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Llegaron a una ciudad muerta a la sombra de la montaña, encubiertos por la noche. Huestes de mil guerreros, cada una portando tótems sangrientos que relataban los antiguos linajes de los Ascendidos Nacidos del Sol que las guiaban.
Por Graham McNeil

Lore[]

Llegaron a una ciudad muerta a la sombra de la montaña, encubiertos por la noche. Huestes de mil guerreros, cada una portando tótems sangrientos que relataban los antiguos linajes de los Ascendidos Nacidos del Sol que las guiaban.

La ciudad y los huesos de su gente se habían convertido hacía ya mucho tiempo en uno con el desierto, y era imposible diferenciar entre cenizas, huesos y arena. Solo sus torres más altas sobresalían de las dunas: agujas rotas que cantaban lastimosamente cuando los vientos soplaban desde los reinos más allá de la montaña. Sobre un pedestal roto se erguían dos piernas de piedra, sin torso, y sobre la arena, a un costado, el rostro cruel de una cabeza de ave semienterrada.

En un tiempo pasado y distante, un evento de gran importancia tomó lugar en el valle en el que después se construiría la ciudad.

Había marcado el comienzo de Shurima.

Y puso en marcha su fin.

Nadie recordaba ese día, excepto los dioses guerreros que ahora lideraban a sus huestes hacia las sobresalientes ruinas de la ciudad. Esos mismos dioses guerreros habían pasado por la espada a los ciudadanos como consecuencia de la traición a su emperador. Y con su pueblo asesinado, habían visto su ciudad incendiada y su nombre profanado en cada estela y obelisco que aún permanecían de pie.

Sin embargo, estos actos de exterminio fueron solo por vano rencor.

Vano porque el niño que había sido tomado de esta ciudad como esclavo había muerto hace mucho, y en vida no sirvió para recordar su nacimiento.

Su acto había destruido el imperio y cercenado su hermandad.

Y por ello, los dioses guerreros redujeron a Nerimazeth y su gente a cenizas.

***

Llegaron a una ciudad muerta a la sombra de la montaña, encubiertos por la noche. Huestes de mil guerreros, cada una portando tótems sangrientos que relataban los antiguos linajes de los Ascendidos Nacidos del Sol que las guiaban.

La ciudad y los huesos de su gente se habían convertido hacía ya mucho tiempo en uno con el desierto, y era imposible diferenciar entre cenizas, huesos y arena. Solo sus torres más altas sobresalían de las dunas: agujas rotas que cantaban lastimosamente cuando los vientos soplaban desde los reinos más allá de la montaña. Sobre un pedestal roto se erguían dos piernas de piedra, sin torso, y sobre la arena, a un costado, el rostro cruel de una cabeza de ave semienterrada.

En un tiempo pasado y distante, un evento de gran importancia tomó lugar en el valle en el que después se construiría la ciudad.

Había marcado el comienzo de Shurima.

Y puso en marcha su fin.

Nadie recordaba ese día, excepto los dioses guerreros que ahora lideraban a sus huestes hacia las sobresalientes ruinas de la ciudad. Esos mismos dioses guerreros habían pasado por la espada a los ciudadanos como consecuencia de la traición a su emperador. Y con su pueblo asesinado, habían visto su ciudad incendiada y su nombre profanado en cada estela y obelisco que aún permanecían de pie.

Sin embargo, estos actos de exterminio fueron solo por vano rencor.

Vano porque el niño que había sido tomado de esta ciudad como esclavo había muerto hace mucho, y en vida no sirvió para recordar su nacimiento.

Su acto había destruido el imperio y cercenado su hermandad.

Y por ello, los dioses guerreros redujeron a Nerimazeth y su gente a cenizasEl implacable paso del tiempo había robado el lustre del pergamino dorado.

Tal como todos nosotros, pensó Ta'anari. Pasó un afilado dedo por la lista con nombres y números grabados, un registro meticuloso de diezmos del recién establecido puerto comercial de Kha'zhun, en el norte.

¿Recién establecido...?

Kha'zhun había sido una ciudad de hombres por siglos, su lengua salvaje ya estaba devaluando su nombre a algo nuevo y feo. Puede ser que el erudito haya pensado que los contenidos de los pergaminos eran interesantes, pero para Ta'anari, el único valor que poseían era el vínculo tangible que tendía hacia un tiempo en el que el mundo tenía sentido.

Anteriormente, la habitación había sido una sala de archivos, sus paredes de mármol cubiertas por estantes y repletas de pergaminos que registraban tributos al emperador, la contabilidad de sus guerras y las largas listas de sus proezas. Había sido un espacio cavernoso, pero el techo se había derrumbado hacía ya varios siglos y la arena ocupaba la mayor parte del sitio subterráneo.

Sintió un cambio en el aire y levantó la vista de sus estudios.

Myisha estaba parada en la puerta, empequeñecida por sus dimensiones, a pesar de que el cráneo de pelaje negro de Ta'anari rozara su dintel, en donde aún podía erguirse. Su complexión era ligera, incluso frágil; no obstante, Ta'anari percibió que ella guardaba secretos que ni siquiera él comprendía del todo. Su cabellera dorada, como la de los hombres del frío norte, caía sobre sus hombros. Sus facciones eran juveniles, pero sus ojos, uno de ellos azul vívido, el otro púrpura crepuscular, poseían una sabiduría que trascendía su edad. Vestía sedas finas, coloridas y totalmente inapropiadas para el desierto, atadas por la cintura con una delgada cuerda de la cual colgaba una llave dorada. Una bufanda rosa vívido se enroscaba alrededor de su cuello, y ella retorcía sus borlas entre sus dedos.

—Están aquí—, dijo.

—¿Cuántos son?—

El implacable paso del tiempo había robado el lustre del pergamino dorado.

Tal como todos nosotros, pensó Ta'anari. Pasó un afilado dedo por la lista con nombres y números grabados, un registro meticuloso de diezmos del recién establecido puerto comercial de Kha'zhun, en el norte.

¿Recién establecido...?

Kha'zhun había sido una ciudad de hombres por siglos, su lengua salvaje ya estaba devaluando su nombre a algo nuevo y feo. Puede ser que el erudito haya pensado que los contenidos de los pergaminos eran interesantes, pero para Ta'anari, el único valor que poseían era el vínculo tangible que tendía hacia un tiempo en el que el mundo tenía sentido.

Anteriormente, la habitación había sido una sala de archivos, sus paredes de mármol cubiertas por estantes y repletas de pergaminos que registraban tributos al emperador, la contabilidad de sus guerras y las largas listas de sus proezas. Había sido un espacio cavernoso, pero el techo se había derrumbado hacía ya varios siglos y la arena ocupaba la mayor parte del sitio subterráneo.

