Lore[]
La luz se extingue.
Sobre mí, el cielo se torna oscuro mientras el sol se mete por el horizonte, dejando ondas de un rastro rojo veteado sobre él. Son los últimos ecos cálidos del día. De mí también se desprende un rastro rojo, de mi armadura, de mi espada. Son los últimos ecos cálidos de las vidas que arrebaté el día de hoy. Durante los primeros días, me daba a la tarea de limpiarme después de la batalla, de lavar y restregar la sangre y la muerte, pero jamás lo conseguía por completo. Después de un tiempo, dejé de intentarlo.
Escucho el sonido silbante de una capa carmesí mientras alguien se deja caer en el bastión a mi lado. Veo desde el rabillo de mi ojo las marcas que indican su rango.
—Capitana—, digo y amago con levantarme.
—Por favor—, responde a mi saludo con un ademán. Suelo olvidar que ahora yo lidero a mis guerreros, que ella y yo somos iguales, pero me parece falso. Ella es parte de la nobleza. Yo soy una espada huérfana.
La conozco, es la oficial de caballería que hemos escoltado hacia las colinas, en un intento por escapar del callejón sin salida que nos desangra hasta palidecer. Orgullosa, habilidosa, furiosa. Como si los ojos de nuestro imperio observaran cada uno de sus movimientos. Me mira por un segundo. —Me parece que necesitas descansar—.
Alzo la mirada. —Usan bombas que imitan el sonido de niños gritando para impedirnos dormir, o vienen por las noches a cortar nuestras gargantas, con las estrellas como único testigo—.
Inmersa en sus pensamientos, la vista de la capitana comenzó a alejarse. —Escuché a un oficial de la novena cohorte decir que ellos pueden matarte a través de los sueños—.
—¿En los sueños?—, pregunto.
Asiente.
Suspiro. —¿Qué haces si te matan en un sueño?—.
Se encoge de hombros y me lanza una mueca cansada. —Tratar de no recordarlo, me parece—.
No escucho a ninguna bestia cerca y sé que la criatura nunca se aparta de ella. —¿Dónde está tu montura?—.
Su expresión se ensombrece. —Aquel terreno que tomamos la semana pasada... Su bruja...—.
Trago saliva y cierro los ojos por un momento para bloquear el recuerdo.
—Antes de morir—, continúa. —La bruja le susurró algo a mi montura, posiblemente dirigido a mí. Una enfermedad debilitante. Esta mañana no pudo ponerse en pie—.
—Lo siento—.
—Estaba sufriendo, así que opté por terminar con su dolor—. Me mira. —¿Estás sufriendo?—.
Nuestras miradas se cruzan y se ríe suavemente.
—Tranquila, el imperio te necesita. Me refiero a eso—.
Inclina su mentón hacia mi espada; su inmensa hoja está enterrada en la tierra junto a mí, con rastros rojos.
—Esa espada es un regalo—, dice, cuidadosa de sus palabras. —Te he visto blandirla con talento, pero el tiempo también puede transformar un regalo en una carga. Has sido muy fuerte durante todo esto. Si la carga que llevas a cuestas se ha vuelto muy pesada, yo puedo llevarla por ti—.
—No—. Como un reflejo, mi mano va hacia ella. Su gran peso es reconfortante. —Esta cosa que llevo es mía. No quiero que nadie más la lleve. Sin importar que algún día acabe conmigo—.
Me analiza en silencio. Su mirada se vuelve fría por un momento, pero luego sonríe. —No quise avergonzarte; como dije, te necesitamos. Hemos derramado sangre juntas aquí y ese acto nos convierte en hermanas—.
El grito de un niño desgarra la noche temprana. Flota, perfora el aire con una duración artificial. Dormir parece una actividad de otra vida imposible de realizar aquí.
—Vaya que estamos en un lugar horrible. Juntas lo mejoraremos—. Se pone de pie y golpea su pecho con el puño. —Por Darkwill—.
—Por Darkwill—, devuelvo el saludo. —Gracias, capitana—.
Niega con la cabeza. —Puedes llamarme Marit—.
El sudor se coló en los ojos de
. El ardor la sacó del ensimismamiento de su recuerdo y la devolvió a la calma del campo. Sus sentidos se ajustaron al presente: el intenso aroma de la tierra y los cultivos listos para ser cosechados, el fresco olor especiado en el aire mientras las hojas adquieren tonos carmesíes, el calor del sol en su piel.Caminó entre las hileras del cultivo, la luz del sol se asomaba en franjas doradas a través de las hojas anchas y los tallos. Por un momento, Riven volvió a ser una niña, aquella que creció ocupándose de los campos, aunque la cebada que cosechaba en su juventud no se elevaba más allá de su cabeza, ni brillaba con las tracerías de la magia que cubrían cada parte de las Tierras Originarias. Había una separación entre cada par de pasos. La luz inundaba el sitio para remarcar un área que había sido cosechada en un relieve áspero, y las vastas porciones de la cosecha ya habían sido llevadas al mercado. De pie bajo el sol, se detenía a cada momento, permitiendo que el calor la cubriera, mientras sus entrañas se retorcían.
El sol había alcanzado su punto más alto: era el momento más caluroso del día. Riven llevó su antebrazo a la frente y trató de aclarar su garganta reseca. Sus pensamientos se hicieron agua.
Emergiendo entre los tallos encontró a Asa; su mirada era dulce mientras la esperaba con una bota de agua entre las manos. Riven se había mostrado distante con su padre adoptivo desde que volvieron del mercado. Quería darle un momento de privacidad para pensar y sentir.
Para enterrar a su esposa.
—La sopa estará lista pronto—, dijo. Después, bajó la mirada. —Creo que hice demasiada de nuevo. Lo olvidé—.
Los ojos de Riven se posaron en el santuario que habían construido para Shava Konte; ella había sido lo más cercano que había tenido a una madre. —Discúlpame, fair—.
—¿Por qué?—, Asa inclinó la cabeza y la miró.
—Debí haber ido sola al mercado—, continuó Riven. —No estuviste aquí cuando...—.
—No te corresponde cargar con el peso del mundo sobre tus hombros—, Asa negó con la cabeza lentamente. —Ni con el camino que las estrellas toman en el cielo, ni con la danza que sucede a través del velo. Sus consonancias son magníficas y están más allá de nuestra influencia—.
—No obstante, siento culpa—.
—Nuestra responsabilidad recae sobre nuestras propias acciones y las decisiones que tomamos con el corazón—. Asa le ofreció a Riven la bota de agua. —Conozco tu corazón, dyeda. Es puro—.
—No en su totalidad—, Riven tomó la bota, pero su mirada permaneció dirigida hacia el santuario. —La extraño, fair—.
—Yo también—, Asa se paró junto a ella. —Aunque no estoy en duelo por mi amada Shava porque no se ha perdido para nosotros. Estaba en paz cuando la encontramos. Sin dolor y con la fortuna de fallecer mientras dormía. La atesoro con la certeza de que, cuando vuelvan las flores, la veré de nuevo—.
Riven sintió cómo una lágrima corría por su mejilla. —¿Crees que será difícil encontrar su flor?—.
—¿La de mi esposa?—, Asa sonrió de oreja a oreja. —No creo que una sola flor pueda contener su espíritu. Esa mujer será un cerezo entero—.
