaron a un lado, pero Olaf saltó al encuentro de la bestia con un bramido que rivalizaba con el de su enemigo. Su hacha golpeó al mamut en el centro de la cabeza, pero apenas lo lastimó antes de resbalar del grueso hueso de su cráneo. Con un movimiento despectivo de su trompa, el mamut arrojó al berserker sobre su espalda. Olaf aterrizó con fuerza en las piedras de atrás, peligrosamente cerca de la vertiginosa caída de los acantilados. Se incorporó con una carcajada complacida y lunática.

Sejuani se puso de pie y blandió la Ira del Invierno en un amplio barrido a dos manos.

El Hielo Puro del mangual se estrelló contra la rodilla trasera del mamut.

Se tambaleó cuando la extremidad se dobló bajo ella.

La bestia se estrelló contra el suelo y se detuvo, tratando de ponerse de pie con una pata trasera que ya no le servía. Los guerreros de Sejuani se acercaron, clavando sus lanzas en sus costados con la precisión sombría y despiadada de los cazadores que han hecho esto en muchas ocasiones.

Inclina la espada, retuerce la empuñadura, retírate a una distancia segura.

El mamut barritó y se incorporó cuando las puntas de las lanzas de hierro atravesaron su cuerpo. La sangre fresca manchó la nieve. Una cacería exitosa tenía poco que ver con la gloria o el honor; se trataba de agotar a la presa, hiriéndola y desgastándola hasta que no pudiera defenderse.

Entonces vino la matanza.

Uno de sus guerreros resbaló en la nieve, y el mamut se sacudió hacia un lado, asestando un pisotón con su poderosa pata delantera. El grito del hombre se ahogó cuando fue aplastado hasta convertirse en una pasta roja y sangrienta bajo su enorme pisada.

Los otros cazadores retrocedieron, con el pecho apretado, buscando una oportunidad para volver a atacar.

El mamut movió sus letales colmillos de un lado a otro, girando en el acto y retrocediendo hacia el borde del acantilado. Sejuani se movió hacia la izquierda, manteniendo la cabeza de su mangual en movimiento. Urkath rodeó por la derecha, con la espada en alto sobre su hombro.

Sejuani se resistió a girar la cabeza cuando escuchó el ululante grito de batalla de Olaf.

Se lanzó a la carga contra el mamut, con su hacha plateada brillando en la luz menguante.

La bestia bajó la cabeza, con los colmillos listos para desgarrar al berserker hasta matarlo.

Olaf estaba inmerso en la niebla de sangre, un estado mental que lo convierte en una feroz máquina de matar, un avatar viviente de la muerte. El mamut levantó la cabeza y Olaf saltó en el aire para agarrarse de uno de los colmillos afilados con su mano libre. Aprovechando el impulso del movimiento de la bestia, voló por encima de su cabeza para aterrizar sobre su lomo peludo.

Usó su hacha contra él, como si fuera un leñador cortando una raíz particularmente dura.

El mamut se alzó en dos patas y sacudió su cuerpo para liberarse del berserker, pero Olaf había montado monstruos más salvajes que este. Agarrado de un mechón de su pelaje largo, asestó una ráfaga de hachazos sobre el lomo del mamut. Al ver una oportunidad, Urkath cargó contra la bestia con la espada levantada para intentar cortar su garganta expuesta.

Pero la trompa se enrolló alrededor de su cintura, como si fuera un tentáculo de las criaturas invertebradas que a veces emergen de las aguas del océano en las costas de Yadulsk. El mamut alzó a Urkath por el aire antes de azotarlo contra una roca negra sobresaliente.

Sejuani escuchó el crujido de su columna vertebral por encima de su grito agónico.

Golpeó su cuerpo contra la roca dos veces más antes de apartarlo hacia un lado.

Los restos sanguinolentos de Urkath cayeron sobre la nieve; su cuerpo estaba descuartizado y sus extremidades horriblemente torcidas. Sejuani gritó y corrió a toda velocidad mientras Olaf seguía dando hachazos para perforar la gruesa piel del lomo de la bestia.

