Historia corta • 23 Minutos de lectura
Ciudad de Hierro y Cristal
Por Graham McNeill
—¡Apresúrate, Wyn! —gritó Janke. —¡El Aullido Ascendente está cerca!.
Protagonizada por: N/A
Mencionado: Janna
Lore[]
—¡Apresúrate, Wyn!—, gritó Janke. —¡El Aullido Ascendente está cerca!—.
—¡Lo sé! ¡No tienes que repetírmelo!—.
Wyn podía sentir el chirrido del acero engrasado y el sabor del metal entre sus dientes. El interior de la tubería de ventilación que escalaba vibraba conforme se acercaba el elevador hexdráulico.
Empujó la espalda contra el hierro biselado y apoyó sus adoloridas piernas en el lado opuesto. Al mirar hacia arriba, el cuadrado de luz que era la salida de la tubería se veía demasiado alejado. Se asomó una cabeza. Era su hermano mayor, Nico.
—Ya casi llegas, chico—, dijo Nico mientras le extendía la mano a Wyn. —¿Quieres que baje?—.
Wyn negó con la cabeza y, con todas sus fuerzas, se empujó hacia arriba mientras le ardían los músculos de las piernas. Paso a paso, siguió ascendiendo hasta que pudo alcanzar la mano de su hermano.
Nico lo tomó de la muñeca y tiró para sacarlo de la tubería. Wyn aterrizó mal, tropezó y se dio la cara contra el hueco del risco que todos los niños de Zaun conocían. El espacio apenas alcanzaba para que se pudieran parar uno al lado del otro cerca del precipicio. A unos nueve metros del borde estaban las tres columnas del elevador, cada una medía casi dos metros de ancho y estaban hechas de hierro reforzado.
Feen estaba en el extremo más alejado de la cornisa y miraba hacia abajo con una sonrisa maniática. El viento soplaba a su alrededor, agitando su ropa parchada y su cabello. Kez estaba al lado de Nico, con las mejillas sonrojadas de la emoción. Janke se palmeaba el muslo con nerviosismo y miraba enojado a Wyn.
—Casi haces que lo perdamos—.
—El Aullido aún no está aquí—, respondió Wyn. —No perdimos nada—.
Janke fulminó a Wyn con la mirada, pero con Nico ahí, no se atrevió a decir o hacer nada más. En la Casa de la esperanza para niños abandonados, Janke era un bravucón, pero de esos que es bueno tenerlos cerca cuando los matones del quimobarón buscaban problemas.
Kez se acercó para ayudar a Wyn. Wyn le sonrió y tomó su mano.
—Gracias—.
—No es nada—, respondió mientras se inclinaba para que la escuchara.
Wyn olió el aroma del jabón cáustico con el que se había lavado esa mañana, parecía jugo de limón químico. Debido a la naturaleza de esta excursión, también se había esmerado con la ropa y sacado un viejo vestido de las cajas de ropa donada de los niños a los que ya no les quedaba o que se habían ido del orfanato debido a su edad. Wyn había desempolvado y limpiado bastante su ropa, pero de repente se sintió bastante desaliñado al lado de Kez.
—Nunca me subí al Aullido—, dijo ella, sin soltarle la mano. —¿Tú sí?—.
El estruendoso rugido se hacía aún más fuerte. Los mecanismos del elevador hacían un ruido ensordecedor en los goteantes muros musgosos del hueco. Feen lo estaba mirando y Janke tenía una fea sonrisa de oreja a oreja. El temor a quedar como un tonto hacía que la mentira fuera más fácil de decir.
—¿Yo? ¡Sí, muchas veces!—, respondió y en seguida se dio cuenta de que había cometido un error. Wyn miró sobre su hombro. Los otros estaban reunidos en el borde, bien agarrados con las piernas, inclinados hacia el viento.
Wyn se inclinó hacia Kez.
—Lo siento, no sé por qué dije eso—, confesó. —Nunca lo he hecho antes. Ni una sola vez. No le digas a los demás, pero me muero de miedo—.
Kez suspiró aliviada.
—Genial. No quería ser la única—.
Subirse al Aullido Ascendente era uno de los rituales de iniciación de los niños de Zaun. Como llegar a la cima del Viejo Cascarrabias con las extremidades intactas, robarle a uno de los hombres de un barón o jugarle una broma a un chatarrero del Sumidero. Zaun tenía una interminable lista de pruebas extremadamente peligrosas que debías pasar para volverte un chico de la calle duro.
Pero reunir el valor para saltar de la cornisa de roca era la prueba que a Wyn le parecía la más demente. El alarido del elevador que cada vez se acercaba más se hacía más fuerte, hasta llenar el hueco en con chirridos de metal chocando contra más metal y el sonido explosivo de los engranajes.