Sintió un cambio en el aire y levantó la vista de sus estudios.

Myisha estaba parada en la puerta, empequeñecida por sus dimensiones, a pesar de que el cráneo de pelaje negro de Ta'anari rozara su dintel, en donde aún podía erguirse. Su complexión era ligera, incluso frágil; no obstante, Ta'anari percibió que ella guardaba secretos que ni siquiera él comprendía del todo. Su cabellera dorada, como la de los hombres del frío norte, caía sobre sus hombros. Sus facciones eran juveniles, pero sus ojos, uno de ellos azul vívido, el otro púrpura crepuscular, poseían una sabiduría que trascendía su edad. Vestía sedas finas, coloridas y totalmente inapropiadas para el desierto, atadas por la cintura con una delgada cuerda de la cual colgaba una llave dorada. Una bufanda rosa vívido se enroscaba alrededor de su cuello, y ella retorcía sus borlas entre sus dedos.

—Están aquí—, dijo.

—¿Cuántos son?—

—Nueve huestes. Casi diez mil guerreros—.

Ta'anari asintió, pasando su lengua sobre sus colmillos amarillentos. —Más de los que esperaba—.

Ella se encogió de hombros y dijo: —Todos deben estar aquí—.

—Demasiada sangre ha sido derramada a lo largo de los siglos—, respondió él. —Demasiado odio desatado. La idea de que podría haber paz entre nosotros es un anatema para varios de ellos—.

Myisha negó con su cabeza en respuesta a tal insensatez. —Ya han muerto demasiados en esta guerra interminable. Tú has logrado matar a más de tu especie que lo que hicieron los horrores abismales—.

Una reprimenda sobre su frívolo tono de voz se detuvo en los labios de Ta'anari. Después de todo, ella tenía razón.

¿Y acaso no era por eso que había convocado a los suyos?

—En el momento en el que Azir cayó, fue inevitable la guerra entre los Nacidos del Sol—, dijo Ta'anari, apartando el pergamino y levantándose de su estudio de historia antigua. —Con su partida, la escala de nuestras ambiciones fue demasiado grande para que cualquiera de nosotros pudiera liderar. Tantas visiones de lo que el futuro debía ser, pero todos nosotros estábamos demasiado rotos como para darnos cuenta—.

—Entonces, tal vez no difieres tanto de los mortales, después de todo—.

En el pasado, habría matado a cualquiera que enunciara tal pensamiento, pero los siglos de guerra y la colosal escala de la masacre que habían desatado lo probaban.

Ta'anari no recordaba cuándo Myisha había comenzado a estar a su servicio. Las vidas de los mortales eran tan breves que casi nunca se percataba cuando uno de ellos moría y otro tomaba su lugar. Pero Myisha había llamado su atención más que cualquier otro. Su desafiante insolencia era parte de ello, pero había algo más. Poseía una percepción de la mente de los mortales de la que carecían él y toda su especie desde el momento en el que intercambiaron su humanidad por un poder superior.

Hacía mucho tiempo que Ta'anari había dejado de caminar como un hombre. Casi no recordaba las sensaciones mortales ni la conciencia del inexorable paso del tiempo. La magia antigua y la forja del Disco Solar lo habían reconfigurado, transformando la cruda materia de su carne mortal en la de un dios.

Un dios defectuoso y roto, pero divino al fin y al cabo.

La forma de su armadura de bronce era como la de una pantera, plegada por el tiempo y la guerra, pero aún poderosa. El pelaje de la parte superior de su cuerpo había sido alguna vez de un negro lustroso, pero tanto su hocico como sus miembros tenían hebras grises, y se había reformado lo mejor que pudo. La mirada de Ta'anari había intimidado a ejércitos enteros, pero ahora una de sus cuencas estaba cicatrizada y contenía un rubí agrietado, mientras que en la otra había un ojo ámbar hendido, lloroso y desesperanzado. Su columna estaba torcida debido a un golpe de hacha que recibió durante la Batalla del Río Khaleek, un impacto tan violento que ni sus increíbles poderes regenerativos pudieron deshacer el daño.

Alzó un arma de la mesa, magnífica y con cuádruple filo: Chalicar. Sintió el equilibrio perfecto de sus bordes asesinos, pero, más que nada, sintió el peso de la expectativa que materializaba. Suspiró y la colgó del arnés de su hombro antes de cojear hacia Myisha.

A pesar de estar jorobado por los estragos del tiempo y viejas heridas, Ta'anari sobresalía frente a ella. La Guerra de los Nacidos del Sol, a pesar de que otros la llamaran con un nombre diferente y más oscuro, había cobrado una dolorosa cantidad de vidas de su especie; no obstante, ella no le tenía miedo.

En algunas ocasiones, el sentía que ella le tenía lástima.

En otras, un desprecio fulminante.

Ella puso su diminuta y lampiña mano sobre su gigantesco puño. —Aún eres un dios guerrero, Ta'anari—, dijo —recuérdales aquello que alguna vez defendieron, y los convencerás—.

—¿Y si no escuchan?—

Ella sonrió. —Es muy simple. Los matas a todos—.

Sus portadores de vida lo estaban esperando en la antesala sumergida en la arena. Alguna vez habían sido reinas y gobernantes de imperios mortales, pero ante el invencible ejército de Ta'anari, todos ellos le juraron lealtad.

Es mejor pelear junto a un dios guerrero que ser aplastado por él.

Teushpa hizo una reverencia mientras se acercaba, sus brazos musculosos llenos de tatuajes y vendados con torques de jade. Rebelde, pero leal, había sido la última en ofrecer su sangre. Sulpae era nacida del desierto, poseedora de un linaje que provenía de tiempos anteriores a los del padre de Azir. Ella selló su larga lanza cuando lo vio. Su cabeza afeitada tenía una escarificación en forma de rejilla y estaba perforada con cuentas de oro en cada intersección.

Idri-Mi, orgullosa y resistente, sostenía sobre su hombro su hacha de larga empuñadura, cuyas cuchillas de doble hoja eran más pesadas que lo que la mayoría de los hombres podría levantar. Ella era una reina del este cuya madre y abuela habían peleado por él. Su pálida piel era como el marfil, su larga cabellera negra colgaba con ganchos plateados.

Ta'anari se paró delante de las tres guerreras.

No eran sus guardaespaldas; él no tenía necesidad alguna de ser protegido por seres inferiores. En cambio, fungían como símbolos de su voluntad, de cómo podía dominar a orgullosas guerreras que lo querían muerto y contaban con las habilidades suficientes como para realmente lastimarlo.

