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Historia corta

En la Batalla, Quebrado

Por Laurie Goulding

Cansada por las labores del día, Iula se limpió las manos adoloridas en su delantal y levantó una copa en dirección a la repisa de la chimenea.

Lore[]

Asumir que los Aspectos actúan en beneficio de  Targón o de su pueblo es un disparate del más alto nivel.

Cuando los primeros Rakkor subieron la Gran Montaña, lo hicieron para acercarse más a su sol sagrado, la fuente divina de toda la luz y la majestuosidad en este mundo. Pero cuando llegaron a la cima, se encontraron con seres extraños y sobrenaturales que allí los esperaban.

No eran dioses. No hay dioses en la montaña, ni encima de ella. Los Aspectos nunca se adjudicaron serlo y los Rakkor nunca los consideraron deidades. A pesar de todo su poder divino, de que habían descendido del firmamento del reino celestial, no podían recorrer Runaterra sin ayuda, y por este motivo estaban dispuestos a negociar a cualquier costo. Lo suficiente como para usar nuestros peores instintos en nuestra contra. Lo suficiente como para traicionar al propio sol dorado.

Al día de hoy, los Aspectos luchan por manipular un mundo que no es suyo, por razones que no podemos comprender, en un marco temporal que se burla, incluso, de las más grandes ambiciones mortales.

Sin embargo, podemos estar seguros de que sus motivos no son humanos, y de que su capacidad para la crueldad y el engaño no tienen igual en toda la existencia.

— De La tribu del Último Sol, por la jerarca Malgurza de Helia

Cansada por las labores del día, Error: Card with name "Iula" is not in the data. se limpió las manos adoloridas en su delantal y levantó una copa en dirección a la repisa de la chimenea.

—Salud, mi amor—, susurró, antes de llevársela a los labios.

Un torrente de dulzura. Calidez. Los últimos rayos de un atardecer otoñal.

Evaluó el sabor por un momento, dejando que se asentara en su paladar y respirando lentamente por la nariz. Luego miró su bebida y con suavidad revolvió el dorado líquido en su interior.

—¿Cómo está?—, preguntó Hanne, mientras cerraba la puerta de la granja tras ella.

Iula se encogió de hombros. —Está bien. Tal vez cuando madure se ponga mejor—.

La mujer más joven apoyó dos grandes sacos de cereal en el suelo junto a la mesa de la cocina y se sirvió una copa. Iula la vio olerla y beber un largo sorbo.

Después, Hanne tosió y pestañeó con fuerza dos veces.

Y luego una tercera.

—Se puede... De verdad se puede sentir el humo...—, dijo con dificultad. —El hidromiel... ¿es siempre así?—.

Iula sonrió, recorriendo con las yemas de sus dedos los ramos de hierbas que colgaban de las vigas del techo. —No, no siempre. Depende lo que le pongas. Para un medu tradicional, esperaba que la salvia se sintiera un poquito más. Tal vez la próxima vez usemos más. Y fresca, no seca—.

—¿Aún así lo llevaremos al mercado? ¿Estará listo para entonces?—.

—Está bien. Podemos endulzar cada frasco con un poco más de miel, antes de que los cierre—.

Hanne terminó su copa con apenas el atisbo de una mueca, antes de apoyarla sobre la mesa. —Creo que vi un último panal en el depósito—, dijo. —Lo traeré—.

—No hay apuro. No lo haré esta noche. Tengo que empezar con la masa madre antes de irme a la cama—.

—¡No hay problema!—, insistió Hanne. —Voy ahora, antes de hacerle la cena a este jovencito—.

El pequeño Tomis estaba quieto sentado en la mesa, balanceando sus pies descalzos de adelante hacia atrás. Aunque el día había sido largo, todavía tenía los ojos abiertos... y fijos en la bebida que Iula sostenía con la mano.

—¿Puedo probar un poco?—, preguntó apenas Hanne se fue.

Con picardía, Iula giró la cabeza y lo miró con una expresión de fingida confusión. —¿Te refieres a este rico guiso que Hanne hizo para todos?—, dijo, señalando hacia la chimenea con su copa.

Tomis negó con la cabeza. —No. El medu—.

—Bueno, me parece que no es una buena idea, ¿no crees?—, respondió ella, pasando una pierna por encima del banco para sentarse junto a él. Le crujieron las rodillas y los codos... pero siempre lo habían hecho, y había dejado de darle importancia hacía muchos años.