Riven sonrió y miró a Asa, pero descubrió que la alegría se había esfumado de su rostro. Se dio la vuelta y notó que su mirada estaba fija en un pequeño grupo de figuras que habían aparecido a la distancia.
Su sangre se heló. Su corazón se detuvo con una certeza absoluta dentro de sí, algo inevitable que ya no podía seguir escondiendo. El olor a fogata inundó la nariz de Riven, las palabras de la reparadora con la que se habían encontrado en el camino reverberaban con intensidad en su mente.
—Fair—, dijo Riven, sus manos se apretaban en puños. —Escóndete—.
—Una campesina—, suspiró Marit. —No puedo creerlo—.
Erath siguió a las cazadoras mientras observaban con cautela el terreno que tenían frente a ellos. Grandes columnas de piedra natural se alineaban al este, como si hubiesen quedado expuestas las costillas rotas de un dios antaño muerto. Hacia el oeste estaba el bosque, con miles de tonalidades carmesí. En medio se ubicaba una granja humilde y solitaria.
—Quizás la guerra en verdad acabó con ella—, dijo Tifalenji. El zumbido de su espada se había convertido en una canción ruidosa mientras se alejaban del decolorado sitio del ataque químico. Ahora aquí, más que escucharse, el zumbido podía sentirse; era una sensación que estremecía los huesos y provocaba dolor en las encías. —Busca crecer y crear, una especie de intento por aliviar su pasado—.
—Siembra cultivos, los nutre y los cosecha. Los arranca y los vende—, se burló Marit. —Estoy segura de que un poeta puede hacer algo con eso—.
—Recuerda—, gruñó Arrel, agachándose para acariciar la cabeza de Primero. —La queremos viva—.
—Viva—, repitió Marit. —Qué término tan maleable. ¿Con cuántas extremidades puede considerarse 'viva'?—.
—Marit...—, advirtió Teneff.
—Nos traicionó—. Marit miró hacia abajo desde Doña Henrietta. —No al ejército, ni siquiera a Noxus, a nosotras. No hay misericordia para los desertores y traidores. ¿O acaso ya lo olvidaron?—.
Teneff la miró a los ojos. —Yo no lo he olvidado, pero accedimos a esto de manera consciente y volveremos al imperio con ella encadenada. ¿Entendido?—.
Erath las escuchaba. Se acercó a Talz y le dio unas palmadas en el costado. No participaba de la conversación, pero sentía que era parte de ella, sobre todo con los comentarios crueles de Marit sobre los desertores. Más allá de sentir enojo hacia ella, después de todo lo que había pasado, descubrió que estaba de acuerdo con su postura. La traición de su padre seguía alojada con fuerza en su pecho, áspera e insistente.
Teneff se quedó atrás unos cuantos pasos para que Erath pudiera alcanzarla.
—Sin duda se resistirá; estoy casi segura de que habrá un enfrentamiento—, dijo la guerrera mientras alzaba las cadenas enrolladas alrededor de su antebrazo.
—Suenas emocionada por esa posibilidad—, respondió Erath.
Teneff sonrió de forma irónica. —Debes estar preparado. Simplemente haz lo que hiciste antes. Te manejaste muy bien durante la última batalla—.
—¿Se suponía que debía dudar y ser un llorón frente a la posibilidad de matar a un enemigo?—, Erath se burló. —¿Acaso soy una chica demaciana?—.
Al unísono, las mujeres voltearon a verlo.
—¿Qué?—, Erath miró a cada una de ellas. —Dije demaciana—. Se dieron la vuelta.
Arrel miró a Tifalenji, frunciendo el ceño ante el sonido que se propagaba desde su espada. —¿Aún es necesario?—.
—No—. La forjadora de runas sonrió. Pasó una mano sobre su espada con runas grabadas y el sonido se detuvo. —Ya no necesitamos su esencia. La puedo sentir yo misma, puesto que la presa está a la vista—.
El grupo noxiano se aproximó a la granja. Erath escuchó a las cazadoras murmurar algo entre ellas; era la conversación informal de las tácticas camino a la guerra. En dónde se ubicarían, los ángulos y puntos de referencia, quién haría qué en caso de que la necesidad de matar fuera inminente; discutían de una manera casi aburrida y terriblemente calmada, con las armas bien agarradas entre sus manos.
Las cazadoras hablaban como si estuvieran asediando una fortaleza o enfrentándose a un ejército entero en el campo de batalla. No confiaban en Riven y eran conscientes de la devastación de la que era capaz. En su cabeza, Erath imaginaba a una reina guerrera despiadada con una espada encantada, bañada con la sangre de los enemigos asesinados, desperdigados a su alrededor.
Era una visión que le costaba trabajo relacionar con la granja solitaria a la que se dirigían. Aquí había serenidad, un rincón pacífico alejado del esplendor y el caos con el que Erath se había encontrado a lo largo de su travesía por Jonia. Consideró por un momento si era verdad que su viaje había llegado a su estremecedor destino. Pensó en el Bastión Inmortal; haber contemplado sus torres le parecía un recuerdo de otra vida.
Quienquiera que Erath haya sido entonces, el que se encontraba aquí y ahora estaba listo para cumplir con su deber con el imperio y llevar a la traidora frente a la justicia.
Talz gruñó profundamente, como si se estuviera ahogando. Frunciendo el ceño, Erath examinó las encías de la criatura, metió el brazo y por fin extrajo un hueso de pollo que escurría baba.
—¿Cuándo comiste pollo?—, murmuró.
Talz gruñó. Erath miró a la bestia por un momento. —Vamos—, dijo y tiró de las riendas del basilisco antes de lanzar el hueso lejos.
Un áspero camino de tierra guiaba hacia la granja. Erath analizó el terreno mientras se acercaban: una casa construida con el mismo estilo tejido y orgánico característico de Jonia, un granero lo suficientemente grande para un buey o dos, una pequeña parcela con hileras de granos; algunas partes de ella ya habían sido cortadas y recolectadas. Se forzó a pensar como lo hacían las cazadoras, de la misma manera en la que le habían enseñado en su entrenamiento. ¿En dónde podría estar una emboscada? ¿Cuál era el mejor terreno abierto para una pelea y dónde podrían replegarse en caso de que la batalla no resultara como esperaban?
Erath no vio ninguna señal de emboscada, ninguna banda de agricultores armados con cualquier cosa que tuvieran a la mano para proteger su tierra. Solo una mujer de pie, sola y vestida con ropas enlodadas al final del camino.
Las cazadoras se detuvieron a una distancia corta de ella y la miraron con cautela.
—¿Quién es ella?—, preguntó Erath.
Teneff suspiró brevemente. —Ella es Riven—.
Erath pestañeó. —¿Ella?—.
—Así es—, respondió Arrel.
La miró con detenimiento. —No se parece a lo que imaginaba—.
—Las apariencias no lo son todo, sirviente—, replicó Marit. —Tú aparentas ser un tonto, por ejemplo—. Sopesó sus palabras por un segundo. —Tal vez ese es un mal ejemplo—.
—¿En dónde está?—.
Todas las miradas se centraron en Tifalenji.
—¿Qué?—, preguntó Teneff.
