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Historia corta

En Busca de las Cosas Perdidas

Por John O'Bryan

Shadya había muerto hacía solo unas semanas, pero Akshan ya sentía cómo todos los rastros de ella se desvanecían.

Lore[]

Shadya había muerto hacía solo unas semanas, pero Akshan ya sentía cómo todos los rastros de ella se desvanecían. Ese era el aspecto más duro del duelo: la acumulación de recuerdos, la lucha por reunir y aferrarse a todo lo que quedaba de su amada mentora.

Sacó de su bolsillo el viejo boceto de carboncillo y lo examinó. Sus trazos crudos delineaban una pobre representación de su rostro, a la que faltaban los detalles. Sin embargo, cuando cerraba los ojos e intentaba recordar, generalmente era capaz de rellenar los espacios vacíos. Pero su memoria lo traicionaba cada vez más.

Shadya, ¿por qué me abandonas?, se preguntaba. ¿O era algo dentro de él? ¿Algo en lo más profundo de su ser que intentaba protegerlo y borraba todos los recuerdos de un ideal que no era capaz de alcanzar? O quizás solo necesitaba que algo sacudiera su memoria.

Guardó el dibujo en su bolsillo y se dirigió hacia los mercados al aire libre del centro de Marwi, en busca de algo que le recordara a su mentora. Luego de unas cuadras, se encontró con un episodio estremecedor: en un callejón entre dos construcciones de estuco, una joven huérfana ataba a su brazo sucio un brazalete nacarado que le resultaba conocido.

Rápido como el viento, Akshan corrió hasta donde estaba la chica, con su capa ondeando tras su paso. —¿De dónde sacaste eso?—, gritó con un tono atípicamente brusco.

—Lo encontré—, dijo la huérfana, envolviendo el brazalete con sus brazos. —¿Tienes algún problema?—.

—Sí, ese brazalete le pertenecía a alguien a quien quise mucho—, dijo Akshan. —Era su favorito—.

La niña lo miró y sus ojos se ensancharon, temerosos. Akshan se dio cuenta de que la estaba sujetando por el cuello de su vestimenta. La soltó y trató de esbozar una sonrisa burlona.

—Así que... ¿por qué no me cuentas cómo llegó a tus manos?—, preguntó.

—S-se lo quité a alguien que no lo va a echar de menos—.

El resentimiento acumulado durante años se apoderó del rostro de la chica. Akshan sabía bien a qué se refería. También sabía que había un infame joyero del mercado negro en la siguiente cuadra y lo que ese hombre tal vez le pagaría a la niña por el brazalete... si no se hubiera topado con Akshan.

—Será mejor que me digas el nombre de esa persona—.

—No puedo. No sabes lo que es capaz de hacer—.

Con sutileza, Akshan le quitó el brazalete a la huérfana y sintió cómo su corazón se aceleró al retirar de su broche una larga hebra de cabello plateado.

¿Era un cabello de Shadya? Era plateado... ¿no es así?

En su mente destelló una imagen parcial de ella, ahora menos definida que antes.

—Amiguita, mi Shadya se fue. Este brazalete es una de las últimas piezas que quedan de ella. Era parte de un conjunto, con otros cuatro más—.

La huérfana desvió la mirada, como si con ello evitara que su interrogador extrajera información prohibida de ahí.

Akshan respiró profundo y suavizó la voz. —A quien sea que le hayas quitado esto... seguramente tiene los otros. Debes decirme quién es el rufián—.

La chica tartamudeó y miró para todas partes hasta que cedió. —Lo conocen como el Demonio de las Dunas, señor. Vive en un gran palacio al pie de las colinas al norte de aquí—.

Akshan frunció el ceño. —¿Le robaste esto a un caudillo?—.

—Solía limpiar sus establos—, respondió la chica. —Él era mi dueño—.

—No puedo reprochártelo—, replicó Akshan. —Pero este brazalete ni siquiera era suyo, para que luego tú se lo robaras. Al parecer tendré que visitar a este Demonio de las Dunas—.

—No lo haga—, contestó la niña. —Es un asesino, señor—.

—Eso ya lo sé—.

Dicho esto, disparó su gancho hacia uno de los aleros de las construcciones que se cernían a su lado y se balanceó hasta quedar fuera de la vista.

En la hora más oscura de la noche, una hueste de guardias armados vigilaba el palacio del caudillo. Ninguno de ellos se percató de la presencia de una figura con capa que corría a toda velocidad a través de las sombras hacia las puertas con incrustaciones de plata del dormitorio principal.

