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Historia corta

La Última Función

Por Katie Chironis

Aquel viejo y conocido aroma fue lo primero que percibió.

Lore[]

Aquel viejo y conocido aroma fue lo primero que percibió. Heno, fresas y madera robusta. En el patio de la Posada Argenta soplaba una corriente peculiar que traía a la mente el dolor de recuerdos que parecían superados: cientos de conciertos, miles de rostros iluminados por linternas y, lo que más dolía, una época en la que todo era más simple y feliz en  Demacia.

Pero en estos días, esa versión de su patria se sentía lejana. A mundos de distancia. Cuando vio a su vieja amiga Etra cruzar la puerta de la posada, contuvo el aliento; tal vez esto también había cambiado. Pero los ojos de Etra se abrieron asombrados. Dio un alarido de emoción y corrió hacia donde estaba ella para envolverla en un abrazo. Sona soltó un pequeño suspiro de alivio. Algunas cosas no cambian, después de todo.

—¡Recibiste mi carta!—, dijo Etra y la apretó con fuerza.

Sona asintió con la cabeza. Cuando Etra la soltó, dio un paso atrás para verla mejor, sin soltar las manos de Sona. —Se ve que alguien ha estado viajando—, dijo, impresionada. Como si se hubiera dado cuenta de que Sona estaba irritable, Etra se detuvo, soltó sus manos y se volcó al rudimentario lenguaje de señas que habían creado a lo largo de sus vidas. ¿Todo está bien?

Fue un alivio volver a hablar con señas. Ser comprendida por alguien que la quería. Sí, por supuesto, respondió Sona, fuera o no cierto. Aunque te extrañé horrores. Bajó un poco sus manos. No quería que algún transeúnte viera sus bruscos gestos ni los movimientos de los dedos y extrajera conclusiones erróneas.

¿Por cuánto tiempo te quedarás esta vez?

Tanto como pueda, gesticuló Sona. Sabes que nunca puedo decirle que no a un escenario vacío.

Etra sonrió. Perfecto.

No había espectadores en ese atardecer cuando Sona tocó su primera nota, pero los primeros se acercaron enseguida. Estaba de pie al frente y en el centro del "salón de conciertos" de la Posada Argenta: un granero reconvertido con una tablada de madera elevada que hacía las veces de escenario. Algunos rostros que veía le resultaron familiares. Traían consigo sus planes para la noche: vino junto al fogón y queso en estameña.

Sona ubicó su etwahl al centro del escenario. El oro bruñido de su parte frontal brillaba de lustre. Se depositaba sobre su pequeña base, aquella que había llevado únicamente para sus presentaciones en Demacia. A la derecha de Sona, un hombre llamado Cal llevaba el ritmo en los tambores de piel de cabra de la posada. La voz de Etra, aguda, clara y suave como el agua, se le sumó a su izquierda unos momentos después.

Mientras se sumergían en sus familiares ritmos, la audiencia se multiplicaba. Las carretas se detenían frente a las puertas abiertas del salón de actos y los caballos eran atados a los postes. Algunos espectadores comenzaron a acompañar con un fuerte canto. Se pusieron ebrios más rápido que de costumbre. Sona sonrió con satisfacción hacia Etra, que le respondió con un gesto: Ellos también te extrañaban.

Se vivían tiempos de mucha tensión para la gente. Un solo y sangriento año bastó para que perdieran a su rey y vieran a su nación atacarse a sí misma.

Como si vinieran a ilustrar los pensamientos de Sona, cuatro figuras con capuchas sueltas sobre sus cabezas se metieron entre las últimas filas de la audiencia. Capuchas de tela azul oscuro. No es que fuera de por sí muy sospechoso, pero…

Uno de ellos señaló a Sona con la cabeza y ella pudo ver el destello de una máscara de oro.

Cazadores de magos.

Sona sintió un nudo en el estómago. Oyó un traspié casi imperceptible en la voz de Etra, pero ninguna de ellas se atrevió a mirarse directamente en ese momento.

La única opción era seguir con el acto, seguir cantando y, con suerte, mantener las apariencias. La siguiente canción del repertorio era un solo. Etra y Cal salieron atrás del escenario.

Este era el momento que en realidad el público había venido a escuchar. Se oían leves susurros de aprobación entre la audiencia mientras más gente ingresaba. La pieza no tenía nombre, pero aun así todos la conocían. Era creación de Sona, quien se relajó mientras se sumergía en su melodía. Sus dedos rozaron las cuerdas, el aire se llenó de silencio y, con el sonar de una sola nota, comenzó.

Sus dedos bailaban como luciérnagas. La canción fluía, se formaba, se desvanecía y volvía a formarse.

Pero entonces, algo cambió en la música. Aparecían capas nuevas en ella, notas que no se deberían poder tocar al mismo tiempo. Sona alzó la mirada y solo se encontró con sonrisas y ojos cerrados. La audiencia estaba encantada, absorta.