—Su espada—, dijo la forjadora de runas entre dientes. —Puedo sentirla, no en un solo lugar, sino en varios. Algo anda mal—.
—Bueno, no la está blandiendo—, dijo Marit. —Eso es sorprendente. Tal vez la convirtió a golpes en una reja de arado—.
Tifalenji miró a Marit. La jinete se rio, aunque no había alegría en ello.
—Lo sé, yo también espero que no haya sido así—.
Por unos momentos, nadie dijo nada. Riven se paró frente a la puerta de su granja. Las cazadoras se alinearon frente a ella. Erath permaneció un paso detrás con Talz, mirando entre las mujeres para observar qué es lo que estaba pasando.
El silencio se prolongó, insostenible y, finalmente, se quebró.
—Hola, hermana—, dijo Teneff.
—Teneff—. Riven habló con voz baja, casi dulce, pero con un toque de tristeza. Erath no detectó en su tono ni furia ni miedo, solo dolor. La angustia recubría la enunciación del nombre de su antigua compañera. Riven echó un vistazo al resto del grupo. Observó con cuidado antes de fijar la mirada en la rastreadora y sus dragartos. —Arrel. Los cachorros han crecido—.
Arrel inclinó la cabeza.
—Así es que sí recuerda la vida que dejó de lado—, exclamó Marit, mirando a las otras cazadoras y de vuelta a Riven. —A quienes traicionó—.
La sorpresa destelló en el semblante de Riven al escuchar la voz de la mujer enmascarada. —¿Marit?—.
—Con cicatrices y todo—, desdeñó la jinete. Doña Henrietta siseó. —Seguramente sabías que este día llegaría—.
Riven suspiró. —Era cuestión de tiempo, supongo—.
Teneff dio un paso al frente. —Y ahora, ese tiempo está aquí. ¿Estás sola?—.
—Sí—, respondió.
Arrel entrecerró los ojos. —¿Deberíamos creerte?—.
—Había alguien más—; Riven señaló un santuario fúnebre junto a la puerta de la granja. Erath se percató de que estaba recién instalado. —Falleció. Ahora solo estoy yo—. Su mirada se tornó severa. —¿Qué quieren?—.
—A ti, Riven—, respondió Marit, inclinándose desde su silla. —Vinimos por ti—.
Erath notó que Riven se veía tensa. Las bandas de músculo magro en sus brazos se crisparon; sus dedos apretaron con fuerza una espada que no estaba sosteniendo. La mano del escudero de espada se posó sobre el pomo de su bracamante enfundado.
—¿Tienes pensado causarnos problemas, hermana?—. Teneff permitió que la cadena con púas en su mano se aflojara. El pesado gancho de hierro golpeó el suelo con un ruido seco. —¿Estás recordando quién eres en verdad?—.
—Ya no soy esa persona—, dijo Riven en voz baja. —Todo eso lo dejé atrás—.
—No tan atrás—, replicó Arrel.
Hubo un silencio por unos cuantos segundos que dejaban paso a la tensión. Erath miró entre las cazadoras y Riven, a la espera de que cualquiera de ellas hiciera el primer movimiento o que la espada de la traidora se manifestara mágicamente en su mano y el combate furioso comenzara.
—¿Y bien?—, dijo Marit, sorprendiendo a Erath al balancear una pierna y desmontar de Doña Henrietta, dándole las riendas. —¿No vas a ser una anfitriona educada e invitarnos a pasar? Tenemos mucho de qué hablar—.
Riven permaneció quieta por un momento, antes de dar un paso hacia atrás junto a la puerta abierta, haciéndoles un gesto para entrar. —Por favor—.
Las cazadoras cruzaron el umbral hacia dentro de la granja, cada una de ellas dejando sus armas junto a la puerta. —Quédense aquí—, Arrel les ordenó a sus dragartos. El trío resopló y gimió antes de sentarse a cada lado de la entrada. Erath estaba dispuesto a seguirlas, hasta que Tifalenji posó la mano sobre su brazo.
—Tú no—, murmuró la forjadora de runas, clavando los dedos en su carne. Alzaba su ceja y su mirada era amenazadora. Erath se dio cuenta de que su cabeza estaba ligeramente inclinada, como si se esforzara por escuchar un sonido fuera de su alcance. —Tú vendrás conmigo—.
Riven observó cómo las cazadoras se sentaron en la mesa, las tres en un mismo lado. Olas de emoción brotaban de ellas y se rompían contra ella como si fueran una tormenta de alarma, temor y, en un rincón de su ser, alivio.
Estas eran las mujeres con las que había servido, las hermanas que había hecho en fuego y sangre. Podía reconocer su esencia, pero ellas habían cambiado, revestidas con las cicatrices que nunca vio cómo fueron infligidas. Riven sabía que ella también había cambiado. El ancho de la mesa era una grieta que se abría entre ellas. Eran casi como unas extrañas con las máscaras de las compañeras a las que solía conocer.
Marit literalmente llevaba puesta una máscara. Descubrió a Riven observándola.
—Ah, ¿esto?—. La guerrera se estiró y desabrochó las hebillas detrás de su cabeza. Al retirar la careta de su rostro, el corazón de Riven se hundió frente a lo que vio.
—¿Qué sucede, hermana?—, Marit se inclinó hacia delante. —¿No recuerdas lo que sucedió? ¿El fuego, los gritos? Estuviste allí, después de todo—.
Los ojos de Riven ardían. —¿Qué te pasó, Marit?—.
—Sobreviví—. El arruinado rostro de Marit se torció en una cruel sonrisa sin labios. —Mmm, tal vez, si te hubieras quedado, sabrías a lo que me refiero—.
Riven apartó la mirada. —Pensé que todas ustedes habían muerto—. Las palabras eran genuinas; hasta este día, lo había dado por hecho. Ahora no podía discernir si las pronunciaba para convencer a las cazadoras o a sí misma.
—No lo estamos—, gruñó Arrel, aclarando su garganta dolorosamente. —¿Con cuánto esmero nos buscaste?—.
—Todo sucedió muy rápido—, dijo Riven, absorta en sus recuerdos. —Emystan, cuando ella nos disparó...—.
—No menciones ese nombre frente a mí—, gruñó Teneff. Marit lanzó una mirada a la guerrera. Teneff se puso de pie. —Y no trates de culpar a los demás. Tú huiste—.
—¿Qué recuerdas de aquel día?—, preguntó Arrel, carraspeando.
Riven cerró los ojos. Imágenes fragmentadas destellaron por su mente. Sus oídos se hincharon con fuego y gritos. La nariz escocía por la carne quemada y el veneno. Agonía, presión, dedos clavados en sus botas, rogando la salvación. Pero no podía.
—Muy poco—, respondió por fin. —Algunos fragmentos aquí y allá. No sé cómo sobreviví, creo que fue mi espada—.
—Pareces bastante ilesa—, anotó Marit.
—No lo estoy—, dijo Riven con firmeza. —Tengo mis cicatrices—.
—Como todas—, replicó Teneff. Fijó su mirada fulminante en Riven. —¿Por qué huiste?—.