Los ojos del mamut estaban nublados por la furia y el dolor, pero aún así alcanzó a verla aproximarse.

Dando un barrito, lanzó su trompa hacia ella, casi demasiado rápido como para que la esquivara.

Casi...

Sejuani se dejó caer sobre la nieve y, con la espalda contra el suelo, se deslizó por debajo del estómago del mamut. Con la empuñadura de la Ira del Invierno en una mano, gritó y tomó el fragmento encadenado de Hielo Puro en su puño.

El dolor era insoportable, como si hubiera introducido su mano directamente en el fuego.

Golpeó el pecho del mamut con el fragmento. Al clavarlo en su cuerpo, el resplandor de la llamarada azul y blanca hizo que volteara la cabeza.

Sejuani volvió a deslizarse para salir de debajo del estómago del mamut y se puso de pie. El Hielo Puro que llevaba encadenado cayó de su mano entumecida. Sus dedos estaban negros y tiesos a causa del gélido frío.

El mamut se tambaleó mientras su corazón se congelaba y la sangre de sus venas se convertía en hielo. Sus ojos se nublaron con la blanca ventisca y dio tumbos como si estuviera ebrio, intentando mantenerse de pie.

—¡Olaf, sal de allí!—, gritó Sejuani. —¡Olaf!—.

Su voz era firme e imponente, imposible de desobedecer. Su llamado penetró la niebla de sangre que envolvía la mente de Olaf y saltó del lomo del mamut.

Aterrizó jadeando junto a ella, con los ojos bien abiertos y el hacha bañada en sangre.

Sejuani quiso hablar, pero el dolor era demasiado grande. Era una buena señal, o eso esperaba: su mano todavía podía salvarse. Sus dedos latían agónicamente; los introdujo entre sus abrigos de piel para tratar de ocultar el dolor.

El mamut se tambaleó, arrastrando la pata trasera mientras su circulación se tornaba cada vez más lenta y su sangre se enfriaba. Los cazadores lo rodearon y apuntaron sus lanzas envenenadas hacia él, pero Sejuani los detuvo con una palabra. La cacería había terminado. Detrás de la bestia estaba el acantilado; no le quedaba ningún lugar adónde ir.

Aunque el mamut se sabía abatido, levantó la cabeza con orgullo.

Había luchado hasta el final, y Sejuani alzó su arma en señal de reconocimiento, honrando su espíritu.

La gran bestia la miró, indiferente ante su gesto.

Luego, dio un paso hacia atrás y saltó por el acantilado.

Sejuani corrió hacia el borde del acantilado para ver cómo el mamut caía miles de metros por la montaña hasta aterrizar sobre una extensa capa de nieve.

—¡Svaag!—, maldijo Sejuani mientras apretaba sus puños contra la nieve, ignorando el dolor.

Olaf se paró junto a ella y se asomó peligrosamente por el acantilado.

—Agh, bajemos para repartirnos los restos—, dijo, encogiéndose de hombros. —La bestia nos ahorró la molestia de arrastrar su cadáver por la montaña—.

Sejuani suspiró y estaba a punto de darle la razón cuando oyó un crujido distante. Un sonido que hasta los bebés de pecho aprenden a reconocer.

El sonido del hielo al romperse.

Una red de líneas angulares negras salieron del lugar donde había caído el mamut y Sejuani se dio cuenta de que la vasta extensión blanca no era una tundra. Se trataba de la superficie congelada de un lago de montaña, una masa acuosa formada en una cuenca profunda.

El hielo se fracturó en segmentos quebradizos y Sejuani vio con horrorosa inexorabilidad cómo el cuerpo del mamut se deslizaba debajo de la gélida capa de aguas negras, fuera de su alcance.

—¡Svaaaaaaag!—.

Desafiando todo el conocimiento de Sejuani sobre el cuerpo humano, Urkath seguía vivo.

Sus costillas estaban aplastadas y su espina dorsal estaba rota en fragmentos, pero aún respiraba cuando Sejuani y Olaf se agacharon junto a él. Increíblemente, logró incorporarse a medias sobre la misma roca que había destruido su columna vertebral y hablar entre jadeos.