Le dio un golpecito a la jarra grande de vidrio a su lado.

—¿Qué te parece un poco de tu sabroso té solar? ¿No prefieres un vaso de eso? ¡Pasamos todo el día haciéndolo y nos has ayudado mucho! Tengo muchas ganas de probarlo—.

Tomis frunció la nariz. —Ya no me gusta el té solar—.

—¡Ah, eso es mentira! Es una bebida muy especial para un joven Rakkor. Te empapa de pies a cabeza con la bendición de Sol. ¿No quieres eso?—.

El niño se quedó muy callado y quieto. Sus ojos se hundieron en la mesa.

—¿Entonces por qué pones tu bebida en la oscuridad?—, murmuró con voz quejumbrosa. —¿Eso significa que es mala?—.

De repente, Iula temió haber ido muy lejos. —Oh, no—, rio, pasando el brazo por sus hombros. —No es mala. Para nada. Mi querido esposo me enseñó a preparar hidromiel cuando nos casamos. Necesita asentarse en la oscuridad por un tiempo para... eh... para conseguir... un poco más de...—.

Desistió de intentar explicarle el proceso de fermentación a un niño de cuatro años y le tocó la nariz juguetonamente.

—Mira, mi niño, algunas de las mejores cosas que disfrutan los adultos se hacen en la oscuridad, ¿sí? Algún día, cuando seas más grande y más alto, lo entenderás. ¡Y entonces podrás beber un poco de hidromiel! Pero, por ahora, ¡los dos beberemos té solar! ¿Puedes ayudar a esta vieja cansada y traer dos vasos limpios?—.

Tomis sonrió y se dirigió a la alacena. Mientras lo miraba caminar, Iula bebió astutamente lo último que le quedaba en la copa, cuando la puerta de la granja se abrió.

—De hecho, Tam, trae tres. Hanne ya volvió, y seguro querrá...—.

—Iula—.

Algo en el tono de Hanne le enfrío la sangre a Iula. En un segundo se puso de pie, y se acercó a la chica parada en el umbral. —¿Qué pasa?—.

—Alguien se acerca. Creo que... Creo que es un Solari—.

Iula escudriñó la oscuridad crepuscular del valle con los ojos entrecerrados, más allá del patio polvoriento de su simple granja y de los campos de trigo empíreo detrás de él.

Allí.

Ciertamente, podía vislumbrar la figura distante y demacrada de un hombre vestido con una pálida armadura dorada. Se movía lentamente a través de los cultivos, pero no había dudas de cuál era su destino final. La casa de Iula estaba lejos y apartada: los vecinos más cercanos estaban a varias horas de distancia hacia el norte.

Ella suspiró, armándose de valor, y empezó a caminar hacia el patio.

—Saludos, amigo—, gritó. —Que la luz de Sol descienda sobre ti. Espero que tu viaje por las montañas no haya sido muy duro—.

El hombre no respondió, ni paró su marcha.

Iula continuó. —Te puedo ofrecer comida y agua, pero lamento decir que los guerreros ya no son bienvenidos en la casa que alguna vez compartí con mi amado. ¿Tal vez lo conozcas? Pylas de los Ra'Horak. Un digno héroe de los Solari de hace cuarenta años. Tengo el certificado del sacerdocio en reconocimiento a su servicio. Aquí no encontrarás enemigos, te lo aseguro—.

De nuevo, el hombre no respondió.

Atravesó la última zanja. Ahora estaba a menos de cien metros de la casa. —Hanne, por favor busca la espada de mi esposo—, dijo Iula con calma.

La chica no se movió. Tenía los ojos bien abiertos y fijos en la figura que se aproximaba.

Iula la miró con severidad.

—La espada que cuelga arriba de la chimenea. Tráela aquí. Ahora. Y asegúrate de que Tomis esté escondido—.

Había algo curioso en este guerrero. A medida que se acercaba, podía ver que su túnica azul oscuro estaba andrajosa y manchada por la batalla, y que su escudo caía sin fuerzas sobre un costado. Arrastraba su lanza, con el mango agujereado y torcido, por el suelo detrás de él, como si fuera el arado del rey de los mendigos.

Iula dio un paso hacia atrás. No sabía por qué el hombre había venido... pero si quería hacerles daño a los tres, ella estaría lista para defenderse.