Sus hermanos y hermanas de la fraternidad derrotada trajeron también a sus portadores de vida, pero no eran tan feroces como los suyos.

Aun así, ninguna de las mujeres lo miró a los ojos mientras él hablaba. Intercambiar miradas con un dios guerrero significaba la muerte.

—He visto a varios portadores de vida a lo largo de los siglos de mi existencia, pero ustedes serán mis últimos—, dijo Ta'anari. Miró sus rostros esperando algún tipo de reacción, pero los años de servilismo los habían purgado de la debilidad de la emoción. Eran tan faltas de expresión como las estatuas caídas que ensuciaban los restos de la ciudad muerta. —Lo sé con absoluta certeza, tanto por el paciente destello en sus ojos como por las pesadillas que rasgan mi cráneo cuando pasa el efecto de los elíxires de Myisha. Ustedes son leales, pero ansían mi muerte—.

¿Acaso eso fue un parpadeo en el ojo de Teushpa? En el pasado, él habría roído la carne de sus huesos tras semejante momento de descontrol, pero su apetito por la masacre había disminuido a lo largo de los siglos.

—No los puedo culpar—, continuó. —¿Qué le ofrece mi especie a la suya si no es la muerte y el horror? Tiempo atrás, los Nacidos del Sol salvaron este mundo, pagando un terrible precio, pero ahora lo hemos llevado al borde de la ruina. Los días de gloria de los Huéspedes Ascendidos han quedado atrás, opacados por la oscuridad de nuestro conflicto y las fugaces memorias de ustedes, mortales—.

La amargura impregnó sus últimas palabras, atenuándolas tan solo por el conocimiento de que él y su hermandad habían provocado esto en su propio detrimento. Una combinación de orgullo desmesurado, psiques dañadas por la guerra y antiguas rencillas para forjar la espada que rompería las cadenas de su deber.

Ta'anari dejó salir un suspiro estremecedor. Durante más de mil años había peleado en contra de este momento, pero ahora estaba sobre él, sabía que no había razón para temer a la muerte.

—Si sobreviven a esta noche, recibirán el amanecer libres. Cuando salga el sol, regresen con su gente y díganles lo que aquí vieron y escucharon—. Se dio la vuelta. —Myisha, ¿está todo preparado?—

—Sí. Están esperando en el anfiteatro—.

Ta'anari asintió. —Entonces terminemos con esto—.

El espacio no se había diseñado como un anfiteatro. Solía ser el mercado de Nerimazeth, pero los esclavos de Ta'anari lo habían tallado a partir del abrazo del desierto, y su magia le había dado forma con un calor tan intenso que la arena se vitrificó. Ahora era una arena de cristal soplado, una caldera de negro ahumado, verde mar e iridiscencia mágica. Sus superficies capturaban la tenue luz de la luna y la reflejaban en etéreos velos de plata.

Ta'anari entró a través de un arco que poseía la forma de un instante congelado en la vida de una ola marina. La tensión se percibía en el ambiente, tal como podía esperarse del momento en el que los dioses reunían a sus huestes.

Diez mil hombres y mujeres atiborraron los escalones del anfiteatro, mientras que los campeones de los dioses guerreros se reunieron abajo. No se desenvainó ninguna espada, pero todos estaban listos para desatar una orgía de masacre a la orden de su majestad.

Ta'anari miró a todos sus compañeros Nacidos del Sol, hermanos y hermanas que alguna vez estuvieron unidos por lazos irrompibles de amor y deber, los cuales, con el tiempo, demostraron ser tan frágiles como el cristal. Un poder inimaginable, proveniente de un reino más allá de la comprensión, había transformado sus cuerpos para esculpir su carne mortal en formas que ningún ser vivo podría recrear.

Pero nuestras mentes siguen siendo mortales, pensó, y extremadamente débiles.

La mirada de Syphax ofrecía comprensión. Zigantus irradiaba disgusto. Xuuyan bullía con evidente desprecio. Fue el hacha de Xuuyan la que incapacitó a Ta'anari en Khaleek. El dios guerrero de cabeza quelonia escupió en la tierra mientras Ta'anari cojeaba hacia el centro del anfiteatro.

Shabaka y Shabake, los mellizos visionarios cubiertos con de plumas de cuervo, ni siquiera alzaron la mirada, demasiado absortos en conjurar augurios con huesos de dedos tallados. Valeeva observaba a Ta'anari con el mismo desdén arrogante con el que su hermano siempre lo hizo; el único miembro de su fragmentada comunidad cuya ausencia era un alivio.

Cebotaru el Lobo caminaba hacia delante y hacia atrás, esperando impaciente el final del cónclave. Sus huestes devastaron el norte lejano y las tierras de los mares occidentales. De todos ellos, Cebotaru era el más próximo a romper con el sangriento punto muerto.

Naganeka de Zuretta observaba desde dentro de su capucha, una larga túnica que cubría la enroscada longitud de su cuerpo. Sus portadores de vida, cegados por el veneno, estaban listos para comunicar sus palabras, en caso de que se dignara a pronunciar alguna. Ninguno de ellos había escuchado sus susurros sibilantes en más de quinientos años.

Solo Enakai mostró respeto. Se acercó, su piel estampada con nuevas y vívidas rayas naranjas y negras. Cuando Ta'anari fue reverenciado, Enakai lució su gran edad con orgullo, sus ojos intactos y su fuerza inquebrantable por los largos períodos de combate. Hace mucho tiempo, subieron juntos los escalones dorados hacia el disco solar, hombro con hombro, mientras su abrasadora luz los infundía con poder celestial. Enakai había llevado el cuerpo herido de Ta'anari durante su retirada de Icathia, peleó como su hermano en el barro en Khaleek y lo enfrentó como enemigo en el Puerto Glaciar.

Vive tanto tiempo como nosotros y la rueda girará varias veces.

Enakai tomó la pata de Ta'anari en la suya. —Ta'anari—.

—Enakai—.

No era necesario decir nada más. Tantas eternidades de experiencia, alegría, pérdida y dolor estuvieron contenidos en su intercambio de nombres. Eran seres elevados al nivel de dioses. Las palabras eran insignificantes e inferiores para ellos.

Los ojos de Enakai se afilaron cuando avistó el arma colgada a la espalda de Ta'anari. Abrió su boca para hablar, pero Ta'anari negó con su cabeza de manera imperceptible.

—Espero que sepas lo que haces—, murmuró Enakai al regresar a su sitio en el borde del anfiteatro.