—El Lobo me llama a casa...—, dijo con una triste sonrisa y una voz que apenas era algo más que un suspiro.

—La Oveja nunca pensaría en venir por ti, Urkath—, dijo Sejuani, tomando su mano. —Somos la Garra Invernal. Nunca avanzamos con temor hacia el más allá—.

Urkath asintió. —¿Mi espada?—.

Olaf depositó el arma de Urkath sobre la palma de su mano y cerró los dedos del hombre sobre ella.

—La historia de tu muerte será contada en las fogatas por muchas temporadas—, dijo el berserker, con un dejo de melancolía en la voz. —Te envidio eso—.

Urkath tosió sangre y dijo: —Con gusto... intercambiaría destinos contigo, gran hombre—.

—No—, dijo Olaf con tristeza. —No creo que así fuera—.

Urkath giró su cabeza mientras el brillo de sus ojos se desvanecía y dijo: —Los dioses... me muestran una gran vista... al morir...—.

Sejuani siguió la dirección de su mirada hasta la cima de la montaña, donde una vívida aurora boreal color carmesí y ámbar había reemplazado al relámpago; una franja de luz que pintaba el cielo nocturno, tan hermosa y mágica como extraña.

Vio la máscara de Urkath manchada de sangre sobre la nieve y cubrió con ella su rostro ya sin vida.

—El Lobo llegará pronto—, susurró Sejuani. —Dale un buen susto a ese bastardo de mi parte—.

Dejaron a Urkath allí, en el borde entre el mundo de los vivos y el de los Perdidos.

Su cuerpo pertenecía al Fréljord ahora, y su espíritu deambularía por los vientos helados hasta que la fría y atávica alma de la tierra le encontrara alguna utilidad.

El grupo comenzó a descender sin muchos ánimos por la montaña.

No tenía sentido continuar con la cacería. Como estaban las cosas, solo tenían restos suficientes para regresar al campamento de la Garra Invernal, a dos días de camino hacia el oeste.

Exhausta y con un hambre que crecía en su estómago, Sejuani se balanceaba sobre la montura de Bristle, mientras su mano congelada ardía bajo sus pieles.

Olaf le seguía el paso a pie, sin decir nada y con una expresión sombría.

La noche cayó cuando alcanzaron el pie de las montañas y acamparon junto a un enorme menhir. Alguna vez había formado parte de un gran círculo de rocas ubicado en lo alto de la montaña, pero había caído hacía mucho tiempo debido a un terremoto. La suave superficie de la piedra estaba grabada con símbolos antiguos que nadie podía leer, y un par de esqueletos congelados yacían a sus pies del lado contrario; entre sus huesos estaba inserta una espada cubierta de escarcha.

Si eran amantes o enemigos, nadie lo sabía.

Con el ocaso cayeron nieves gélidas y llegaron vientos más fríos desde las altas cumbres, como si la montaña intentara expulsarlos de sus laderas. Camino a casa, cruzaron los restos de una aldea que se encontraban allí donde el sendero doblaba hacia el paso de montaña. Sus estructuras ya no eran más que tumbas fantasmales; sus antiguos habitantes habían muerto o abandonado el lugar hacía tiempo.

La noche del segundo día los encontró con el campamento de la Garra Invernal a la vista.

Algunas antorchas centelleantes marcaban su límite, y el corazón de Sejuani se detuvo al ver que solo quedaban unas pocas. No hacía mucho tiempo, cuando condujo a sus seguidores por primera vez, eran miles, pero el hambre y la dureza de las últimas estaciones la obligó a reducir su tropa.

—¿Cómo estás?—, preguntó Olaf, mientras forzaba la marcha hacia las antorchas; eran las primeras palabras que había pronunciado en todo el descenso.

—Hablas, ¡por fin!—, respondió Sejuani, irritada por su hosquedad.