Nico se levantó, se inclinó hacia adelante y miró hacia abajo antes de voltear con una sonrisa y un pulgar hacia arriba. Flexionó las rodillas y se arrojó hacia el vacío. Con los brazos y las piernas en caída libre, se desvaneció de la vista de todos. Como a Janke no le gustaba ser menos, en seguida se arrojó desde el borde con un salvaje grito. Feen siguió a su amigo, pero con una risa maniática.
—¿Lista?—, gritó Wyn, aunque sus palabras se las tragó el Aullido Ascendente.
Kez asintió. No había forma de que pudiera escucharlo, pero había captado el mensaje. Aún no le había soltado la mano. Wyn sonrió y luego ambos corrieron hacia el acantilado. Wyn sintió el corazón subir hasta su garganta, palpitando con la fuerza de un martillo neumático en su pecho. Sus pies estaban por frenar, pero ya era demasiado tarde. Al llegar al borde, saltaron, mientras gritaban con valor y terror combinados.
El suelo debajo de él se desvaneció. Entre él y los niveles más bajos de Zaun, a cientos de metros, solo había aire. Un terror inconmensurable se apoderó de Wyn. Lo estrujó con la fuerza de un herrero y le sacó el aire de los pulmones. Wyn se vio cayendo hacia el suelo y comenzó a aletear como si de la nada pudiera aprender a volar como un alcaudón de los riscos. Miró hacia abajo. La silueta ovoide de acero y cristal del Aullido Ascendente estaba debajo y se acercaba a toda velocidad.
Nico, Janke y Feen ya estaban en él, agarrados de los marcos barrocos o aferrados a la estructura. Wyn se estrelló contra el vidrio grueso y rodó. Buscó algo de lo que pudiera agarrarse, mientras resbalaba por la curva de las ventanas externas. Sus manos sudorosas se resbalaron. Sus pies luchaban por aferrarse a algo. Lo que sea que detuviera su caída.
Nada.
—No, no, no... —, jadeó mientras se resbalaba por el borde curvo hacia el vacío. —¡
, apiádate de mí!—.Una corriente de aire subió y lo empujó hacia el frente. Entonces, logró ver un gancho de bronce erguido al lado del elevador gigante. Se abalanzó sobre él. El viento a su espalda pareció darle el empuje necesario para alcanzarlo. Sus dedos abrazaron el metal y su descenso hacia el vacío se detuvo.
Ahora que había terminado el peligro de la larga caída y un final duro, Wyn logró pararse para buscar a Kez. La vio arriba, riendo histéricamente por haber sobrevivido. Wyn sintió ganas de reír y no podía dejar de sonreír como un lunático mientras escalaba a la parte superior del Aullido Ascendente donde la superficie era menos empinada.
Nico gritó de alegría al verlo y golpeó a Janke en el brazo.
—¿Viste? ¡Te dije que lo lograría!—.
Wyn se dirigió hacia su hermano. Sentía las piernas gomosas como las de un demonio fulgurante después de una noche llena de alcohol. Tomó una gran bocanada de aire limpio. En el Sumidero el aire tenía textura, pero aquí, en la parte más alta, era tan fresco que lo mareaba, de forma agradable.
—Nada mal, chico, nada mal—, dijo Nico mientras le daba una palmada en la espalda. Su hermano mayor tosió y escupió un gargajo de flema grisácea sobre el vidrio. Nico se limpió los labios con la palma y Wyn no pudo evitar notar que le había quedado residuo salobre en la mano.
—Sí, no fue nada—, dijo Wyn.
Nico se rio de su fanfarronería. —Pero valió la pena, ¿no?—.
—Es hermoso—, dijo Kez.
Wyn estaba de acuerdo. Más abajo, esta parte de Zaun se extendía por todo el rocoso suelo del cañón bajo un baño de luces color verde botella. Los arcoíris de vapor se arqueaban sobre la zona de fábricas y la brillante bruma de neblina gris descendía sobre las forjas químicas. Desde aquí arriba, los pozos de los sumideros ondeaban como espejismos color esmeralda y las luces destellantes de las chimeneas parecían estrellas entre la oscuridad, que casi no podía ver desde la Casa de la Esperanza.
Los ojos de Wyn se llenaron de lágrimas. Se dijo a sí mismo que era culpa del viento. Arriba de ellos, brillaban las torres de marfil, bronce, cobre y oro de Piltóver. También era hermosa, pero la belleza de Zaun era dinámica. Sus calles estaban llenas de vida y convertían a la ciudad en una masa bulliciosa de humanidad. Wyn amaba Zaun. A pesar de sus defectos, que eran muchos, su imprevisibilidad y exuberancia le daban un aire inexistente en Piltóver.
Wyn miró a través del vidrio debajo de él y vio cómo un montón de personas lo observaban. Los pasajeros del Aullido Ascendente estaban acostumbrados a que la gente tomara un aventón hacia arriba, pero eso no significaba que les gustara. Algunos eran zaunitas, pero la mayoría eran piltis que volvían después de pasar la noche en los mercados iluminados con lámparas de gas, los restaurantes con techos de vidrio o los salones musicales de Zaun.