Ta'anari inhaló; había ensayado este momento varias veces a lo largo de los años, sabiendo que cualquier palabra inadecuada le pondría fin a todo esto antes de que comenzara. Los suyos eran dioses guerreros y poseían toda la arrogancia y el temperamento impulsivo propios de los seres con un gran ego.

—Hermanos y hermanas—, dijo, con una mágica acústica que llevaba sus palabras por todo el anfiteatro. —Una reunión de los Nacidos del Sol como esta no ha sucedido desde la retirada de los miles ante los muros de Parnesa—.

Vio cómo asentían, esa vívida memoria agitando las atenuadas brasas en sus almas de lo que alguna vez fueron.

Ahora, construye sobre eso. Habla como si lo hicieras con cada uno de ellos.

—Miro a mi alrededor y veo poder— continuó, cada palabra emitida con pasión y fe. —Veo dioses donde alguna vez caminaron mortales; seres de aspecto noble, poderosos y dignos de alabanza. Algunos consideran a nuestra antigua fraternidad quebrada. Usan la antigua lengua para llamarnos darkin, pero verlos aquí desmiente esa palabra—.

Ta'anari se detuvo, dejando que su halago los cubriera. Serían palabras vacías para la mayoría, pues coros de súbditos torturados les cantaban alabanzas día y noche... so pena de muerte.

Pero podría abrir lo suficiente al resto para convencerlos.

—Todos ustedes recuerdan cuando marchamos hombro con hombro, cuando Setaka guio a nuestro Huésped Ascendido para expandir el dominio del emperador a los confines del mundo. Lo recuerdo muy bien. ¡Fue una época de gloria, una época de héroes! Cebotaru, tú y yo cabalgamos dragones del crepúsculo hacia la desgarradora cumbre del mundo, donde todo tiempo es uno, y presenciamos la creación del universo—.

Se dio la vuelta y le extendió una mano a Syphax.

—Syphax, mi hermano, combatimos a los monstruos del abismo cuando surgieron de la grieta oceánica en la costa oriental. Peleamos durante diez días y noches, hasta los límites de la resistencia, pero los expulsamos. ¡Nosotros triunfamos!—

Syphax asintió y Ta'anari vio la memoria de esa guerra extenderse a lo largo de su carne escamada en oleadas púrpuras, negras y rojas.

—No hablo de aquel tiempo—, dijo Syphax, sus múltiples ojos velados por el humo. —Siete mil guerreros dorados de Shurima murieron en la costa roja. Solo tú y yo volvimos con vida—.

—Sí, pagamos un terrible precio por esa victoria, hermano, en cuerpo y también en alma. ¡Pero qué pelea! Los mortales rebautizaron el océano en honor a nuestras hazañas ese día—.

Syphax negó con su cabeza. —Tu memoria ha omitido los horrores que vimos aquel día, Ta'anari. Detén tu arenga de gloria. No la escucharé. Cuando cierro mis ojos, aún escucho los gritos de aquellos que perdimos. Recuerdo cómo aquellas... cosas los mataron. Peor aún, cómo los borraron del mundo y devoraron sus almas. Así que ahórrate tus glorificadas memorias, no las reconozco—.

—Sí, hubo días de sangre, y sí, es probable que las esté glorificando—, dijo Ta'anari. —Pero hablo de cómo el mundo debería conocernos y recordarnos. Como poderosos héroes, dominando el mundo a la cabeza de ejércitos invencibles y comandados por un emperador inmortal quien...—

—Pero Azir murió—, interrumpió Xuuyan, clavando su poderosa hacha larga con tanta fuerza que trizó el cristal del suelo. —Murió y, sin él a la cabeza, los Nacidos del Sol sucumbimos a la guerra. Lo que fue es ahora polvo y ceniza. Es irrelevante. Así que si piensas que al recordarnos tiempos dorados terminarás con este conflicto, te has vuelto más loco que cualquiera de nosotros—.

—Recordarnos a todos aquello que fuimos es solo parte de mi motivación para traerlos aquí—, dijo Ta'anari.

—Entonces enuncia tu propósito o deja que volvamos a matarnos entre nosotros—.

Ta'anari trató de levantarse, pero falló cuando los torcidos huesos de su espalda crujieron como una rama doblada. El dolor ascendió por su columna como las afiladas garras de un terror nacido en el Vacío.

—Es la vieja herida, Xuuyan—, dijo. —Nunca sanó del todo. ¿Recuerdas, en Khaleek?—

—Claro que lo recuerdo, lisiado—, gruñó Xuuyan. —Recuerdo cada golpe que he dado desde que emergí de la luz del gran disco. No hay ninguno aquí que no pueda hablar de grandes hazañas o traiciones junto a aquellos a quienes llamamos alguna vez hermanos y hermanas—.

—Tú y yo mantuvimos la línea donde solía levantarse Icathia. Salvaste mi vida en más de una ocasión—.

—Esos días ya pasaron—, interrumpió Cebotaru, sus palabras deformadas por el creciente desfiguramiento de su mandíbula. —Y en el pasado deben permanecer—.

—¿Por qué?—, preguntó Ta'anari, rodeándolo. —¿Por qué deben permanecer en el pasado? ¿No somos los Ascendidos de Shurima? No somos meros avatares; ¡somos dioses! ¿Qué es la realidad, sino aquello que decidimos que debe ser? Cualquiera de nosotros podría dominar este mundo en su totalidad, pero en cambio hemos sucumbido a riñas mezquinas, combatiendo por razones que ya no significan nada, incluso para los pocos de nosotros que aún podemos nombrarlas—.

Avanzó, con un tono intimidante y juicioso, a su pesar.

—Zigantus, tú creías que debíamos reconstruir a partir de las ruinas, para continuar con el legado de Azir. Enakai, tú buscaste establecer un nuevo reino. Valeeva, tú y tu hermano vieron la malicia en cada ojo y buscaron venganza por ofensas reales e imaginadas—.

—Oh, eran reales—, siseó, su piel de alabastro enhebrada con venas violetas y sus venenosas espinas erguidas sobre sus hombros.

Ta'anari la ignoró. —Cada uno de nosotros vislumbró un camino diferente hacia el futuro, pero en vez de usar nuestros poderes de Nacidos del Sol y trabajar juntos para lograr algo divino, peleamos como carroñeros sobre un cadáver fresco. Sí, Setaka estaba muerta hacía tiempo y no volveremos a ver a alguien como ella nuevamente. Sí, Azir fue traicionado y nuestro imperio reducido a ruinas, su gente desperdigada y atemorizada. Shurima necesitaba un líder fuerte para conducir su renacimiento, pero todo lo que quedaba éramos nosotros, monstruos quebrados que habían mirado el abismo demasiado tiempo y sentido cómo su horror torció sus mentes hacia la locura y la autodestrucción.