Erath seguía de cerca a Tifalenji. La forjadora de runas se movía como si estuviera en trance. El sudor se escurría por el rostro de Tifalenji mientras caminaba. Sus ojos estaban cerrados y la punta de su espada titilaba y se agitaba en el aire con las pulsaciones y destellos de las runas. Erath miró hacia la granja y se preguntaba qué estaba sucediendo allí adentro. Casi chocó con Tifalenji cuando ella se detuvo abruptamente afuera del granero.
—Allí adentro—, murmuró. —Algo—.
La curiosidad de Erath aumentó. Habían tenido éxito al rastrear a la traidora a través de la magia rúnica infundida en su espada, así que debía estar allí en algún lado, escondida. Tras atestiguar lo que Tifalenji era capaz de lograr con su propia arma, el escudero de espada estaba ansioso por ver aquella poderosa reliquia de primera mano.
El granero era pequeño, ocupado únicamente por un buey escuálido que masticaba heno con satisfacción en un corral. Erath pensó en el sitio en el que dejó atados a Talz y a Doña Henrietta. Se alegró de no haber elegido albergarlos en el granero. Talz era demasiado grande y propenso a derribar la estructura entera. Por su parte, Doña Henrietta se hubiera mostrado tentada por el buey... y limpiar toda esa joyería era mucho trabajo.
La punta de la espada de Tifalenji se detuvo abruptamente sobre una pila de heno. —Allí—, susurró y se inclinó. —Una calamidad en su vida, tener una espada como la suya en un sitio como este—.
Tifalenji excavó y los dedos se clavaron en los montones de heno y pasto seco. Por fin, consiguió extraer la espada. Susurró una línea aguda de sílabas que quemaron la barcia para revelar una pieza plana de metal, semejante al tamaño del puño de Erath. Pudo distinguir un fragmento de una runa tallada sobre el material oscuro, cortada en el borde del fragmento en donde parecía haberse fracturado del resto.
—No—, Tifalenji contuvo el aliento mientras la tocaba. —No, no, no...—.
Erath dio un paso hacia atrás, sintiendo cómo la furia de la forjadora de runas fluía a través de ella como una bruma caliente. —¿Es un fragmento de la espada? ¿Cómo puede ser que algo tan poderoso esté roto?—.
—Ella lo hizo—. Una lágrima corrió por la mejilla de Tifalenji mientras sus dedos recorrían el fragmento. —En verdad lo hizo—.
Erath miró la granja y pensó en la desertora dentro con las cazadoras. ¿Qué le había pasado a esta mujer?
Tifalenji se incorporó de inmediato y, con la mirada ardiente, rodeó a Erath en un solo movimiento ágil. —Hay más piezas como esta—, siseó. —Puedo sentirlas, y tú y yo las vamos a encontrar. Cada una de ellas—.
Riven sirvió sopa en los cuencos. Colocó cada uno frente a las cazadoras antes de llenar el suyo.
—Hiciste mucha sopa—, señaló Marit, mirando la enorme olla cocinándose a fuego lento sobre el fuego. —Debes tener un gran apetito, Riv—.
Riven tragó una cucharada del caldo. —Como un poco cuando está reciente. El resto se puede quedar en el fuego por una semana, más o menos—.
Marit mezcló los contenidos de su cuenco. —Qué pintoresco—.
—No me respondiste—, insistió Teneff, su plato de comida estaba sin tocar. —Dime por qué abandonaste todo a lo que le habías jurado tu vida. Cuando menos nos debes esa respuesta—.
Riven dejó de comer y colocó su cuchara sobre la mesa. —Era huérfana. Mi padre murió peleando lejos de casa. Nunca me dijeron dónde. Mi madre murió durante el parto. Con el llamado de Noxus, tomé la oportunidad. No fue por la aventura, ni por el deseo de derramar sangre—. Miró a las cazadoras. —Fue por una familia. Por tener una oportunidad para, por fin, sentir que pertenecía a algún lado. Eso cambió aquel día en Navori, cuando aquellos a quienes llamábamos aliados convirtieron la lluvia en fuego—.
Riven inhaló, tratando de controlar el retorno de aquel recuerdo. —No éramos nada para ellos. Nunca lo fuimos—.
—Noxus no es el mismo imperio que abandonaste—, dijo Teneff. —Evolucionó. Cambió. Darkwill está muerto y la nobleza hecha jirones—.
Riven observó cómo los ojos de Marit se entrecerraron. Su máscara de tejido blando se sacudía involuntariamente.
—El imperio ahora es un lugar en el que cualquiera con la fuerza para prosperar puede hacerlo—, continuó Teneff. —En donde todos trabajamos como uno para llevar la misma libertad y sentido a cualquier lugar en el que pegue el sol—.
Riven sopesó sus palabras. —Si este Noxus nuevo es un lugar diferente, ¿entonces por qué aún le importo?—.
—Nos importas a nosotras—, dijo Arrel.
—Todas pensamos que estabas muerta—, añadió Marit. —Una heroína caída. Y, en cambio, tuvimos que enterarnos por otros que no solo estabas viva, sino que les habías dado la espalda a quienes habrían muerto por ti—.
—Conocí a una reparadora aquí—, dijo Riven. —Una sanadora de cosas rotas, como cerámica y piedra. Les cantaba, hacía hechizos, ayudaba a que los bordes se unieran uno con el otro hasta llegar a ser un solo objeto de nueva cuenta. Me dijo que los espíritus dentro de todas las cosas quieren estar completos, pero no sé si creo en ello. En ocasiones, creo que aquello que está roto no puede volver a unirse. No puede volver a lo que era. Es irreparable y así es como tendría que quedarse. Como debe quedarse—.
Mientras Tifalenji recorría la granja, murmurando para sí mientras buscaba más fragmentos, Erath se acercó a la puerta del sótano en espera de sus instrucciones. Se detuvo junto al santuario fúnebre recientemente construido y estudió la arquitectura elegante de la pequeña estructura.
Por un momento, pensó inspeccionarlo en busca de un fragmento, pero fue incapaz de arriesgarse a profanar un santuario. Tifalenji había encontrado otros fragmentos de la espada y se lamentaba con cada descubrimiento como si fuera el cuerpo de un amigo querido. Si llegaba a detectar un pedazo dentro del santuario, Erath no tenía duda de que la forjadora de runas no compartiría su recelo.
Erath no había escuchado nada desde adentro de la granja. Ningún grito, ni sonidos de violencia. Su curiosidad ardía por saber qué estaba pasando adentro, en donde las cazadoras por fin encontrarían las respuestas que las habían llevado a atravesar Jonia hasta hallar a Riven, pero sabía muy bien que no era bienvenido allí. Lo que sucediera dentro de esas paredes era entre las cuatro hermanas y nadie más.
No obstante, Erath no podía evitar preguntarse por cuánto tiempo sería así.
En cuclillas, tomó la puerta del sótano y la jaló hasta abrirla. El aire fresco y húmedo subió hasta él, revelando una serie de escalones de piedra áspera que descendían hacia la oscuridad. Al asomarse a la penumbra, Erath deseó tener su propia espada de runas, con la única intención de alumbrar el camino.
En cambio, debió valerse de métodos más tradicionales, por lo cual caminó hacia donde estaba Talz. Tras revisar los amarres de él y de Doña Henrietta para asegurarse de que ninguna de las fuertes criaturas pudiera soltarse y ocasionarle aún más problemas, usó los materiales que el basilisco cargaba a cuestas para fabricar una pequeña antorcha.