Hanne salió rápidamente de la casa con la espada enfundada y aferrada con firmeza contra su pecho, y dejó escapar un gemido cuando vio al guerrero lanzarse por el camino que conectaba el patio con los cultivos. Él trastabilló y Iula se dio cuenta de que la sandalia izquierda le quedaba suelta alrededor de su pie ensangrentado.

Los latidos de su corazón le retumbaban en los oídos.

—¿... Atreus?—.

El guerrero se detuvo ante el sonido de su propio nombre. La lanza se le soltó de la mano.

Y luego cayó.

Aunque ninguna de las dos tenía la intención, inconscientemente Iula y Hanne se lanzaron hacia adelante en un vano intento por atraparlo; habrá sido alguna reacción instintiva y mortal al ver a una verdadera divinidad humillada y abatida.

Pero, por supuesto, no lo consiguieron.

Atreus, conocido como Pantheon y como el Aspecto de la Guerra, se fue de bruces contra las baldosas y su casco pareció repicar como un campana de iglesia resquebrajada mientras rodaba hacia el anochecer.

Al cuarto día, despertó. Iula no lo escuchó salir de la cama y ponerse la túnica limpia y seca que ella y Hanne le habían dejado, ni deslizarse por el pasillo de piedra arenosa que llevaba a la cocina.

La primera vez que se dio cuenta de su recuperación fue cuando el inconfundible olor a quemado llegó a sus fosas nasales.

Se levantó de su humilde catre un poco aturdida, con el corazón palpitándole con fuerza.

—¡Hanne!—, gritó. —¡Hanne, toma a Tam!—.

El suelo estaba frío bajo sus pies, pero no pudo pensar en buscar sus sandalias. Hizo a un lado la cortina divisoria y maldijo cuando se golpeó el hombro con la jamba de madera al pasar.

Había humo en el pasillo.

—¡Hanne!—.

Con un gesto de dolor y tocándose el hombro, golpeó con el puño la áspera pared de piedra de la pequeña habitación de Hanne hasta llegar a la cocina, antes de recordar que la chica se había ido al mercado unas cuantas horas antes. Iula tendría que manejar esto sola.

Dobló en la esquina y se detuvo abruptamente.

Atreus estaba agachado delante del horno de pan en la chimenea, avivando frenéticamente una pequeña llama con su escudo. Tenía los ojos enrojecidos por el humo y las manos manchadas de harina y hollín.

Miró a Iula por encima de su hombro.

—Lo siento—, gimió. —Yo... No sé lo que...—.

Ella dejó escapar un grito exasperado y tomó una jarra de agua de la alacena.

—¡Apártate, torpe!—.

Del horno brotó vapor cuando el fuego se extinguió. Iula tosió y resolló, soltando la jarra para poder taparse la boca y la nariz con su bata. Miró al guerrero parado tímidamente en el medio de la habitación.

—¿Qué esperas? Abre la maldita puerta—, le espetó, incluso mientras rengueaba hacia la ventana y abría los postigos. El sol de la mañana inundó la oscuridad, convirtiéndose casi en sólidos haces de luz en el humo.

Atreus abrió la puerta, luego pensó por un momento y comenzó a balancearla de adelante hacia atrás para permitir que entrara aire fresco. Iula le lanzó una mirada fulminante antes de arrodillarse frente al horno para inspeccionar los daños.

—Bueno, se arruinó toda la tanda—, masculló mientras sacaba con cuidado una de las hogazas empapadas y ennegrecidas del revoltijo. La base de piedra crujía al enfriarse, y una mezcla de cenizas y agua salpicaba el suelo debajo de la rejilla abierta. —Y el fuego también se arruinó. Me tomó un día entero conseguir la temperatura justa, ¿sabes?—.

Señaló a Atreus con el pulgar por encima de su hombro.

—Ya te lo dije la última vez que estuviste aquí... jamás serás un panadero. Ríndete—.

Él seguía abanicando la puerta, como si se tratara de la tarea más importante del mundo. —La chica—, murmuró. —Me pidió que cuidara el pan. Antes de irse—.

Iula se puso de pie con dificultad. —¿Hablaste con Hanne?—.

Atreus asintió con la cabeza. Miró a su alrededor buscando algo para trabar la puerta, antes de encogerse de hombros y usar su escudo. Incluso cuando se puso de pie, ella notó que él no la miraba a los ojos y mantenía su mirada fija en el suelo entre ellos.

