Lore[]
La tienda de armas tenía un aspecto mugriento, justo como le gustaba a Samira. Un letrero un poco torcido colgaba de la puerta: Municiones Lani y Miel. Samira se había enterado de este tugurio noxiano por la capitana Indari, quien a su vez había recibido el dato de sus antiguas conexiones saboteadoras. Eso, y el hecho de que los aprendices aquí trabajaban también como tatuadores, fue suficiente para intrigar a Samira. Entró al local e Indari la siguió.
No era necesario que la capitana la acompañara, pero Samira sabía que tampoco podía contradecirla.
Dentro, Samira olió hierro fundido y notó herramientas poco comunes para una armería noxiana. Una mujer alegre, con dos perforaciones en el labio inferior, soldaba metal zaunita mientras su compañera, una mujer con la contextura de un buey, limpiaba una hexcarabina. Varios aprendices tatuados ayudaban con lo que fuera necesario.
—¿Cuántas monedas gastarás hoy?—, preguntó Indari, ajustando los aros de propulsión de su silla de ruedas de madera. Su voz cargaba la fuerza de muchas décadas al servicio del imperio. Años atrás, su desaprobación la hubiera herido.
Ahora, molestar a la capitana era un premio adicional.
—No tantas como me gustaría—. Samira observó dos pistolas exhibidas detrás de un vidrio. Una era negra como el carbón. La otra era un revólver plateado y lustroso. Ambas contaban con innovaciones zaunitas que aún no se habían probado.
—¿Estas se sienten tan bien como se ven?—, preguntó Samira.
—¡Son las mejores que tenemos!—, gritó la soldadora. —Miel y yo las hacemos con materiales que importamos de nuestras tierras... digo, de mis tierras. Te costarán una fortuna—.
Samira dejó caer un saco de monedas sobre el mostrador. Detrás de ella, Indari se cruzó de brazos. —¡Ese es todo el pago de la última misión!—.
Samira sonrió. —Una mujer debe tener el equipo adecuado para el trabajo. Además, las últimas armas de fuego que tuve... no fueron tan emocionantes—.
Indari sacudió la cabeza. —Sam. Esto es imprudente, incluso para ti—.
Samira pronunció aún más su sonrisa. —Tal como me enseñaste—.
El viaje a través de las selvas sureñas duró semanas y, para decepción de Samira, ni una sola persona intentó matarla. Parada al lado de un gran edificio de piedra, volvió a revisar la ubicación que la capitana había marcado en su diario: un complejo cerca de Qualthala que, según los rumores, albergaba un arma que amenazaba al imperio. Las órdenes eran recuperar el arma y no dejar sobrevivientes.
El edificio, desprovisto de cualquier marca, se alzaba frente a ella, sus puertas de madera hechas trizas.
—Mmm—, meditó Samira.
Dio un paso hacia adelante, pero luego se paró en seco. Levantando su bota derecha, extrajo un pedazo de hierro torcido que se había clavado en la hebilla de metal. Qué extraño, pensó, contemplando su forma poco natural. Luego, escuchó pasos apresurados.
Delante de ella, había dos guardias que blandían sus lanzas.
—¡Otra intrusa!—, gritó uno. —¡Que no escape!—.
Mi tipo de bienvenida.
Samira sacó sus pistolas. Deslizándose hacia la derecha, descargó una lluvia de balas. Los guardias cayeron antes de que estuvieran a una lanza de distancia de ella.
Samira frunció el ceño. —Bueno, eso fue pan comido, ¿no?—. Siguió adelante, trotando y pisando los restos de metal en los corredores del complejo para hacer ruido, en un intento por llamar la atención de todos. Los caudillos, alertados por la intrusión, corrieron hacia ella.
Segunda ronda. Que empiece la fiesta.
Por el rabillo del ojo, vio una mesa arrimada contra una pared. Samira corrió y se subió a ella. Con un salto desde arriba, giró formando un gran semicírculo y abatiendo a sus enemigos con una ráfaga de disparos antes de que sus pies tocaran el suelo.
Sin descansar, saltó por encima de un balcón destruido y aterrizó en un patio abierto. Cerca, había otro edificio con las puertas destruidas, abiertas de par en par.
Alguien llegó a esta arma antes que yo, pensó, sonriendo. Han pasado años desde la última vez que sucedió algo así.
Su pulso se aceleró. Al escuchar un estruendo lejano, giró sobre su propio eje con las pistolas apuntando hacia adelante.
Dos figuras enormes entraron a toda velocidad al patio. Samira sonrió.
Basiliscos. Qué suerte.
Los basiliscos llevaban jinetes: dos soldados con armadura y hachas de doble filo. A Samira se le erizó la piel por la emoción.
¿Qué tenemos aquí...? Blancos de práctica.
—¿También está aquí por ese niño inválido?—, preguntó uno de los soldados.
—No importa, el niño se ha ido. Y esta no se parece en nada al otro intruso—, dijo el segundo soldado, mirando a Samira. —¿Qué eres?—.