Ahora, capaz de ver, bajó por las escaleras del sótano. Llevaba la luz de la antorcha frente a él. Solo podía determinar con certeza lo que existía dentro del brillo titilante: impresiones difusas de pilas de arpilleras, estantes alineados con frascos sellados hechos de barro y piedra, herramientas de agricultura.
Erath escuchó un ruido, un crujido breve y agudo en medio de la oscuridad.
Sacó su cuchillo de inmediato. El sótano estaba atiborrado y el espacio era demasiado angosto para el bracamante. Se quedó quieto, aguzó su escucha y lentamente movió la antorcha a su alrededor.
La luz les daba forma y textura a todos los lugares por los que Erath la llevaba. Se concentró en el sitio del cual provino el sonido. Su respiración se volvió callada y uniforme, tan estable como su manera de agarrar el cuchillo. Después, se detuvo de golpe al descubrir que la luz de la antorcha le devolvió un par de brillantes ojos abiertos y asustados.
No era un fragmento de la espada rúnica. Era un hombre.
—¿Crees que vamos a aceptar eso?—, Marit aún no había tocado la comida. Su mente estaba concentrada en cualquier otra cosa que no fuera su apetito. —¿Después de todo lo que tuvimos que atravesar para encontrarte, la sangre que derramamos? ¿Crees que daremos la vuelta y te dejaremos ser, como si nada hubiera pasado?—.
—Mucho ha pasado—, Riven negó con la cabeza despacio. —Demasiado. Vuelvan y digan que estoy muerta. Esa aseveración es cierta: la Riven que conocían está muerta. Soy alguien más, un alma rota que debe rendirle cuentas a esta tierra—.
—Eso es mentira—, rugió Arrel. —Es a nosotras a quien debes rendir cuentas—.
—Es tu vida aquí la que es una mentira, Riven—, dijo Teneff. —No puedes huir de esto, ya no más. Sé la noxiana que alguna vez fuiste, nuestra hermana. Vuelve con nosotras al imperio, mantén la cabeza en alto y enfrenta la justicia. Si en verdad te ves como alguien rota, el hogar es en donde encontrarás la última pieza que te completará de nuevo—.
Marit hizo una mueca torcida. —Tal vez no te ejecuten—.
—Mucho ha cambiado—, dijo Arrel. —Pero no el alma de Noxus. Únete a nosotras y pon una rodilla en el suelo. O enfréntate a nosotras y pondremos nuestras rodillas sobre ti—.
Teneff miró a sus compañeras con enojo antes de dirigirse de nuevo a Riven. —Acepta el nuevo Noxus, entrégate al imperio y reafírmate ante sus ojos; valorarán tu fuerza. Sé que aún está dentro de ti, Riven. Aún no es demasiado tarde para ti—.
Riven apartó la mirada. Dudó por un momento al escuchar una verdad en sus palabras que no quería reconocer. ¿Y si Noxus era diferente? ¿Después de todo lo que había pasado, aún había una vida para ella allá? Y ahora que el imperio la había encontrado, ¿se detendrían alguna vez?
Riven miró a cada una de sus hermanas, persistentes en su misión. ¿Qué tendría que hacer para detenerlas? Si fracasaban con su tarea, Noxus enviaría a alguien más. ¿Cuántas vidas inocentes más se perderían antes de que lograran arrancarla de este lugar?
La sumisión se cernió pesada en su corazón. Ve con ellas, decía. No permitas que se derrame más sangre jonia por tu culpa. No salves tu alma a costa de más gente muerta antes de tiempo.
Gente como Asa. Tu fair.
—¡Riven! ¡Sal ahora mismo!—.
Las cuatro mujeres se sobresaltaron al escuchar la voz fuera de la granja. Riven se puso de pie y las cazadoras la siguieron, adoptando posturas tensas.
—¿Qué es esto?—, preguntó.
Teneff miró a Arrel y a Marit, y de vuelta a Riven. —Vayamos a averiguarlo—.
Erath observó cómo Riven aparecía desde dentro de la granja, flanqueada por las cazadoras. Salieron hacia la luz del día y lo encontraron a él y a Tifalenji de pie allí, armas en mano, con el hombre jonio que Erath había encontrado, arrodillado frente a ellos.
—Dyeda—, resopló Asa.
—¡Fair!—, Riven comenzó a acercarse hacia él, pero se detuvo en seco cuando Tifalenji colocó su espada rúnica contra la garganta del hombre. —Suéltalo—, ordenó. —¡Él no tiene nada que ver con esto!—.
—Tu engaño lo ha involucrado—, el rostro de Tifalenji era severo, su mirada fría. —Ahora podremos ahorrarnos las lágrimas del reencuentro e ir directas al grano—.
Erath observó a Tifalenji. Los ojos de Riven se entrecerraron. —¿Qué?—.
—Tengo a alguien a quien quieres—, dijo la forjadora de runas señalando a Asa. —Y tú tienes algo que necesito—. Le mostró a Riven los fragmentos rotos en su otra mano. —Tráemela—.
Riven dudó. Sus ojos iban de Tifalenji a Asa.
—Me están cansando estos juegos—, gruñó Tifalenji, presionando su espada lo suficientemente fuerte para que Erath pudiera ver un hilo de sangre brotar de la garganta de Asa. —No te lo estoy pidiendo y sabes bien de qué estoy hablando. Dámela ahora o aquí habrá otro santuario fúnebre—.
El momento se alargó mientras Riven miraba a Asa. Erath mantuvo la calma, analizando con cuidado a Riven. Vio cómo ella exhaló entre dientes y dio la vuelta lentamente hacia la granja.
—Asegúrense de que no huya—, ordenó Tifalenji. Arrel le hizo un gesto a Primero y el dragarto corrió a zancadas detrás de la granja, mientras los otros dos vigilaban las esquinas delanteras de la construcción.
—¿Qué significa esto, forjadora de runas?—, dijo Teneff. Miró a Erath. —¿Quién es este hombre?—.
—Lo encontré en el...—.
—Cállate—, rugió Tifalenji. —Este es mi asunto—.
Riven volvió a aparecer caminando por el campo con algo envuelto en una manta. Todos los ojos se posaron en ello, especialmente los de Tifalenji.
—Muéstrame—, ordenó la forjadora de runas. —Ahora—.
Con el rostro serio, Riven desenvolvió lentamente la manta hasta que cayó al suelo y dejó al descubierto la empuñadura y la guarnición de un inmenso mandoble. Un pedazo puntiagudo seguía unido a ella, como un diente astillado, inscrito con los mismos signos rúnicos que Erath había visto en los fragmentos que habían recolectado.
—Maldita seas—, susurró Tifalenji; su voz temblaba al verla. Sus dedos apretaron los fragmentos de la espada. —¿Tienes idea de lo que has hecho?—.
—Esta espada me fue confiada a mí—, dijo Riven. Sus dedos esbeltos se cerraron lentamente alrededor de su empuñadura envuelta en cuero. —Es mi responsabilidad y de nadie más. Déjalo ir—.
—Nunca debieron habértela entregado—, masculló Tifalenji. —Ese error lleva demasiado tiempo sin corregirse, pero ya no más. Entrégamela ahora—.