Y no podía dejar de pensar que se veía un poco... más pequeño que lo que recordaba. Deteriorado, tal vez. En el pasado, él siempre había irradiado una especie de actitud desafiante y tenaz, una que tranquilizaba a sus aliados y perturbaba a aquellos que osaban oponerse a él.

Eso también había desaparecido.

Se pasó los dedos por la barba, aparentemente intentando encontrar una combinación específica de palabras para expresar lo que pensaba. —Quería.. Quería encontrar una manera de retribuirte, Iula. Por toda tu bondad en estos años—.

Ella resopló con burla. —Bueno, tendremos que encontrarte algo afuera de la cocina, ¿te parece? Tal vez te deje arar los cultivos antes de sembrar la próxima temporada. Ni tú puedes prender fuego el lodo. O al menos, eso espero. Quizás me equivoco—.

Un atisbo de sonrisa surcó el rostro del guerrero, pero fue solo un atisbo.

Luego dirigió su mirada al pasillo detrás de Iula.

Ella giró para ver a Tomis allí parado, asomándose detrás de la pared de la esquina con sus pequeños dedos aferrados al borde. Ella se alisó la bata con las manos y lo llamó.

—Ven aquí, Tam. Ven a saludar. Este es el hombre al que estuvimos ayudando. Se llama Atreus... somos amigos hace mucho tiempo. Mucho, mucho tiempo. Aunque no te darías cuenta por su aspecto, ¿no?—.

El niño no se movió. Tampoco Atreus.

Suspirando y con esfuerzo, alzó en brazos a Tomis, dejando que apoye la cabeza sobre su hombro machucado mientras lo llevaba a la cocina. —Te tiene un poco de miedo, supongo. Es el primer soldado que ve desde...—. Las palabras murieron en su boca. Le sonrió al niño y le dio unos besos en la cabeza. —Bueno. Es huérfano. Estos últimos años no han sido buenos para la gente de los valles altos—.

Atreus alternaba su mirada entre Iula y Tomis.

—¿No es tuyo?—.

Iula largó una carcajada. —¿Estás hablando en serio? Cuando se trata de ti, nunca estoy segura—.

Los ojos de Atreus se desplomaron de nuevo al suelo. —Yo... Yo no...—.

—No, Atreus. Puedo asegurarte que este pequeñito no es mi hijo. Y antes de que preguntes, no, Hanne tampoco es mi hija. Tengo sesenta y ocho años y sé que los aparento, así que tampoco intentes halagarme para que te perdone por quemar el pan. Sé que tú pareces no envejecer nunca, pero el resto de nosotros los mortales sí lo hacemos—.

Luego observó al guerrero parado frente a ella, un hombre que conocía de casi toda la vida y vio algo que nunca había visto antes.

Tenía los ojos llenos de lágrimas. Estaba temblando.

Dio un paso en dirección a él, pero Tomis se retorció incómodo en sus brazos ante la posibilidad de cercanía y entonces decidió bajarlo al suelo. —Ve, jovencito. Regresa a tu habitación. Ahora te llevo el desayuno—.

A pesar de su sonrisa reconfortante, el niño se alejó de la cocina con bastante recelo. Iula se volteó hacia Atreus, quien se había agachado para levantar la jarra.

—Estuviste lejos mucho tiempo—, dijo ella, extendiendo una mano tranquilizadora hacia su brazo. —Me estaba empezando a preguntar...—.

Atreus reaccionó al contacto como si lo hubiera alcanzado un rayo de verano.

—¡Aléjate de mí!—, rugió y retrocedió con tanta fuerza que chocó contra el banco bajo de madera y se cortó la frente con la esquina de la mesa.

Iula se echó hacia atrás y casi se cae también.

Atreus se cubrió la cara con una mano e intentó recuperar tanto el equilibrio como la compostura. Se arrastró hasta el espacio detrás de la puerta abierta y levantó las rodillas como una pared entre él y el resto del mundo. —No me toques, no me toques, no me toques—, repetía una y otra vez con voz entrecortada.

La había lastimado verlo quebrado físicamente, pero Iula sabía ahora que las heridas sufridas últimamente lo atravesaban más allá de la carne.

Y eso, eso la lastimaba más que cualquier otra cosa que hubiera imaginado.

Cruzó los brazos sobre el pecho, sollozando suavemente y secándose con la tela de su bata, y se sentó en el suelo frente a él.