—Agh, no me hagas caso—, dijo Olaf. —Cada vez que la niebla de sangre se apodera de mí, espero que sea la última vez. Que por fin podré morir glorioso. Y cada vez que se disipa, me entristece saber que estoy un paso más cerca de morir en paz—.

Sejuani se encogió de hombros. —No temas, Olaf. Con tantos enemigos a nuestro alrededor, te prometo que vendrán días de sangre y batalla, noches de muerte y furia—.

Olaf sonrió y su semblante sombrío se desvaneció como la nieve antes del verano.

—¿Me lo prometes?—.

—Te lo prometo—, respondió Sejuani. —Pero, con respecto a tu primera pregunta, Viljalmr considerará de mal augurio que la líder de la tribu regrese con las manos vacías de su cacería

—. —Una verdadera calamidad—, espetó Olaf. —Los videntes hablan con acertijos y no anuncian más que malos presagios. Confío más en un sureño—.

Aprovechando el momento, Sejuani preguntó: —¿Me dirás alguna vez por qué fuiste al sur?—.

—No—, respondió el berserker. —No creo que lo haga. Es mejor dejar algunas historias queden en el pasado—.

Sejuani pasó un cepillo por el pelaje de Bristle, sacando a cada movimiento firme la ira que ardía en su interior desde el encuentro en el hogar comunal. Tal y como había temido, Viljalmr, el vidente, encontró un signo de infortunio en su regreso sin carne para curar. Caminando alrededor de la fogata, con su manto de plumas de cuervo brillando con la luz anaranjada de las llamas, le dijo a la asamblea de líderes de la Garra que ese invierno sería el más nefasto que hubieran conocido.

Olaf se rio abiertamente del hombre, diciendo que hasta un niño podía darse cuenta de lo mismo.

Las otras garras de cacería habían tenido más éxito; la de Svalyek le arrebató seis elnuk a un pastor avarosano que se tardó en llevar a sus animales a pasturas más verdes, y el grupo de Heffnar había encontrado y matado a una pequeña manada de focas cornadas atrapada en tierra luego de que las aguas del océano se congelaran en las costas.

Estaba lejos de ser suficiente, pero mantendría llenos los estómagos de la tribu por algunos días.

El miedo caldeó los ánimos de la tribu, y varios le preguntaron a Sejuani qué haría y cómo pensaba mantenerlos con vida hasta la llegada de la primavera. Ella no tenía respuestas, y las voces de reproche se extendieron a lo largo de la noche acompañadas de ideas improvisadas sobre cómo lograr sobrevivir.

Algunos proponían viajar hacia el sur, a las Rocas de Ornnkaal, y hacer las paces con los avarosanos, pero enseguida los acalló Gunnak, el más belicoso de los líderes guerreros de Sejuani. Golpeándose el pecho tatuado con un hacha, exigió que trazaran un sendero sangriento con sus garras por tierras avarosanas hasta encontrar una muerte gloriosa.

Sejuani debió admitir que, a pesar de su futilidad suicida, la idea de saquear las tierras del sur con sus armas desenfundadas le resultaba atractiva. Otros sugerían salir otra vez de cacería. Después de todo, ¿no contaban aún con suficiente luz y comida como para emprender una expedición más?

Muchos se mostraron de acuerdo con la propuesta hasta que Varruki, el líder de los cazadores, les explicó que casi no había comida para mantener a los cazadores y que todos morirían congelados o de hambre antes de regresar.

En un tono más cauto, algunos oradores sugirieron dispersar la tribu y que cada familia siguiera su propio camino por las tierras salvajes. Ciertamente, los grupos más pequeños serían más fáciles de alimentar...

Sejuani había aplastado con rapidez ese tipo de conversaciones.

Sabía que iba a ser difícil volver a reunir a toda la tribu cuando llegara la primavera. Dividirla aún más solo llevaría a los grupos más pequeños a apartarse de la Garra Invernal e intentar hacerse una nueva vida en el sur.

En el Fréljord, la comunidad era la vida y separarse significaba morir. Nadie podría resistir en soledad, y la supervivencia solo era posible mediante el esfuerzo combinado de toda la tribu, incluso en una tan dura y despiadada como la Garra Invernal.