Mientras sostenía la espada, a pesar de estar rota, Riven parecía ser más fuerte. Erath podía ver cómo la resistencia crecía dentro de ella.
—No puedes tenerla—, dijo Riven. —Esta arma jamás regresará con aquellos que la forjaron. No permitiré que eso suceda—.
—Entonces él morirá—, dijo con llaneza Tifalenji. —Y tú también. Incluso profanada como está, la espada es lo importante aquí. No eres más que un parásito aferrándote a su resplandor para darle sentido a una existencia rota e insignificante—.
—Entonces nunca fue a mí a quien buscaban—. Riven lanzó una mirada fulminante a las cazadoras. —¿Verdad?—.
Erath miró a Tifalenji. ¿En verdad solo estaban aquí por una espada?
—Renunciaste a tu vida en el momento en el que te rebelaste contra mis maestros y dejaste de blandir la espada para sus propósitos—, dijo furiosa Tifalenji. —Moriste en aquel momento de traición, Riven. Solo estoy aquí para recuperar lo que es nuestro—.
—¿Pretendes matarla?—, Teneff dio un paso al frente. Las cadenas de su gancho repiquetearon. —Esto no fue parte del acuerdo, forjadora de runas—.
Arrel hizo un ademán y su trío de dragartos se apresuraron hacia ella, gruñendo.
—¿Me desafían ahora?—, Tifalenji se burló. —Son desertoras, soldados. Si regresan a Noxus sin mi protección, serán ejecutadas. Hagan lo que les ordeno y vivirán. No hay otra alternativa—.
—Tiene razón—.
Teneff y Arrel dieron la vuelta y observaron cómo Marit caminaba hacia la puerta de la granja para recuperar su guja. Riven la miró mientras pasaba a su lado y se paraba junto a Tifalenji.
—Bruja de las runas...—, dijo Marit. —Me prometiste una espada cuando hubiéramos terminado con todo esto. Pero me estoy impacientando, creo que quiero la de Riven—.
—Entonces demuestra tu valía—, dijo Tifalenji. —Acaba con ella y quítasela. Así será tuya—.
—Marit, escúchame—, le rogó Teneff. —No podemos hacer esto. Todas acordamos que debe regresar a Noxus para enfrentar a la justicia—.
—¡Yo seré la justicia noxiana!—, gritó Marit mientras alzaba su guja contra Riven. —Esa espada siempre debió ser mía. Tú nunca tuviste la fuerza suficiente para ejecutar lo que debía hacerse con ella. Con la espada reconstruida y en mis manos, trascenderé. Mi nombre y mi linaje no morirán olvidados en la oscuridad. ¡Con el filo de esta espada recuperaré todo lo que me arrebataron!—.
Erath analizó a las dos mujeres, observando cómo la luz del sol se reflejaba sobre el filo brillante de la guja de Marit.
—Mírate—. Marit escupió al suelo frente a Riven. —Una espada rota para un despojo de mujer. ¿Serías capaz siquiera de levantarla ahora?—.
Tifalenji gritó cuando los pedazos salieron disparados de su mano, haciéndola sangrar. Los fragmentos se deslizaron por el aire hacia Riven, brillando con luz esmeralda. Al entrelazarse sobre ella, los segmentos rotos se agruparon en una sola pieza inmensa y fracturada, unida por una chisporroteante energía rúnica.
—¿Levantarla?—. Riven giró la inmensa espada una vez, alzando polvo y pedazos de grava por el aire. —Ah, sí, hermana mía. Aún puedo levantarla—.
El repugnante rostro de Marit se deformó en una sonrisa mientras adoptaba una postura de pelea. —Me arrebataron mi vida; tú desperdiciaste la tuya. ¡Vamos! La sangre que derramamos para encontrarte... ¡Me lo debes, Riv!—.
Teneff dio un paso hacia Tifalenji, con Arrel a su lado. —No interfieran—, dijo entre dientes la forjadora de runas y elevó su espada. Lanzó una mirada fulminante hacia donde estaba Erath y señaló al anciano. —Sujétalo—.
Erath posó una mano en el hombro del jonio y empuñó con la otra el bracamante. Trataba de dividir su atención entre asegurarse de que el hombre no escapara y la separación alarmante que estaba surgiendo entre Teneff, Arrel y Tifalenji.
¿Qué pasaría si tuviera que escoger un bando?
La mente de Erath se aceleró ante la posibilidad. ¿Qué elegiría? ¿La reivindicación de Marit contra la traición? ¿El deber firme de Teneff hacia el imperio? ¿O la seguridad de la autoridad de Tifalenji, a pesar de sus secretos?
¿Acaso aquellas a quienes rechazara tratarían de matarlo? ¿Podría matarlas?
Todo esto mientras el conflicto estaba por comenzar frente a él. Erath no conseguía despegar los ojos de la increíble espada de Riven.
—Marit, hermana, no lo hagas—, dijo Riven entre dientes. —No me hagas matarte—.
Marit balanceó su guja. —No te preocupes, Riven. No lo harás—.
Las dos comenzaron a rodearse entre sí. Erath observó con atención sus posturas. La de Marit era fluida y agresiva, mientras que la de Riven, estoica y reservada. Sus armas ocuparon el espacio que había entre ellas. Sus filos se movían rápido en círculos diminutos, sin llegar a tocarse...
...Hasta que, por fin, Marit atacó.
Al percibir una abertura, la jinete saltó hacia delante; su guja era un manchón arremolinado de acero. Riven dio un paso atrás. Usó la enorme longitud y ancho de la hoja de su espada para desviar la ráfaga de golpes en una lluvia de chispas y energía rúnica esmeralda. Marit dio un paso al costado y lanzó la empuñadura de su guja contra la espada de Riven para derribarla. Luego, arremetió contra su garganta.
Con un aullido, Riven movió su espada en un arco, emitiendo una cuchillada de viento que derribó a su oponente. Marit se derrapó hacia atrás. Enterró su mano libre en la tierra para detenerse.
—Lindo—, dijo con una mueca. Se puso de pie y comenzó a atacar de nueva cuenta.
Mientras avanzaban, Erath se dio cuenta de que la actitud defensiva de Riven comenzaba a desaparecer. Algo se había despertado en su interior, el espíritu guerrero que la había convertido en una de las soldados más letales de todo Noxus. Tajo tras tajo, golpe tras bloqueo, dejó de estar a la defensiva. Erath notó cómo algo se apoderaba de sus facciones y reemplazaba la calma.
Vio furia.
Riven comenzó a atacar. La espada rúnica emitía un tamborileo chisporroteante mientras arremetía con cortes y cuchillazos los ataques de Marit. Las facciones cicatrizadas de Marit se deformaron debido a su concentración mientras usaba hasta la última gota de su increíble habilidad para repeler el ataque de Riven. Pero cada contraataque era esquivado, cada intento por colarse dentro de la guardia de Riven era rechazado.
Por primera vez, Erath consideró que Marit podía perder. Bajo la sombra de un enorme árbol con hojas rojas como sangre, Riven estaba ganando.
Las dos estaban empapadas en sudor. Los movimientos de Marit habían perdido la elegancia y daban paso al agotamiento, con un toque de desesperación. Mientras Marit se apagaba, Riven se fortalecía. Sus ojos ardían al asestar golpes cada vez más poderosos. Tras lanzar a Marit contra el árbol, Riven elevó su espada para golpearla por encima de su cabeza. Marit alzó la empuñadura de su guja y la espada de Riven la partió en dos.