Permanecieron sentados por un tiempo. Iula no dijo una palabra mientras miraba cómo la luz del sol que se colaba por la ventana se movía lentamente a través de las baldosas grises, ni tampoco pensaba en el dolor reumático de sus articulaciones o en el cosquilleo en los dedos de sus pies.

Eventualmente, cuando Atreus parecía haberse calmado lo suficiente como para bajar un poco la cabeza, ella se secó los ojos con las mangas y se aclaró la garganta.

—¿Qué te pasó, viejo amigo?—, le preguntó.

—No lo sé. No... No lo recuerdo—.

—¿Qué cosas sí recuerdas? ¿Te acuerdas de la última vez que estuviste aquí? ¿De la última vez que nos vimos?—.

Frunció un poco el entrecejo. —Eso creo. ¿Cuánto tiempo pasó?—.

—Seis años, Atreus. Hace seis años que no te veo—.

Sus palabras parecieron flotar en el aire por más tiempo del que quería. Observó cómo él intentaba procesarlas en vista de lo que sea que quería decirle.

—Yo... Creo que volví a la cima—, murmuró. —Creo que volví a escalar la montaña—.

Los ojos de Iula se abrieron con sorpresa. —Pero...—.

—Lo sé. No debería ser posible. Pero aún así, sucedió—.

Estaba más allá de cualquier cosa que ella hubiera considerado. Ciertamente, había leyendas que databan incluso de antes del imperio de Shurima sobre alpinistas que habían llegado a la cima del Monte Targón pero que ningún Aspecto había reclamado, y que de alguna manera habían logrado, contra todo pronóstico, descender y regresar con sus pueblos; con frecuencia, en los relatos no quedaba claro si volvían humillados o victoriosos, y usualmente esos cuentos no eran más que una alegoría fantasiosa.

Pero la noción de que cualquier mortal, incluso un huésped de un Aspecto, hubiera llegado a la cima dos veces...

Era inaudita.

Ella soltó una carcajada, dando palmadas en el suelo con la mano abierta. —Mi viejo amigo, ¡si alguna vez alguien reescribiera las reglas del mundo, tendrías que ser tú!—, sonrió.

Atreus negó con la cabeza y Iula sintió cómo toda levedad se desvanecía.

—No—, respondió él. —No fui yo—.

—¿Entonces quién...?—.

Viego—.

Aunque nunca antes lo había escuchado, ese nombre le provocó escalofríos en todo el cuerpo. No le gustaba pensar que las palabras, o los nombres, tuvieran poder sobre los vivos. Tal vez simplemente fue la manera en que Atreus lo dijo, con la mirada atribulada y afligida.

—Viego. El antiguo rey que trajo la Niebla Negra a nuestras tierras. Intenté derrotarlo, pero él... eh...—.

Atreus se pasó una mano distraída por el cuero cabelludo.

—Me convirtió en su marioneta marioneta, Iula Creo que hice cosas terribles—.

Iula estaba paralizada. Recordó el estado desaliñado de Atreus cuando había regresado al valle dando tumbos, y cómo ella y Hanne no habían podido siquiera imaginar los enemigos que tendría que haber enfrentado para desafilar las armas y opacar la armadura de un Aspecto.

¿Habrían sido enemigos u otra cosa?

Se incorporó para arrodillarse y descubrió que no podía parar de sacudir la cabeza con incredulidad ante la injusticia de todo lo sucedido. —Lo siento. Sé lo difícil que fue para ti estar controlado por Pantheon, hace tantos años. Esto tuvo que haber sido... Ay, Atreus. De veras lamento lo que te sucedió, amigo mío—.

Despacio, con cautela, estiró la mano otra vez hacia él. Esta vez no se resistió, pero su rostro se contrajo en una mueca de dolorida tristeza.

—Oh, Atreus—, volvió a decir ella y lo envolvió en sus brazos, balanceándose suavemente de adelante hacia atrás en el suelo de la cocina. Él estrujó con manos marcadas por cicatrices la bata de ella, el rostro presionado contra el pecho de la mujer... no muy diferente a Tomis aquellos primeros días cuando llegó a la granja.

Casi al borde de las lágrimas, Iula cerró los ojos.

—Dime lo que necesitas, viejo amigo—, susurró. —Haré lo que me pidas. Lo sabes muy bien—.

Atreus respiró profundamente para recomponerse.

—Necesito que me digas que está bien rendirse—, respondió.

Iula se congeló de repente. —¿Qué?—.