Era el momento. El etwahl había despertado. Ilusiones alargadas y ensortijadas salieron de las cuerdas, estirándose y chasqueando mientras el aire mismo tarareaba. Para ella eran radiantes: un lenguaje que solo ella compartía con el instrumento. Nadie más las podía ver.

El etwahl eligió a alguien. Una anciana en el fondo del salón pensaba en su marido, un granjero, y el instrumento se volvió ronco, adoptando la gravedad y calidez de su voz. Sona casi podía oírlo hablar. Y en las formas que se alternaban con velocidad ante ella, pudo ver los contornos de su rostro curtido, la manera en la que sus mejillas se arrugaban al sonreír. Pero los contornos se transformaron... en la difusa forma de una figura durmiente. Había enfermado y fallecido hacía un mes. La cosecha fue dura sin él, sin dudas.

Entonces, el etwahl canturreó a Sona algo íntimo: la última canción que el hombre le había cantado con su voz ronca a su esposa. Las notas flotaron en el aire. Tomó las frases sueltas de la melodía y, sin siquiera necesitar detenerse, las entretejió en su canción y siguió creando alrededor de ellas. Al levantar la mirada, Sona vio las cejas de la viuda alzarse al reconocer la melodía; las lágrimas rodaban por sus mejillas.

Sona deslizó su música dentro del corazón de la mujer. Música para darle calidez. Música para confortarla. Música para darle la fuerza necesaria para afrontar el año que se avecinaba.

La música ahora estaba en pleno crescendo. Ella y el etwahl estaban sumergidos en una conversación profunda. Las formas se habían expandido, eran brillantes y se movían sin parar, una aurora se extendía a través del salón...

Un grito destrozó la canción. Se detuvo, congelada. Pero las formas seguían a la deriva, ya sin secretos entre ella y el instrumento.

Había perdido el control.

Los cazadores de magos del fondo se habían puesto de pie y desplazado hasta el espacio central del salón. Venían por ella. Algunos se sacaron las capuchas. El resto de la audiencia todavía permanecía embelesada, cegada. Aún no advertían lo que estaba sucediendo. Sona dio dos pasos hacia atrás, en dirección a la arcada que conducía hacia el fondo del granero.

—¡Alto!—, gritó uno de los cazadores de magos. No cabían dudas de que venían por ella. Corrió con destreza, levantando su falda con una mano. El etwahl se estremeció, se liberó de su base y la siguió a través del aire. ¿Por qué seguir ocultándolo?

Salió por la parte trasera, hacia la oscuridad. Había un callejón ahí atrás; podría huir hacia los bosques antes de que la alcanzaran. Pero cuando llegó al final del callejón, dos cazadores de magos le cortaron el paso. Se detuvo en seco y giró sobre sí. Tal vez… No. Otros tres bloqueaban su regreso hacia la posada. Estaba rodeada.

—Si no opones resistencia…—, comenzó diciendo uno de ellos, pero ni bien vio el resplandor del acero demaciano en su mano, no escuchó nada más. Detrás de ella, unas pisadas. Se estaban acercando.

Retrocedió contra la pared de la posada mientras los cinco cazadores de magos permanecían de pie frente a ella.

Posó sus manos sobre el etwahl. Espero que Etra haya huido, pensó.

El etwahl resplandeció. Lanzó una violenta ráfaga de música violenta ráfaga de música. El acorde se disparó e impactó contra sus perseguidores. El aire se llenó de un dorado repulsivamente radiante. Cubrieron sus rostros. Cuando escuchó sus gemidos, sus gritos rotos, supo que todo había terminado.

Ahora bailaban, todos ellos. Eran un espectáculo aterrador: figuras contorsionadas y retorcidas que se doblaban contra su voluntad como marionetas. Hasta donde sabía, era doloroso. Pero necesitaba lastimarlos. Debía hacer que el dolor fuera lo único que pudieran recordar. De ese modo, no podrían recordar a Etra. No podrían buscarla.

—¡Por favor, ten piedad!—

—Ahhh… mi brazo...—.

Al principio, le rogaban que se detuviera, pero unos momentos después, incluso eso se esfumó y solo se oían sus gemidos, el movimiento de sus pies, el crujido de sus articulaciones. No quería lastimarlos, pensó. Nunca lo hago. Pero ustedes… ustedes son la razón por la que mi hogar ya no es mi hogar.

Un último compás. Una última canción. Rasgó sus notas. El acorde los alcanzó con tonalidades de un morado intenso. Se desplomaron sobre el suelo al instante como juguetes desechados, inconscientes y desmemoriados.

Y Sona se desvaneció en el silencio de los bosques.

Referencias[]

  1. REDIRECCIÓN Plantilla:Listaref
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