Además, ir al sur significaba vivir atados al campo, a casas hechas de piedra, a cuidar rebaños. Ese no era el camino de la Garra Invernal y nunca lo sería.

Sejuani prefería morir con la sangre caliente corriendo por las venas y la espada empuñada que encorvarse y marchitarse tras años de arar la tierra para plantar semillas.

Al final, Viljalmr marchó directamente hacia ella, en un descarado desafío de su autoridad.

¿Cómo sobrevivirá la Garra Invernal?

En otro momento, lo hubiera molido a golpes solo por atreverse a desafiarla así, pero su pregunta era razonable y todos los que estaban en la tienda lo sabían.

Su gente necesitaba una líder capaz de tomar decisiones de vida o muerte sin temor, así que le dijo a la asamblea de jefes que obtendría su respuesta cuando la luz del amanecer apareciera tras las montañas.

Ahora, al peinar el pelaje grueso que descendía por el lomo de Bristle, sentía que por fin se calmaba la tormenta implacable que azotaba su mente. Peinar a su bestia gigantesca siempre apaciguaba las emociones de Sejuani y la transportaba a una época en la que las cosas eran más simples, aunque en el fondo sabía que la vida nunca había sido realmente simple.

Pensó en aquella ocasión en que trajo a Ashe a la Garra Invernal luego de encontrarla sola y exiliada en el hielo. Sonrió al recordar que su amiga de la infancia la había confundido con un ursino.

Sus cepilladas se tornaron bruscas cuando recordó que Ashe los traicionó y se alejó de Sejuani durante la incursión contra los Ebrataal. En ese momento, Sejuani supo que no había manera alguna de que la Garra Invernal hiciera las paces con los avarosanos.

Bristle gruñó con desagrado, pisando con sus cascos en señal de irritación.

—Con cuidado, chica: la bestia se está alterando—, dijo una voz a sus espaldas.

Sejuani giró, tomando con la mano el cuchillo que llevaba a la cintura.

Una sombra yacía en la esquina del corral, diminuta e inútil, como un montón de harapos.

Soltó el cuchillo que llevaba en la mano, sorprendida al reconocer a quien le hablaba.

Recostado en una cama de paja improvisada estaba un viejo hombre que debía haber dejado morir en el hielo varios años atrás. Sus piernas no eran más que muñones que le llegaban hasta encima de las rodillas; y sus ojos ciegos, esferas blancas moteadas como un huevo de gaviota.

Su nombre era Kriek y alguna vez había sido el vidente de la tribu de Olgavanna, compuesta por campesinos y constructores que se rehusaron a seguir el estandarte de Sejuani. Entonces envió la garra guerrera de Urkath a arrasar con ellos y arrebatarles sus rebaños, sus pieles, su hierro y su sal. Los sobrevivientes huyeron a las laderas de una montaña cuya cima bullía con la piedra roja que fluye.

Cuando Urkath regresó, lo hizo trayendo a Kriek en la espalda, y se mostró confundido cuando Sejuani le preguntó por qué trajo una boca inútil más para alimentar. Urkath le aseguró que los ursinos los habían alejado de la montaña, hablando de titanes con espadas, cubiertos con pieles sangrientas y cuernos, con enormes cráneos y puños que lanzaban fuego.

Simplemente dijo que la montaña le pidió llevarse al ciego, y luego lo dejó sin más ceremonia en el margen de la aldea. Sejuani dio orden de que nadie alimentara al vidente y que fuera dejado a merced del Fréljord. Pero allí estaba, a meses y leguas de aquella batalla, todavía vivo y, extrañamente, con la Garra Invernal.

—Se dice que viste el reino de los Perdidos en la montaña—, dijo Kriek. —No envidio eso, chica. Una vez los vi, aquella vez que nos llevaste al Hogar—.

Sejuani contuvo su irritación por unos momentos y respondió: —Tú no ves nada. Estás ciego—.

Kriek asintió y dijo: —Oh, sí los vi, mejor que cualquier arquero de afilada puntería. Blancos y dorados en las nubes, con relámpagos por sangre y voces de trueno. Los vi, así fue—.