—Hay demasiada maldad en el mundo. Los dos la hemos visto. He luchado contra ella por tanto tiempo que no recuerdo lo que había antes.... pero estoy cansado. Estoy muy cansado, Iula. ¿Cómo pueden los mortales pensar que van a derrotar a reyes inmortales o dioses guerreros caídos? Los Aspectos y sus esclavos. Demonios del reino espiritual. Runaterra se está convirtiendo en su patio de juegos. Pensaba que todo lo que tenía que hacer era volver a levantarme, sin importar lo que pasara. Pero si también yo puedo ser un enemigo, entonces ser capaz de resistir simplemente ya no es suficiente—.

—Y lo peor de todo es que perdí todo el poder que aún me quedaba después de que derrotaran a mi Aspecto. Viego se habrá encargado de eso. Lo que sea que me conectaba al reino celestial desapareció. Soy... Soy solo un hombre. Así que necesito que me digas que está bien dejar todo esto atrás. Eres la única persona que yo...—.

Iula lo apartó de un empujón y se puso de pie temblorosamente. La adrenalina le corría por las venas. Vio que esto no se trataba solamente de la ausencia de su reconfortante actitud desafiante, esa que por tantos años la había hecho sentirse segura simplemente con saber que él estaba allí afuera, en algún lugar del mundo.

Efectivamente se había dado por vencido.

—¿Cómo te atreves?—, murmuró entre dientes.

Atreus se levantó, confundido, y su altura la eclipsó. Se restregó la cara con el antebrazo.

—No entien...—.

—¡Cómo te atreves!—, chilló Iula. —¿Cómo puedes siquiera pensar en pedirme eso?—.

Él flaqueó y sus puños se cerraron involuntariamente. —Ya no puedo seguir haciendo esto. Por favor—.

Un sabor amargo brotó desde el fondo de la garganta de Iula. Su ira era tan feroz, tan sofocante, que ya no podía sentir el suelo debajo de sus pies.

—Te maldigo—, escupió. —Te maldigo. Cobarde. Cómo te atreves a decirme eso—.

—Iula, por favor, escucha...—.

Ella lo abofeteó con fuerza.

Una vez y luego otra.

Él no intentó defenderse; solo la miraba fijamente, atónito, con las mejillas cada vez más rojas.

Iula no podía llorar. Estaba demasiado enojada. —¡Él te amaba, Atreus! Pylas te amaba más que a cualquier hermano. Era mi esposo pero se fue contigo a esa maldita montaña, aunque le supliqué que no lo hiciera. ¡Era mío y tú lo perdiste allí arriba!—. Dejó escapar un grito de dolor sin palabras y se hundió las uñas en los antebrazos. —Tú lo sostuviste en tus brazos, Atreus. Lo sostuviste en tus brazos cuando murió. ¿Y a mí qué me quedó?—.

Señaló la repisa de la chimenea, donde colgaba la espada de Pylas.

—Me quedó una espada. Nada más—.

Iula apretó la mandíbula y alzó la vista para mirar el cielo claro y despejado que imaginaba más allá de las vigas del techo.

—No te atrevas a decirme lo que perdiste, ni que ya no tienes fuerzas para continuar. No te puedes retirar. No tienes esa opción. Esto no se trata de ti. Nunca se trató de ti. Te ayudé porque eso es lo que Pylas hubiera querido. Incluso intenté convertirme en soldado para acompañarte en el campo de batalla después de que él muriera. Murió por ti, para que puedas llegar a ser más grande que cualquier Ra'Horak. Más grande que cualquier mortal—.

Atreus negó con la cabeza. —Pero no lo soy—.

Exasperada, Iula se dirigió a la chimenea, sacó de un tirón la espada y con un solo movimiento la desenvainó y presionó el extremo afilado sobre el corazón de Atreus.

—¡Entonces no te necesitamos! ¡Tal vez sea mejor que dejemos que los Aspectos libren su guerra y que ese sea el fin de todo!—.

La punta del hierro templado por el sol perforó las fibras de la túnica de Atreus y un hilo de sangre brotó de su pecho. Él bajó la vista para contemplar cómo la pequeña mancha carmesí se extendía por la tela.

Luego miró a Iula.

—¿Qué guerra?—, preguntó con la voz debilitada.

Ella sostuvo con más fuerza la espada y recién en ese momento se dio cuenta de que no sabía cómo esperaba que esto terminara.