—Así que en vez de reconstruirlo, peleamos por las sobras de un imperio muerto, mientras incendiábamos el resto del mundo hasta sus cimientos. Incluso ahora, preferiríamos la extinción de toda vida antes que un propósito en común. Solos somos poderosos, pero, ¿juntos...? No hay nada imposible para nosotros. Nada. ¡Si así lo quisiéramos, podríamos atacar las puertas celestiales, dejar atrás este ceniciento mundo y forjar un nuevo imperio más allá de las estrellas!—

La voz de Ta'anari se entrecortó, impregnada de arrepentimiento.

Pero no. Hacemos lo que hacen los seres inferiores. Nos matamos los unos a los otros en una guerra que ha durado más que cualquiera de las que hayamos peleado antes—.

Y entonces su voz se alzó, elevándose a los rincones más lejanos del anfiteatro.

—¡Pero no tiene que ser así, ya no más!—

Ta'anari desató de la parte trasera de su hombro el Chalicar. Un murmullo de impresión reverberó por todo el anfiteatro a la vista de la antigua arma.

—Todos recuerdan esto—, dijo. —Es el arma de Setaka, la más grande y noble de todos nosotros—. Traída de más allá de la montaña y levantada en lo alto del nacimiento de Shurima. Es la espada que algún día será blandida por Sivunas Alahair, la Encarnación de la Lluvia. En sus manos será un arma de gran destrucción, o un símbolo de unidad—.

Levantó el Chalicar para que sus pares lo contemplaran. Sus bordes brillaron dorados, forjados por fuerzas cósmicas más allá de este mundo, por poderes que ni siquiera los más sabios de Shurima comprendían. Ta'anari vio su reverencia, su sorpresa y su orgullo.

Pero, más que nada, vio su deseo de poseerlo. Xuuyan dio un paso hacia él.

Por supuesto que sería Xuuyan.

El dios guerrero giró su hacha y Ta'anari recordó el horrible dolor de la cuchilla de obsidiana partiendo su armadura y haciendo añicos su columna.

—Te mataré y la tomaré de tu mano muerta—, dijo Xuuyan con una ancha sonrisa partiendo su picudo cráneo —¿Eso me convertirá en el líder?— Su caparazón quitinoso se abultó sobre sus hombros, adornado con protuberancias de espinas de hueso y cuchillas de acero. Incluso en su mejor época, Ta'anari no podía vencerlo.

Pero Khaleek había ocurrido hacía varios siglos y, desde entonces, Ta'anari había aprendido nuevos trucos.

—¿Me combatirás con eso?—, preguntó Xuuyan, señalando el Chalicar con su hacha.

—No—, dijo Ta'anari, girando para entregárselo a Myisha.

Su peso era tal que ella casi no podía cargarlo, pero le guiñó un ojo y él de nuevo percibió un gozo caprichoso de su parte, como si el hecho de la inminente pelea de los dioses le resultara entretenido.

Xuuyan hizo una mueca. —¿Entonces qué? ¿Me enfrentarás desarmado? ¿De eso se trata? ¿Quieres morir aquí, bajo la mirada de tus pares?—

—Tampoco eso—.

—No tiene importancia, no me importan tus razones—, dijo Xuuyan —terminaré lo que comencé en el río—.

Su carga fue como una avalancha, un inexorable y retumbante trueno que era tanto mortal como ineludible. Ta'anari había visto falanges enteras destrozadas por él, gigantes derribados y puertas de fortalezas venidas abajo.

Ta'anari se arrodilló y colocó sus manos contra el piso de cristal del anfiteatro. Sintió corrientes de magia corriendo a través de su estructura, hilos dorados de poder vinculándolo con cada ser vivo de pie sobre él. Los mortales eran como pequeñas chispas que surgían de un incendio, fugaces e insignificantes, pero los dioses guerreros eran soles recién nacidos de agitada magia.

Recurrió a su poder, tal como Myisha le había enseñado. Tomó una cantidad de la clarividencia maldita de Shabaka y Shabake, experimentando sus sentidos ajenos retorcerse dentro suyo. La agilidad reptiliana de Syphax se disparó a través de su vetusto cuerpo. La rabia de Zigantus y el sentido de justicia de Enakai.

Ta'anari cerró su ojo, sabiendo dónde impactaría el golpe de Xuuyan.

Se meció hacia un lado, la espada cortando a un pelo de su garganta. El ataque de Xuuyan fue como un trueno, y Ta'anari se hizo a un lado, tomando uno de los enroscados cuernos de caracola de su agresor. Saltó sobre la espalda de Xuuyan y su antiguo hermano rugió furiosamente.

El dios guerrero rodó, tratando de sacudirse a Ta'anari, pero este lo sujetaba fuertemente. El involuntario don de los mellizos clarividentes le permitió a Ta'anari anticipar cada salvaje movimiento que hacía su enemigo. Xuuyan invirtió el agarre de su hacha y la blandió sobre su hombro como el látigo de púas de un penitente lunático. Ta'anari rodó a un costado cuando la cuchilla golpeó, haciendo un profundo y sangriento hoyo en la armadura antinatural de Xuuyan.

El Nacido del Sol bramó furiosamente mientras desprendía la cuchilla de su endurecida piel en una marea de sangre. Uno de sus cuernos pendía de mínimos hilos, y Ta'anari lo arrancó de su caparazón. Blanco marfil y curvado como una cimitarra, su punta estaba bañada en hierro y era afilada como una aguja.

Xuuyan golpeó la pared del anfiteatro con un poderoso impacto que lo destrozó en fragmentos giratorios de afilado cristal. Numerosos cuerpos mortales cayeron a la arena, solo para ser aplastados bajo las pisadas de los dioses guerreros en pugna. Xuuyan arrojó a Ta'anari de su espalda. Este cayó estrepitosamente sobre el suelo, aún aferrándose al afilado cuerno.

Xuuyan se dio la vuelta y blandió su hacha en un golpe mortal, pero Ta'anari se hizo a un lado, y el piso estalló en cuchillas de cristal. En cambio, el retorcido pie de Xuuyan pisoteó su pecho, inmovilizándolo contra el suelo. Sintió el crujir de sus costillas, una astilla perforando su pulmón. El peso era gigantesco, fácilmente capaz de aplastarlo como a un insecto.

—¡El Chalicar será mío!— gritó Xuuyan.

El curtido cráneo como casco del dios guerrero se extendió de su caparazón armado, mostrando su cuello pálido y grueso con sus palpitantes arterias. Los desalmados ojos negros se abultaron ante la promesa de asesinar a otro rival. Como lo había prometido, Xuuyan se había propuesto terminar lo que había comenzado en las riberas del Río Khaleek.