Adentro, un rufián cubierto con cicatrices de batalla estaba despatarrado sobre su inmensa cama de plumas de ganso. Tres exóticos roedores que tenía como mascotas, con pelaje blanco, largo y fluido, se despertaron y se escabulleron de la cama cuando Akshan emergió de las sombras.

Colocó su mano sobre la boca del caudillo durmiente. Los ojos del hombre se abrieron llenos de furia mientras emitía un grito amortiguado.

—Buenas noches, rufián—, dijo Akshan, presionando su arma contra el mentón del canalla. —Lamento visitarte a esta hora, pero, eh... solo un poco—.

El caudillo se retorció bajo la punta de la Redentora.

—Ya, ya—, dijo Akshan. —No pierdas la compostura. Voy a retirar mi mano de tu boca y lo único que quiero escuchar es una confesión. ¿Estás listo?—.

La furia en la mirada del caudillo se convirtió en una curiosidad precavida. Lentamente, Akshan retiró la mano.

—¿Una confesión?—, preguntó el sorprendido caudillo.

—Shadya. La centinela. Una mujer mayor, maniática de las reglas, amante de la joyería de perlas...—, replicó Akshan.

—No sé de qué estás hablando—.

—Era la persona más buena que jamás haya conocido. Al menos sé una sabandija decente y dime por qué la mataste—.

—¡Yo no la maté!—, respondió el caudillo, con un toque de frustración en su voz.

—¿Entonces de qué otra manera pudiste haber obtenido esto?—, preguntó Akshan, lanzándole el brazalete a la cara. —Lo tenía puesto el día en que murió. Encontré otros cuatro iguales en tu alhajero—. Chasqueando la lengua en señal de descontento, Akshan le mostró los cinco brazaletes al caudillo.

—Sé quién eres—, refunfuñó el caudillo. —He oído mucho de ti y de lo que haces. Crees que puedes matarme y traerla de vuelta—.

—No, creo que el momento para hacer eso ya pasó—.

—Entonces, ¿qué quieres?—.

Akshan se detuvo y pensó en el cabello plateado, los brazaletes y la mujer cuyo rostro ya no recordaba. ¿El hombre que estaba frente a él la había matado? ¿Acaso importaba? Sin duda, el mundo sería un mejor lugar sin él.

Por fin, respondió la pregunta del caudillo.

—¿Paz?—.

Apretando su arma, Akshan disparó la Redentora. La habitación se iluminó con los incontables relámpagos de luz de la reliquia de piedra que atravesaban el cuerpo del caudillo.

Los guardias se apresuraron a entrar a la habitación, pero no fueron lo suficientemente rápidos como para atrapar al huidizo Akshan, que desapareció por una ventana hacia la fresca noche desértica.

Mientras el sol se alzaba por las montañas, Akshan caminó con pesar hacia la ciudad, con la mente atormentada.

Examinó los cinco brazaletes de perlas que acababa de recuperar. Había pensado que, de alguna forma, traerían a Shadya de vuelta, por lo menos en su memoria. Pero sus recuerdos no dejaban de desvanecerse, y ahora solo quedaba una vaga silueta de su rostro.

Akshan tenía la certeza de que ella no hubiera aprobado que matara al Demonio de las Dunas... al menos no solo por venganza. Pero, dentro de él, sabía que no lo había hecho por ella. Lo había hecho por él, y no le había traído paz.

Jugueteó con uno de los brazaletes entre los dedos, en busca de consuelo, y descubrió una inscripción diminuta grabada en la parte interior de la pulsera. Era un mantra antiguo de los centinelas que había escuchado con frecuencia, pero que nunca había entendido: "Dar todo, y todo vivirá".

Las palabras retumbaron en la cabeza de Akshan como una trompeta de guerra, al tiempo que lo estremecía una revelación.

Disparó su gancho a los aleros y se columpió de un edificio a otro hasta llegar al sitio en donde se había encontrado con la huérfana un día antes. Allí estaba, durmiendo en ese mismo callejón.

Se arrodilló junto a la niña, con los brazaletes en la mano. —Deberías quedarte con esto. Es lo que ella hubiera querido—.

Confundida y medio dormida, la huérfana parpadeó mientras Akshan colocaba los brazaletes sobre su exigua pila de pertenencias.

—Pero, eh... véndeselos al joyero del barrio de especias—, dijo. —Te pagará mejor—.

Akshan sintió la mirada sorprendida de la niña que lo observaba alejarse, y un consuelo agridulce se apoderó de él. A pesar de haberse desprendido de las últimas pertenencias de su mentora, sintió una calidez luminosa en su interior. Y, en su memoria, con la claridad del día, apareció el rostro de Shadya.

Referencias[]

  1. REDIRECCIÓN Plantilla:Listaref
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