—Jamás podrás escapar de aquello que te hace sentir rota, Riven—, sonrió Marit fríamente mientras se deshacía de la parte inferior de su arma. —Sin importar adónde vayas, ese sentimiento siempre estará contigo—.
Marit arremetió con su guja quebrada. Con un rugido, Riven balanceó su propia espada hacia delante. La sangre estalló a su alrededor. Chasqueó y ardió en una niebla contra las runas mientras atravesaba a Marit, clavándola en el árbol.
En un instante, los ojos de Riven se ensancharon. Extrajo la espada y Marit se deslizó lentamente hacia el suelo. Se agarró el pecho, pero era incapaz de detener el flujo de sangre que se derramaba entre sus dedos.
La furia se desvaneció del rostro de Riven al contemplar a Marit. Aflojó el agarre alrededor de su espada. —Hermana, perdóname—.
Marit miró a Riven con la sangre chorreando por una de las comisuras de su boca. Antes de que se desvanecieran, Marit usó las pocas fuerzas que le quedaban para tomar a Riven por el cuello de la túnica e inclinarla hacia ella para que sus miradas se cruzaran fijamente.
—No—, masculló. El desprecio con el que pronunció la palabra le costó toda la vida que le quedaba y se desplomó en el lodo.
El silencio se impuso. La conmoción se extendía entre todos los presentes, especialmente sobre Erath. Marit siempre le había parecido invencible. Había sobrevivido al ataque químico que la desfiguró y triunfado en cada batalla a lo largo de su travesía. No podía creer que acababa de verla caer.
¿Y para qué?, pensó. ¿Qué estamos haciendo aquí en verdad?
—Lamentable, pero no inesperado—, dijo Tifalenji.
Riven retrocedió cuando le arrebataron la espada de sus exhaustas manos; la sacudieron de un lado a otro para ver cómo ahora la forjadora de runas la sostenía, con una espada rúnica en cada mano.
—A lo largo de todo esto, en nuestro camino hasta aquí, en verdad me debatí si debía dejarte vivir tras recuperar lo que es nuestro. Pero después de este...—. Tomó con más fuerza la espada de Riven. —... sacrilegio, no puedo marcharme de aquí mientras tu corazón siga latiendo—.
—¡Basta!—, gritó Teneff. Ella y Arrel avanzaron hacia Tifalenji. Asa gimió al ver la situación. Forcejeaba para liberarse de Erath.
La forjadora de runas cruzó sus espadas y las blandió hacia los costados, derribando a ambas cazadoras en una tormenta de energía. Los dragartos de Arrel aullaron mientras arremetían en defensa de su ama. Tifalenji pronunció un verso y los tres quedaron suspendidos en el aire, envueltos en cápsulas de energía rúnica. Erath observó cómo se desarrollaba la escena. Sentía el corazón en la garganta, percibiendo cómo el agarre del bracamante en su mano se volvía resbaladizo.
—¿Creen que pueden detener esto ahora?—, rugió Tifalenji. —¡Nada podrá detenerlo! Las mataré a cada una de ustedes y dormiré tranquilamente esta noche, puesto que yo soy justa y ustedes son...—.
Los pulmones de Tifalenji se quedaron sin aire cuando la punta de una espada emergió de su pecho. Por un instante, la forjadora de runas se hundió, como si fuera ingrávida, antes de comenzar a caer. Las espadas rúnicas gemelas rodaron de sus dedos inertes y el bracamante ensangrentado la sostuvo por un segundo antes de ser extraído, revelando a Erath sujetándolo detrás de ella.
Los dragartos cayeron al suelo, confundidos pero ilesos. Arrel y Teneff se pusieron de pie y miraron con sorpresa a Erath, como si lo vieran por primera vez.
—No más traiciones—, susurró Erath. —No más secretos. Después de todo lo que hemos atravesado, todo lo que hemos cuestionado y torcido, lo único que se mantiene constante es el honor. Nuestro deber con Noxus—.
Teneff dio un paso hacia delante. Riven miró cómo se inclinó y tomó ambas espadas rúnicas. La suya había vuelto a desperdigarse de nuevo y las piezas estaban regadas por el suelo. Arrel las recolectó antes de que las dos cazadoras se pararan frente a Riven.
—Tiene razón—, dijo Teneff. La miró sin ánimos de venganza u odio, sino con una determinación sombría. —El honor es lo único que tenemos. Le di mi palabra a Noxus de que te presentarías ante la justicia, hermana. Me aseguraré de que así sea—.
—Solo déjennos en paz—, graznó Asa. Las lágrimas inundaban su rostro. —No tienen por qué llevársela—.
Erath miró a las cazadoras y luego a Riven. ¿Se derramaría más sangre de la que ya había corrido?
—Iré con ustedes—.
—Dyeda, no...—, suplicó Asa, conmocionado al escuchar aquellas palabras de la boca de Riven.
Riven lanzó un suspiro estremecedor. —No más, fair... no más sufrimiento por mi culpa. Nuestra responsabilidad recae sobre nuestras propias acciones y las decisiones que tomamos con el corazón—. Lo miró. —Esta es mi decisión—.
Asa abrió la boca para luego cerrarla. Respiraba de forma temblorosa y mantuvo la cabeza en alto. —Adonde sea que vayas, sin importar lo que hagas, siempre serás mi dyeda. Siempre—.
—Tú siempre estarás aquí, fair—. La mano de Riven se posó sobre su propio corazón. Miró a Teneff. —Déjenlo en paz e iré con ustedes—.
Teneff permaneció quieta por un momento, antes de inclinar mínimamente su cabeza. —Lo juro—. Asintió en dirección a Erath y el escudero de espada liberó a Asa de inmediato.
Tembloroso, el jonio se puso de pie. Una mirada de Riven hizo que inclinara su cabeza mientras se tambaleaba hacia la granja. Asa se deslizó por el corredor, envuelto en sollozos al ver cómo Teneff encadenaba a Riven.
De repente, Erath recordó a las bestias. Dio la vuelta y sintió alivio al ver a Talz aún atado en su sitio, pastando sin ninguna preocupación en la vida.
Pero Doña Henrietta se había soltado.
El pánico asaltó el pecho de Erath, hasta que se percató de que no se había ido lejos. Encontró a la montura reptiliana a la sombra del árbol, tratando de despertar a Marit con ligeros golpecitos de hocico. Lento y con cuidado, se acercó a ambos.
Henrietta siseó al ver a Erath, mostró sus colmillos y se interpuso entre él y el cuerpo de Marit mientras se aproximaba.
—Lo sé—, susurró Erath, acariciando con sutileza el cuello de Henrietta con la mano. —Lo sé—.
Henrietta siseó nuevamente, esta vez más suave. Erath tomó sus riendas y la bestia no se apartó.
Finalmente, Arrel enunció la pregunta que estaba en la mente de todos. —¿Cómo terminará esto? La forjadora de runas está muerta. Su mandato no sirve de nada para nosotros ahora—.