—No—, gruñó Ta'anari a través de sus ensangrentados colmillos. —No sucederá—.

Desató un impulso de conocimiento recién aprendido, desconocido para el resto de los suyos. Parpadeó y una terrible sensación de precipitación a través de un vórtice interminable lo sobrepasó, un túnel rodeado por horribles monstruos que merodeaban justo al otro lado del umbral...

La sensación duró tan solo una fracción de segundo, pero pareció una eternidad.

Abrió sus ojos y de nuevo estaba sobre Xuuyan mientras el hacha mortal se arqueaba hacia el suelo. Un fuerte sonido de aire desplazado retumbó detrás suyo al tiempo que el fugaz portal se cerraba.

Ta'anari levantó por los aires el sangriento cuerno, y lo enterró en el ojo de Xuuyan.

La punta se hundió profundamente en el cráneo del dios guerrero. La fuerza inhumana de Ta'anari llevó la longitud total del cuerno hacia la masa cerebral de Xuuyan.

Fue un feroz golpe mortal, pero Xuuyan se mantuvo firme, su carne Ascendida se rehusaba a admitir que estaba muerta. Ta'anari saltó mientras el enorme dios guerrero caía sobre sus rodillas con el sonido del deslave de una montaña. Xuuyan rodó hacia su lado, su ojo restante mirando a su asesino con una incomprensión muda. Su picuda boca aún se movía, pero no emitía palabras.

Ta'anari respiraba como si se atragantara, en convulsiones que sacudían sus ensangrentados colmillos. Escuchó a Myisha chillar de felicidad, aplaudiendo como una orgullosa maestra complacida con el salvaje éxito de un estudiante.

El sonido lo repugnaba.

Incluso si las cosas hubieran salido tal como lo había planeado, ya sospechaba que tendría que matar por lo menos a uno de su hermandad. Pero no había disfrutado esta posibilidad. Xuuyan y él nunca habían sido cercanos, pero habían peleado lado a lado por la gloria de Shurima en los tiempos en los que el sol los bendecía y llenaba sus cuerpos de fuerza.

Se arrodilló junto a su oponente caído y posó una de sus peludas manos sobre su cabeza. La sangre brillaba con la luz de estrellas forjadas por dragones. —Lo siento mucho, hermano—, susurró.

Un rugido de angustia se elevó de los campeones de Xuuyan. Mas no como señal de luto por su dios caído (odiaban demasiado a Xuuyan como para llorarlo) ni tampoco como sed de venganza. El rugido era por sus propias vidas perdidas. Cuchillas asesinas se deslizaron de las vainas de los batallones hacia cualquiera de sus lados.

Los dioses guerreros habían educado bien a sus esclavos.

Los hombres que no contaban con un dios que los protegiera no eran más que alimañas a exterminar, o esas habían sido siempre las enseñanzas.

—¡Esperen!— gritó Ta'anari. —¡Campeones, enfunden sus espadas!—

Estos no eran sus batallones, pero él era un Nacido del Sol, por lo que la grandiosa autoridad de su voz interrumpió su marcha. Los otros dioses guerreros miraron con enorme sorpresa lo que Ta'anari había hecho. Naganeka de Zuretta se deslizó hacia delante y bajó su cuerpo para estudiar el fresco cadáver de Xuuyan. Un pálido humo se desprendía de su carne, las energías celestiales ya estaban abandonando la carne mortal de su cuerpo.

Se retiró la capucha y reveló sus varios ojos hipnóticos, delineados con ceniza, y escamosos labios de los que sobresalían largos colmillos de ébano. Se agachó sobre la herida de la espalda de Xuuyan y sacó la lengua para probar la muerte.

—Rhaast estará decepcionado—, dijo con un siseo húmedo y reptiliano. —Había jurado que él mataría a Xuuyan—. Sus portadores de vida cegados por el veneno se mezclaron detrás de ella, sin saber qué hacer ahora que su agraviada reina había hablado.

Los demás se aproximaron cautelosamente. Enakai and Syphax miraron a Ta'anari con un recién descubierto respeto. Los demás se concentraron en la muerte de Xuuyan, pero habían atestiguado cómo Ta'anari hacía algo imposible, incluso para un dios guerrero.

Shabaka y Shabake rodearon el cadáver. Sus atrofiadas alas revolotearon agitadamente. Portaban el aroma de la muerte como una mortaja; la corrupción que los había tocado a todos se tornaba más obvia en ese par.

Sus ojos de ónix, ojos que habían visto demasiado, miraban rápidamente en todas direcciones. —Le dijimos que hoy iba a morir, ¿no es así, hermana?— dijo Shabaka.

—Nunca escuchan—, respondió Shabake.

Shabaka se rió. —No, no, nunca escuches a los cuervos locos. ¿Qué sabemos nosotros? ¡Solamente todo!—

—¿Ustedes lo previeron?— preguntó Zigantus.

—Sí, sí, vimos que tendría una mirada muy cercana a su cuerno. Se lo dijimos, pero solo se rio—.

—Pero ahora no se ríe más, ¿cierto, hermano?—

—No, hermana—.

—¿Qué más vieron?—, consultó Syphax.

Los mellizos clarividentes se acurrucaron juntos, susurrando y lanzando los pequeños huesos de un lado a otro entre ellos. Sus mentes se hicieron añicos durante la batalla para sellar la Gran Grieta de Icathia. Nadie, ni siquiera un dios guerrero, podía mirar a los ojos a las titánicas entidades que observaban y combatían en el Abismo sin perder un poco su cordura.

Shabake frunció el ceño. —El tejido del futuro está demasiado enmarañado para saber...—

—Y hay demasiados resultados posibles en el presente para ver con claridad—, añadió Shabaka. —No es seguro—.

—Todos podríamos morir hoy. O solo algunos—, dijo Shabake. —O tal vez ninguno. Tal vez mates en este momento a Ta'anari, Zigantus, y todos sobrevivamos—.

—¡Vivan para matarse entre ustedes otro día!—, graznó Shabaka.

—Ella lo desea. Ella es la piedra que desencadena la avalancha—.

—¡Habla claramente!— exigió Zigantus. —¿Quién quiere qué? ¿Piedras? ¿Avalanchas? ¿De quién estás hablando?—

—¡De ella!— chilló Shabaka, señalando más allá de Ta'anari, hacia la ligera figura de Myisha. —Ella es la mota de polvo en el ojo de los dioses—.

Myisha estrechó el Chalicar hacia su pecho, como una niña sosteniendo la espada de su padre.