—Los Solari, Atreus. Ven herejía en todos lados. Y no solo están matando a quienes según ellos son Lunari... sino también a cualquier sospechoso de darles asilo—. Incapaz de sacar una mano de la empuñadura, en vez de eso señaló con la cabeza hacia el pasillo abierto. —Todo el asentamiento de Tomis. Los Ra'Horak los masacraron. Esto, esto es lo que pasa cuando los Aspectos se dejan llevar por supersticiones mortales. Tus antiguos compañeros han sucumbido a la oscuridad gracias a la luz cegadora de su nuevo salvador—.

Algo cercano al entendimiento pareció iluminar el semblante de Atreus, como si estuviera tratando de recordar un sueño desdibujado. —Y el Aspecto de la Luna... Por supuesto, todavía no ha dado un paso al frente para guiar a los Lunari—.

—¿Y cuánto va a empeorar todo cuando lo haga?—, replicó Iula con firmeza. —Juraste enfrentarte a ellos, Atreus. Juraste que no dejarías que semejantes monstruos inhumanos decidan el destino de este mundo, incluso cuando elijan no hacer nada. Lamento lo que te ha pasado, en serio... pero no puedo permitir que rompas tu juramento. No ahora—.

Despacio y deliberadamente, Atreus cerró los dedos de su mano derecha alrededor de la hoja de la espada. —Matar al Aspecto del Sol o de la Luna no acabará con el conflicto en Targón. Así como la muerte del de 5 la Guerra no condujo a la paz eterna—.

—Cállate. Deja de intentar justificar lo que quieres y haz lo que sabes que debes hacer. Ese pequeño niño estaba absolutamente aterrorizado cuando llegaste, y aún así quería ponerse tu casco y levantar tu lanza desde el primer momento en que los vio. Si no actúas ahora, entonces ese es el único futuro que tendrá: crecer para luchar y morir como tantos otros Rakkor antes que él—.

Intentó transmitir en su voz toda la convicción que pudo juntar.

—Tienes que volver al ruedo, Atreus. Yo no quería ser una granjera viuda. No quería heredar todo esto. Tuve que renunciar a mi vida y a mi amor, así que ahora debes demostrar que eres digno de toda la fe que mi marido tenía puesta en ti. Debes honrar los sacrificios que todos hemos hecho. Debes impedir que los Aspectos destruyan por completo a nuestro pueblo—.

Atreus tomó la mano delantera de Iula, instándola suavemente a hundir más la espada con una expresión de profunda determinación en su rostro.

—No puedo—, susurró y la voz se le quebró. —No soy tan fuerte—.

Eso fue todo. Iula no quería oír más.

Tiró la espada al piso y se abrió paso para dirigirse a la habitación de Tomis. —Bueno, si no vas a hacer nada y te dejarás morir, por favor envíale mis cariños a mi esposo cuando lo veas—, le gritó por encima del hombro, antes de levantar en brazos al sorprendido niño y salir apresuradamente de la granja con los ojos llenos de lágrimas. No se volteó para ver si Atreus los seguía.

—¿A dónde vamos?—, preguntó Tomis.

Iula hizo un gesto de dolor cuando sus pies descalzos pisaron el camino de piedras, pero eso no aminoró su marcha.

—Vamos a cortar más leña, mi niño—, dijo con una sonrisa forzada. —Hoy vamos a amasar pan de nuevo—.

Cuando volvieron, Atreus se había ido.

Iula ignoró la nota escrita a mano que había colocado cuidadosamente al lado de la espada enfundada de Pylas sobre la mesa de la cocina y fue a cerrar la puerta.

Diciéndose a sí misma que estaba buscando a Hanne en su camino de regreso del mercado, examinó los senderos distantes que surcaban el valle, pero no vio señales de ninguna persona en ellos.

Respiró profundamente para calmarse, y exhaló despacio mientras caminaba de regreso a la chimenea y se arrodillaba delante del horno frío con un gruñido de incomodidad. Entonces, sin leerla, hizo una pelota con la nota y la metió en la chimenea; luego, comenzó a tararear una antigua canción de su juventud mientras colocaba leña fresca encima de ella.

Realmente esperaba volver a ver a su viejo amigo una vez más; deseaba que consiguiera salir de las sombras, por el bien de todos, a través del camino que hubiera escogido.

Pero hasta ese entonces, afilaría la espada de su esposo y se prepararía para enfrentarse a lo que fuera que se avecinara.

Referencias[]

  1. REDIRECCIÓN Plantilla:Listaref
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