—Murió en el camino durante su expedición—. Teneff miró el cuerpo de Tifalenji. —Sirviéndole al imperio. En su nombre continuamos y cumplimos con nuestra tarea, llevando a la fugitiva ante la justicia—.
—¿Eso es lo que les dirás?—, preguntó Arrel.
Teneff estaba quieta. —Esa es la verdad—.
—Muy bien—, respondió Arrel. —Tú y el escudero de espada parecen tenerlo todo bajo control—.
Erath miró a la rastreadora y cayó en cuenta de lo que sucedía. —No vendrás con nosotros—.
—Esto era importante—, Arrel negó con la cabeza y le dio a Teneff los pedazos de la espada de Riven. —Pero cumplimos con ello y sirvo mejor al imperio por mi cuenta—.
Teneff extendió su mano lentamente. —Hasta que nos volvamos a encontrar, hermana—.
Arrel la miró por un momento, antes de tomarla, muñeca contra muñeca. —Hasta entonces—. Hizo un ademán y los dragartos se alinearon a su lado mientras se alejaban de la granja por el sendero de terracería.
—Entonces solo seremos nosotros dos—, dijo Erath, mirando a Arrel desaparecer.
—Tú tampoco vendrás—, respondió Teneff.
Confundido, Erath la miró a ella y a Riven.
—Este deber me corresponde solo a mí—, dijo ella. —Mi búsqueda terminó, pero no la tuya—. Asintió hacia Doña Henrietta. —Ahora, vete. Encuentra a tu traidor—.
En un principio, Erath no dijo nada. Tras presenciar la fuerza de Riven, no quería dejar sola a Teneff con ella, pero en su corazón sabía que esta era la decisión correcta. Y ella tenía razón. Aún tenía un asunto pendiente aquí.
Erath se enderezó y golpeó su pecho con el puño. —Por Noxus—.
Teneff le regresó el saludo. —Por Noxus—.
Erath ayudó a Teneff a envolver el cuerpo de Marit en el estandarte de su familia y cargarlo sobre Talz antes de recuperar sus pertenencias. —Que crezcas grande y fuerte, Talz—, dijo mientras palmeaba el flanco de la bestia. —Cuida a Ten—.
El basilisco movió la cabeza juguetonamente, casi derribando a Erath. Sonrió y sintió cómo sus ojos comenzaban a arderle. Se dio la vuelta, limpiándose una lágrima con el pulgar y miró a Doña Henrietta.
Al acercarse a ella, Erath imaginó cada persona a la que Doña Henrietta había matado. Cada chillido de furia reptiliana, cada grito ahogado de las gargantas de sus presas. Cada vez que había tenido que limpiar la sangre de su joyería. Mientras se acercaba tarareando suavemente, pasó una mano sobre su piel escamosa. Ella se sacudió, pero no se alejó de él. Motivado, probó sus riendas y, después de un momento, Erath saltó a la silla sobre el lomo de Doña Henrietta.
Ella lo aceptó.
Riven y Teneff vieron cómo Erath se alejaba por el camino. Los grilletes de Riven repiquetearon y se dio cuenta de que era la segunda vez que la arrastraban fuera de la granja, encadenada. Recordó cómo se había sentido entonces, temerosa y aterrada. Ahora, permitió que esos sentimientos se desvanecieran. No sería igual que la vez pasada. Esta vez era diferente, pero ella también.
Teneff miró a Riven. —Eres mi prisionera, pero también mi hermana. Te trataré con el debido respeto. ¿Estás lista?—.
Riven exhaló. Tras mirar por última vez a Asa y al hogar que nunca más volvería a ver, asintió. —Sí—.
—Bien—. Teneff ayudó a Riven a acomodarse sobre el lomo de Talz, mirando atenta el largo camino que tenían enfrente. —A Noxus—.
Erath montó toda la noche. Tras las adversidades de la travesía a pie para encontrar a Riven, la velocidad con la que avanzaba sobre Doña Henrietta era emocionante. Si su objetivo hubiera sido otro, habría permitido que la felicidad de la cabalgata lo abrumara. Pero su corazón estaba apesadumbrado, como si tuviera una piedra sobre el pecho, conforme la distancia hacia su destino se reducía a nada.
La estacada natural no se abrió al llegar. Erath desenfundó su bracamante y lo golpeó contra su armadura.
—¡Soy el hijo de Jobin!—, vociferó. —Permítanle mostrarse o apártense para que pueda enfrentarlo—.
Tras unos cuantos momentos de silencio, la barrera se abrió lo suficiente como para que pudiera entrar. Trotó hacia el interior de la aldea. Vio cómo se posaba sobre él la mirada temerosa de los jonios y los noxianos descarriados.
—¡Jobin!—, gritó Erath. —¡Padre, enfréntame!—.
—¡Calma!—. Un anciano emergió entre la multitud. Erath se dio cuenta de que era el viejo que vigilaba el área del ataque químico. —Calma, hijo mío. Te llevaré con él—.
Con un suspiro, Erath enfundó su bracamante y descendió de la montura de Doña Henrietta. El anciano guio a Erath hacia la choza de Jobin. Los dos entraron. Los jonios rodearon a Henrietta desde una distancia segura y le cantaron melodías relajantes. Henrietta les escupió.
La choza estaba oscura. El jonio encendió unas cuantas velas que le brindaron a Erath la iluminación suficiente para ver la silueta al centro de la habitación, envuelta en un sudario.
—Tu padre—, dijo el anciano.
Erath suspiró. Se arrodilló y trató de controlar sus manos temblorosas mientras retiraba el sudario y dejaba al descubierto el rostro pálido y frío de su padre. Estaba lleno de heridas, moretones y decolorado.
—¿Por qué regresaste?—, preguntó el jonio.
—Volví para saber por qué nos traicionó a mis acompañantes y a mí con la Hermandad—, la voz de Erath se estremecía.
—¿Traicionar?—. La tristeza inundó el semblante del anciano. —Hijo mío, no lo hizo—.
La mirada de Erath recorrió sus heridas, memorizando cada moretón, repasando cada laceración.
—La Hermandad llegó aquí poco después de que ustedes se marcharon—, dijo el jonio. —Exigieron que les reveláramos su camino. Él los desafió. Y por ese desafío fue torturado. Le arrebataron la vida—.
Erath apenas pudo escuchar las palabras. Se quedó sin aliento. Las emociones se agolparon dentro de él. Su travesía. La imposibilidad de pelear por su tribu, el tener que soportar las adversidades para encontrar su sitio en otra tribu distinta. Descubrir su propia familia rota. Verla desgarrada y luego unida de nueva cuenta.
Tocó el rostro de su padre. Una lágrima cayó sobre la mejilla de Jobin. El peso en el pecho de Erath se desvaneció. La piedra se derritió bajo la calidez.
—Podrías quedarte—, se atrevió a decir el anciano. —Aquí recibiríamos al hijo de Jobin. Podrías esperar a que vuelva a llegar el festival de la flor—.
—No—, Erath negó con la cabeza. —Su espíritu está en paz conmigo—.
El jonio retrocedió y bajó la cabeza en señal de aceptación.
—Ayúdame a envolverlo—, dijo Erath, sujetando la manta. —Vendrá conmigo—.
—¿Adónde lo llevarás?—, preguntó el anciano.
Erath miró al jonio y sonrió. —A casa—.Referencias[]
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