Cebotaru rugió y arrastró a Ta'anari hacia sus pies. El físico del Lobo era esbelto, pero monstruosamente poderoso y forjado con cuatro brazos musculosos, peludos y grisáceos encorvados en puños con garras. —¿De qué están hablando?—, gruñó. —Esa, ¿quién es?—

Ta'anari ahogó un grito de dolor mientras crujían los torcidos huesos de su columna. —Es una mortal, nada más—, dijo.

—Siempre fuiste un maldito mentiroso—, dijo Cebotaru, mostrando sus largos y torcidos colmillos. —Dime la verdad, hermano, o te arrancaré la garganta antes de que puedas parpadear—.

—Ella me ayudó a encontrar el Chalicar—, dijo Ta'anari.

Cebotaru negó con la cabeza. —El erudito enterró el Chalicar con Setaka cuando escondió su cadáver, después de la perdición de Icathia. ¿Cómo puede ser que una simple mortal supiera dónde encontrarlo?—

—Ella no lo sabía, pero me condujo hacia Nasus—.

Los otros se olvidaron de Xuuyan y le prestaron atención a Ta'anari.

—¿Viste al erudito?— dijo Valeeva, las espinas de su espalda se extendían en anticipación. —Nadie lo ha visto desde que mató a Moneerah por hurgar en las ruinas carbonizadas de la gran biblioteca de Nashramae—.

—Yo lo vi, pero ha cambiado mucho desde la última vez que supimos de él. Sea cual sea la carga que lleve a cuestas, lo ha aplastado. Vive en una torre levantada sobre un acantilado oculto, observando la danza de las estrellas. Él la mandó para que me encontrara y me llevara a su torre—.

—¿Por qué a ti?— siseó Naganeka. —¿Por qué no a cualquiera de nosotros?—

—No lo sé—, respondió Ta'anari. —Hay muchos otros que merecen más su atención—.

—¿Y tú hablaste con él?— preguntó Enakai.

—Así fue—, contestó Ta'anari.

—¿Y él te dijo dónde encontrar la espada de Setaka?—

—Sí—.

—¿Así de simple?— espetó Syphax.

—No, no fue solo así—, Gritó Ta'anari, soltándose de Cebotaru. Giró para recuperar el Chalicar de Myisha. El poder dentro del arma era potente e incesante. —Le hablé de nuestra guerra, de cómo estábamos quemando el paraíso y desgarrándonos los unos a los otros como animales. Le dije que necesitaba el arma de Setaka para terminar con esta matanza—.

—Nasus nos rechazó cuando cayó Azir—, dijo Zigantus. —¿Por qué ayudaría ahora?—

—Él rechazó a los Nacidos del Sol porque vio las amargas envidias y torcidas rivalidades que infectan nuestros corazones—, dijo Ta'anari. —Él ha estado recorriendo los senderos olvidados de este mundo, destrozado por la pena y a la deriva en los recuerdos de su hermano perdido, pero siempre termina arrastrado a su tierra natal—.

Ta'anari inhaló, haciendo muecas mientras sentía las corrientes mágicas cambiar dentro de él. Un agudo dolor proveniente del estómago lo apuñaló en el corazón.

Y así es como comienza el fin...

Myisha le había advertido que usar la magia que ella le había enseñado cambiaría irrevocablemente incluso a un Ascendido, rompiendo las amarras que unen el aliento inmortal de los dioses a la carne humana. Ese poder había mantenido a raya los dolores de la batalla sin fin y el paso de los milenios, pero algunas cosas nunca estuvieron destinadas para vivir eternamente.

Entonces, el miedo lo tocó, frío y desconocido, pero luchó contra la paralizante ola de dolor y debilidad.

—Tienes razón, Zigantus. Nasus nunca peleará en nuestra guerra, pero eso no quiere decir que ignora lo que hacemos. Me dijo que las estrellas hablan de un futuro lejano en el que Shurima emergerá de las arenas una vez más, en el que el gobernante justo peleará para clamar el dominio sobre todo aquello que se ha perdido—.

—¿Shurima se alzará nuevamente?— dijo Cebotaru, incapaz de ocultar sus ansias. —¿Cuándo?—

—No viviremos para presenciarlo—, dijo Ta'anari. —No todos nosotros—.

Shabake interpuso su escuálida y escurridiza forma entre ellos. Sus atrofiados brazos apuñalaban el aire, sus oscuros ojos bien abiertos. —Todos nosotros podríamos morir hoy. O solo algunos—, chilló.

Syphax la empujó. —El Chalicar—, dijo. —¿Formará parte del renacimiento de Shurima?—

—Sí—, contestó Ta'anari. —Para bien o para mal. Será un símbolo que unificará a la gente de Shurima. Esperaba que pudiera sanar las heridas entre nosotros, un recordatorio de lo que fuimos alguna vez y de lo que podríamos ser nuevo. Pudo habernos salvado si hubiéramos tomado la oportunidad de reclamar la fraternidad que alguna vez nos unió bajo una misma bandera—.

Cebotaru gruñó, divertido. —Y ahora sale la verdad a la luz. Nos reuniste aquí para reclamar el derecho de liderazgo, portando el arma de nuestro mejor campeón, y elegido personalmente por el erudito—.

Ta'anari negó con su peluda cabeza.

—No, yo nunca podría ser el equivalente de Setaka ni de Nasus. Todo lo que procuraba era el fin de esta guerra. Esperaba que pudiéramos hacerlo juntos, pero ahora me doy cuenta de que eso era un sueño imposible—.

Ta'anari se alejó de su hermandad y se dirigió al centro del anfiteatro. Todas las miradas estaban sobre él, ocho dioses guerreros y miles de mortales.

El dolor se esparcía por todo su ser, casi demasiado para soportarlo. Tragó saliva, sintiendo el sabor de las arenillas en el fondo de su garganta. Su pelaje se movía libremente en su cuerpo, en desordenados mechones. Cada movimiento se sentía como si vidrio roto se pulverizara en sus articulaciones.

Giró para dirigirse a los otros.

—El poder sin límites nos volvió vanidosos, nos hizo creer que nada se nos podía negar. Eso nos convirtió en malos administradores de este mundo, no merecemos ser sus amos. Alguna vez nos nombramos como el Huésped Ascendido. ¿Qué somos ahora? ¿Darkin? Un nombre degradado por los mortales, quienes no desean entender lo que somos ni lo que alguna vez estuvimos obligados a hacer—.