Sejuani contempló fijamente la blancura de su mirada.

—Esos ojos no han visto nada en muchos años—.

—Eso es cierto—, dijo Kriek. —El mundo se volvió blanco para mí en mi décimo invierno, ¡pero hay cosas que se ven mejor sin ojos, chica!—.

Sejuani apoyó el costado de su espada contra el cuello de Kriek y dijo: —Llámame chica otra vez y te cortaré la garganta en este instante—.

—Ah, sí, cierto. No eres una chica, tú eres una Matriarca, ¿verdad? Recuérdalo la próxima vez que algún vidente trate de decirte qué hacer—, rio Kriek, moviendo hacia ella una de sus manos sucias y carcomidas. —Pero escucha. ¿Has visto que los guerreros que pierden una mano o una pierna juran todavía sentir frío en ellas? Lo mismo hacen mis ojos. Ahora veo más de lo que nunca antes vi, más de lo que hubiera deseado ver. Cosas que te harían querer quitarte los ojos si vieras la mitad de lo que vi—.

—No sabes qué cosas vi yo—, dijo Sejuani.

—Eso es cierto—, dijo Kriek, inclinándose levemente. —Desde esa noche en la que tú y tu cambiapieles hicieron ofrendas a los Perdidos... Cantaste los juramentos, quemaste la madera en el nudo muerto y ofrendaste las armas y el hueso... ¿y qué viste? ¿Días de sangre y batalla, noches de muerte y furia?—.

El simple hecho de pensar en la matanza de la ciudad junto al río llenó a Sejuani de hambre de carne cruda y sed de médula salida de un hueso roto.

Apartó esos sentimientos de su mente y preguntó: —¿Cómo es que estás con vida? Le dije a mi gente que no te alimentara, que te abandonara—.

—El viejo Ornn me alimentó—, respondió Kriek. —En el Hogar, justo antes de que tus asesinos salieran del humo. Me levantó como a un bebé y me alimentó con un sorbo de la sopa de su gran caldero. ¡Así lo hizo!—.

Sejuani suspiró. Kriek estaba claramente loco, pero lo que la irritaba más es que un miembro de la Garra Invernal hubiera estado alimentando a este viejo idiota cuando los suyos pasaban hambre. Quiso incorporarse, pero la mano del viejo la detuvo, sosteniéndola con firmeza de su muñeca.

—Por mi honor, ni una pizca de comida ha pasado por mis labios desde que tu hombre muerto me trajo de las montañas—, dijo Kriek; sus ojos sin vida apuntaban directo hacia ella, como si algo la mirara desde atrás, algo infinitamente más antiguo y sabio. —No ingerí comida alguna. ¡Ni agua! ¡El gran caldero de Ornn produce eso! Nadie que haya bebido de él queda insatisfecho. ¡Cuando bebes un sorbo, tu estómago no gruñe hasta pasadas las cuatro estaciones!—.

—¿El caldero de Ornn?—, rio Sejuani. —Eso no es más que una leyenda. Producto de la imaginación. Un cuento perdido para contarle a los niños—.

—¿Y de dónde crees que esos cuentos vienen, sino de la verdad?—, espetó Kriek y corrió las pieles que cubrían su cuerpo. —¿Esto te parece un producto de la imaginación?—.

Sejuani soltó una exclamación involuntaria al ver el torso rojizo de Kriek y su estómago lleno de grasa. Sejuani estaba pálida como el marfil y sus muñecas demasiado delgadas; su piel se apretaba contra sus huesos y le pedía carne, grasa y pescado.

—¿Cómo...?—, preguntó Sejuani.