Samira levantó una ceja. —Soy lo último que verás—.
—¡Ja! Esta tiene sentido del...—.
Una bala le atravesó el cráneo.
—Qué desperdicio—, dijo Samira, revisando su revólver. —Gasté mi ultima bala en él—.
El soldado cayó al suelo, muerto. Su basilisco rugió. Con la cabeza inclinada se abalanzó hacia Samira; su mandíbula chasqueaba.
—Ven a buscarme, bestia—.
Samira se agachó. Sentía el corazón desbocado, pero no movió ni un músculo.
No será tan emocionante hasta que llegue…
El basilisco estaba cerca. Sentía un hormigueo en los dedos.
El momento justo.
Samira estiró los brazos hacia atrás y le arrojó las armas a los ojos, desconcertando a la bestia por un momento. Dándole la espalda, saltó por los aires, dio una vuelta perfecta hacia atrás y aterrizó en la montura de la criatura. Tensando las riendas, tiró de su montura para enfrentarse al soldado restante.
El soldado gruñó. —¿Rell te envió para poner las cosas en orden?—.
—No, ni sé quién es. Me envió Noxus—, respondió Samira, disfrutando de la confusión de su enemigo. —Algunas veces, me envían para salvar a los fuertes. Otras...—, miró fijamente al soldado —... para sacrificar a los débiles—.
Colérico, el soldado galopó hacia adelante.
Samira soltó las riendas y susurró: —Vamos—. Su basilisco saltó hacia adelante para encontrarse con el otro jinete. El soldado se acercaba a ella con el hacha en lo alto, apuntando hacia su cuello.
No, no. Cometes un error.
Samira arqueó la espalda cuando su montura se topó con la de él. Esquivó el golpe y desenfundó su espada en un solo movimiento veloz. Con un giro ascendente, clavó la cuchilla en su estómago.
El soldado rugió. —¡Eso no funcionará en esta armadura!—.
—Cariño, yo no hago que las cosas funcionen. Yo mato—.
Samira jaló la corredera adherida al borde desafilado de su espada y apretó el gatillo. Pólvora negra estalló detrás de su espada e impulsó la cuchilla hacia adelante para perforar la armadura del soldado. Con un grito de emoción, le abrió el torso en dos antes de saltar de su montura y aterrizar de pie, envuelta en una nube de humo proveniente de su espada.
Ambos basiliscos, ahora sin jinetes, permanecieron inmóviles. Samira los despojó de sus monturas. Mientras las bestias se alejaban hacia la libertad, ella pateó los cadáveres para recuperar sus pistolas vacías.
En el otro extremo del patio, una escalera de caracol a punto de derrumbarse se perdía debajo del suelo más allá de las puertas destrozadas del edificio. Samira descendió y se encontró con los restos de una celda de piedra y pedazos de hierros retorcidos desperdigados por todos lados. Habían destruido la puerta delantera y derrumbado la pared del fondo para formar una abertura enorme que continuaba en un túnel que se perdía en la selva.
—¿Qué guardaban aquí?—.
Samira paseó por la habitación, examinando los restos. Rasgado por fragmentos dentados de metal había un catre pequeño hecho para un niño. Encogiéndose de hombros, Samira se sentó, metió la mano en el bolsillo y sacó una petaca. Con las botas descansando sobre los escombros, se recostó y alzó la petaca.
—¡Felicidades, arma! ¡Seas lo que seas, o quien seas, tienes mi atención!—.
Semanas más tarde, Samira estaba de vuelta en la tienda de armas. Escéptica, Indari se encontraba sentada cerca, mientras un fornido aprendiz retocaba los tatuajes de Samira con agujas de bronce.
—¿Quieres algo nuevo hoy?—, preguntó.
—No. No hay nada muy emocionante todavía… Pero se avecina algo peligroso, así que deja un poco de espacio—.
Indari puso los ojos en blanco. —Así que... ¿Qué te parecieron?—.
—Exquisitas. Voy a jugar con ellas un largo rato—.
—Vaya—, dijo Indari, fingiendo admiración. —La gran Rosa del Desierto... reutilizando armas—.
—La vida está llena de sorpresas—. Samira dejó un puñado de monedas sobre el mostrador antes de irse. —Que sigan llegando las misiones, capitana—, dijo haciendo un gesto de saludo. —Ya sabes dónde encontrarme—.
Indari rodó tras ella. —¿Qué quieres decir con eso de 'Ya sabes dónde encontrarme'? La última vez, ¡estabas tirándote de un acantilado remoto en Shurima! ¡Mis exploradores casi mueren intentando localizarte!—.
Pero Samira ya se había ido.
Frustrada, Indari regresó a la tienda. —Uno de estos días...—, dijo en voz baja —... tendrá que valerse por sí misma—.
El tatuador, ahora sin el disfraz que le proporcionaba la magia oscura, emergió de las sombras para revelar una
—Capitana Indari. Le darás todo lo que quiera... El imperio necesita a Samira—. con el rostro pálido bajo la luz reinante.Referencias[]
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