Elevó la mirada de su debilitado ojo hacia los miles que lo observaban desde los escalones del anfiteatro, las lágrimas surcando un camino a través de su escamada piel

—Nos odian, y cuando los horrores del abismo resurjan, rogarán nuestro regreso—, dijo Ta'anari, encontrándose con la ansiosa mirada de Myisha. —Pero ya no estaremos aquí, no habrá más que susurros en las canciones del viento, una oscura leyenda de dioses imperfectos contada para reprender a los niños desobedientes—.

Con sus últimas fuerzas, Ta'anari embistió el Chalicar contra el suelo cristalino del anfiteatro. El sonido fue ensordecedor, como un martillazo contra el velo del mundo. Las grietas del impacto se extendieron más lejos de lo que debían, y el cielo despejado ardió con el brillo diamantino de una estrella recién nacida.

Pero este no era un resplandor dorado. Era frío, despiadado y plateado.

'”¡Lo que el sol hizo, la luna lo deshará!— gritó Ta'anari.

Y una ardiente columna de fuego blanco atravesó el cielo de medianoche.

Golpeó los brazos extendidos del Chalicar y reflejó el fuego hacia fuera, atrayendo a los dioses guerreros y perforando sus pechos. Los quemó, alcanzó el corazón arcano de su ser y devoró la magia que los conformaba.

Shabaka y Shabake se esfumaron al instante en una nube ceniza de plumas flotantes. Sus gritos fueron carcajadas de liberación cargadas con una resignada previsión.

Syphax se retorció en la luz como un pez en un anzuelo, pero incluso su poder resultó insignificante frente a este fuego cósmico. Zigantus, el de la cabeza de toro, trató de huir, pero ni su legendaria velocidad pudo escapar de la caída de la luna invocada por Ta'anari.

Mientras su piel se desprendía de sus huesos, Ta'anari lloró al verlos morir. Fueron sus hermanos y hermanas, y ni los siglos de la guerra más brutal que pudiera imaginarse podrían hacer que los odiara.

Vio a Enakai deshecho por el resplandor, su piel divina disolviéndose en luz a partir de sus huesos. Buscó a Ta'anari, y sus ojos mostraban su resignación mientras aceptaba su destino.

Sollozó por lo que fue forzado a hacer.

La luz quemó su ojo restante, y un mundo de oscuridad se impuso sobre él. Lo que quedaba de su fuerza huyó de su cuerpo y se desplomó sobre el suelo de cristal del anfiteatro. Escuchó los gritos y alaridos de hombres peleando, quienes desconocían los asuntos de los dioses. Más sangre derramada, pero también terminaría.

¿Acaso las huestes mortales continuarían la guerra que su especie había comenzado?

Tal vez. Pero sería una guerra mortal, y finalizaría.

Ta'anari se entregó a la oscuridad, perdido entre memorias de tiempos felices.

Trató de recordar su vida antes de subir los escalones dorados para encontrarse con el sol junto con Enakai. Muy poco quedaba de esa época, las memorias se perdían mientras el poder celestial llenaba su cráneo.

Ta'anari escuchó pasos. Pies con botas triturando el vidrio roto. Olfateó carne mortal, fétida, sudada y putrefacta.

Eran olores que él reconocía. Sus portadores de vida.

Ta'anari levantó una mano, buscando el tacto de otro ser vivo, pero nadie la tocó.

—¿Sulpae?— graznó. —¿Eres tú? ¿Teushpa? ¿Idri-Mi? Por favor, ayúdenme. Creo que... Creo que soy mortal de nuevo, yo... Creo que soy un ser humano de nuevo...—

—Lo eres—, dijo una voz que parecía encontrarse al borde de una carcajada.

—Myisha—, susurró Ta'anari. —¿Han muerto todos?—

—No. Naganeka, Valeeva y Cebotaru escaparon antes de que el fuego pudiera alcanzarlos. Pero están demasiado débiles, así que no serán un problema por demasiado tiempo. Son los otros, todos aquellos que no vinieron, los que serán más difíciles de atrapar—.

—¡No! Debes acabar con ellos—, jadeó Ta'anari. —Incluso un dios guerrero herido podría conquistar este mundo—.

—Confía en mí—, dijo Myisha —lo que logramos aquí marca el principio del fin para los de tu especie—.

—Así es que lo hicimos. Trajimos la paz—.

Entonces, ella sí se estaba riendo. —¿Paz? Oh, no, este mundo jamás conocerá la paz. No exactamente—.

Confundido, Ta'anari se esforzó por reincorporarse, pero el duro pinchazo de una punta de lanza en su pecho lo empujó hacia el suelo.

—No, tú te quedas allí abajo—, dijo Myisha.

—Por favor, ayúdame a incorporarme—, le pidió. —Ya te lo dije, ahora soy humano—.

—Sí te escuché, ¿pero acaso piensas que ese hecho borrará tu multitud de pecados? Piensa en todas las vidas con las que acabaste. ¿El que seas humano ahora significa que has sido exonerado por los océanos de sangre que derramaste? Dime, ¿cuántas atrocidades necesitaste para que tu mustia conciencia finalmente te haya punzado lo suficiente como para actuar?—

—No entiendo—, susurró Ta'anari. —¿Qué estás diciendo?—

Myisha rio, y de pronto aparentó ser mucho más joven, aunque también imposiblemente anciana. Escuchó el suelo resquebrajarse por la toma del Chalicar del suelo del anfiteatro.

—Estoy diciendo que tu muerte tardó mucho tiempo en llegar, Ta'anari—, dijo Myisha. —Algunos de ustedes resultaron no ser tan malos, supongo, pero la mayoría de ustedes terminó tan dañada después de la guerra contra el Vacío que el hecho de que hayas sobrevivido tanto tiempo es un milagro. Tal vez tu especie y tú fueron un error desde el comienzo, pero al menos un error que puedo ayudar a corregir—.

Aun sin ojos, Ta'anari sintió el poder dorado del Chalicar flotando justo sobre él. A pesar de que su cuerpo estaba marchito y gastado, gritó en agonía cuando el filo partió su pecho.

Myisha musitó a su oído. —El poder que corría por esta arma los tocó a todos, Ta'anari. Ahora conoce a tu especie. Y yo le daré ese fuego a los mortales—.

Sus manos estaban dentro de él, y Ta'anari sintió como le cortaba el corazón, como si lo sacara de la jaula de sus hendidas costillas... a pesar de ello, seguía vivo.

Al menos por unos cuantos momentos más.

—Idri-Mi—, dijo, entregándole el corazón de Ta'anari —lleva esto y el Chalicar a tus armeros. Necesitaremos otra estrategia para lidiar con el resto de los...—

Myisha se detuvo.

—Espera, ¿cuál era esa antigua palabra?—

Chasqueó sus dedos.

—Ah, sí. Cierto. Darkin—.