—Te lo dije—, respondió Kriek. —El gran caldero de Ornn. Los Perdidos lo robaron del Hogar por mero resentimiento.. Dijeron que Ornn era demasiado suave con los mortales, que si ellos pudieran llenar sus estómagos en cualquier momento, se volverían débiles y perezosos. Así que asesinaron a sus seguidores y tomaron su montaña, en lo alto, donde su poder ahora pinta el cielo con una luz rojo sangre. Ese taimado Ornn. Su magia es demasiado artera como para permanecer escondida por mucho tiempo. ¡Ni siquiera los Perdidos pueden mantener a raya un poder semejante! Pregúntale a ese cambiapieles amigo tuyo. ¡Si todavía recuerda que es un hombre, escuchará la verdad de lo que digo!—.

Sejuani negó con la cabeza. — Udyr ya no está. Caminó hacia la ventisca. Dijo que necesitaba apartarse de los espíritus que intentaban ingresar en él. Que necesitaba encontrar una manera de fortalecer su voluntad—.

—Entonces todo depende de ti, Matriarca—, dijo Kriek. —¿Qué elegirás? ¿Las viejas costumbres? ¿El hielo en tus rodillas o tu sangre empapando el tibio suelo sureño? ¿O quizás intentarás recuperar lo que los Perdidos robaron? Ya los has enfrentado antes, así que puedes hacerlo una vez más, ¿no?—.

La historia del viejo era producto de la demencia. ¿Cómo se suponía que pudiera convencer a su gente a marchar hacia el reino montañoso de los ursinos por las palabras de un loco?

El Fréljord era un lugar de oscuridad y misterio, donde las leyendas caminaban sobre el hielo y su magia estaba en cada suspiro. Se decía que Ashe se había abierto paso luchando hasta el legendario arco de Avarosa, y los poderes de Hija del Hielo de Sejuani eran prueba de que la magia estaba tejida en cada rincón del paisaje... pero aun así...

—¿Por qué me ayudarías?—, preguntó Sejuani. —Mis guerreros aniquilaron a tu tribu—.

—¿Todavía no lo entiendes, Matriarca?—, preguntó Kriek con un tono de voz ronco, grave y melódico. —Todos somos una tribu, y ya deberías haber comprendido eso hace tiempo. Piensas en pequeño, como un luchador que solo ve al enemigo que tiene enfrente. ¡Debes pensar como una Matriarca, como una reina! Hay una estación para luchar, una para dirigir y, sí, otra para morir. Pero llegó el momento de que los hijos y las hijas del Fréljord se levanten juntos, o morirán uno a uno. Y el primer paso en ese camino es permanecer vivos. Dime que me oyes, hija de Kalkia—.

Sejuani asintió y dijo: —Te escucho—.

Sejuani dejó a Kriek y a Bristle en el corral. La primera luz del día apareció tras las montañas, y Sejuani se detuvo para disfrutar la llegada de un nuevo día.

El brillo anaranjado de la fogata casi apagada se vislumbraba dentro de la tienda alargada, donde su gente la esperaba para oír su decisión.

Olaf estaba agachado junto a la entrada, pasando una brillante piedra de afilar a lo largo de la hoja de una de sus enormes hachas. Levantó la mirada y sus ojos se entrecerraron.

—Tienes la mirada de alguien que mastica una ortiga—, dijo.

—Sé lo que tenemos que hacer, pero a nadie le gustará—.

Olaf se encogió de hombros. —No hace falta que les guste. Tú eres la Matriarca. Tú les dices qué hacer y lo hacen. Así es como funciona—.

—Quiero que estés a mi lado—, dijo Sejuani.

Olaf se irguió, mostrando su imponente estatura y con el hacha en el hombro.

—No—, dijo Sejuani. —Sin armas—.

Olaf asintió lentamente y dijo: —¿Me contarás tu plan antes de entrar?—.

—¿Recuerdas que te prometí días de sangre y batalla, noches de muerte y furia?—.

—Así es, Matriarca, ¡lo recuerdo!—, dijo Olaf con una sonrisa amplia como el horizonte.

—Regresaremos a la montaña—, dijo Sejuani. —Vamos al reino de los ursinos a robar el gran caldero de Ornn del Volibear—.

—Tienes razón, eso no les gustará—, dijo Olaf. —¡Pero a mí me encanta!—.

Referencias[]

  1. REDIRECCIÓN Plantilla:Listaref
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