—Malditos piltis—, dijo Janke. —Vienen a pasarla bien a Zaun. Creen que viven al límite, pero, cuando termina la noche, huyen de regreso a Piltóver—.
—Habría menos dinero en Zaun si no vinieran—, señaló Kez. —Los piltis aprovechan Zaun y nosotros los aprovechamos a ellos. ¿Y cuántas veces pasamos días geniales en Piltóver? ¿Recuerdas los fuegos artificiales en las Puertas del Sol el último Día del Progreso? ¿Recuerdas a esa pilti a la que tanto veías? Hablas mucho, Janke, pero siempre eres tú el que quiere que subamos—.
Se rieron mientras Janke se sonrojaba.
—Yo les daré algo que ver—, dijo Feen con una sonrisa. El flacucho se quitó los tirantes de los hombros, se bajó los pantalones y aplastó el trasero contra el techo de vidrio. —¡Piltis! ¡Hoy hay luna llena!—.
Y como un perro restregando su trasero en el piso, Feen dejó resbalar por el vidrio sus posaderas para el deleite de los espectadores debajo.
Los chicos se rieron ante los rostros horrorizados de los pasajeros del elevador. Los hombres cubrían los ojos de sus hijos y alzaron los puños como protesta contra los sucios zaunitas.
—No llegaremos hasta arriba—, dijo Nico mientras recuperaba el aliento y se limpiaba las lágrimas de la risa. —Lo de Babette está en el nivel del Entresol—.
—Ni siquiera sabemos si Mamá Elodie estará ahí—, dijo Janke.
—Estará—, respondió Wyn. —Vi el cartel en su escritorio. Una imagen de ella cantando en el escenario, estoy tan seguro como que el Gris siempre llega cada día. Pero debemos apresurarnos. ¡Comenzará cuando toquen las ocho campanadas y ya van seis!—.
Mamá Elodie era la dueña de la Casa de la Esperanza, un orfanato dedicado al bienestar de muchos niños abandonados como consecuencia del desastre que destrozó a Zaun. Fundada por las familias que se terminarían volviendo los clanes de Piltóver, ha albergado a más de doscientos huérfanos entre sus muros. Pero, aproximadamente un siglo después de su apertura, la fortuna de la institución comenzó a declinar, pues el dinero que provenía de la nueva ciudad dejó de llegar. Al final, las familias opulentas de arriba decidieron que habían mitigado su culpa con suficiente oro y dejaron de enviar dinero.
Mamá Elodie era el único miembro que quedaba del personal después de que se terminaron los fondos. Una mujer de piel morena que decía ser una princesa de Jonia. Wyn sospechaba que solo era una historia que usaba para obtener donaciones de los quimobarones, pero le gustaba cuando le contaba sobre cómo eligió ver el mundo en vez de tener una aburrida vida en un palacio. Wyn no podía concebir la idea de darle la espalda a una fortuna como esa, pero nunca había conocido a nadie de Jonia, ni siquiera cuando había realizado tareas para los marineros en los puertos.
Todos los huérfanos y desamparados de la Casa de la Esperanza habían escuchado la voz de Mamá Elodie cantando cuando cocinaba y aseaba. Su voz era extraordinaria, y más de una vez Wyn se había quedado dormido con sus canciones de cuna cuando era un bebé en sus brazos. Wyn había ido a entregarle una tisana a Mamá Elodie cuando vio el cartel del Emporio Teatral de Babette doblado debajo de un montón de cartas desgastadas. Solo tuvo oportunidad de echar una mirada rápida, pero juraba por un cofre de engranajes dorados que era Mamá Elodie vistiendo sus mejores joyas y cantando en un escenario. Mamá Elodie vio su mirada y lo hizo salir de la habitación después de darle un golpecito en la oreja y un reto por entrometido.
Contó a los demás lo que había visto y, en una hora, habían formado un plan para escabullirse y verla cantar.
—¡Miren!—, gritó Wyn mientras le daba un codazo a Nico.
Nico miró hacia abajo y asintió, tras observar al conductor gritar a través de un altoparlante flexible.
—Le está advirtiendo al personal de arriba que se cuiden de los rufianes zaunitas—, dijo Nico. —No importa. Recuerden, no vamos a llegar hasta la plataforma—.
Entonces, ¿cuándo nos bajamos?—, preguntó Feen al tiempo que se ponía de pie y, por suerte, se levantaba los pantalones.
—Hay un viejo sistema de manivelas justo debajo de la plataforma de embarque—, dijo Nico mientras señalaba hacia arriba. —El armazón es estable y ancho, y al lado hay una tubería de ventilación que ya no tiene tapa—.
—¿Vamos a saltar otra vez?—, preguntó Wyn.
Nico sonrió y le guiñó el ojo.
—Claro, pero no será problema para un veterano como tú, ¿no?—.
Wyn dejó salir un suspiro abrumado. Tenía las manos ensangrentadas donde se había colgado del armazón oxidado. Su segundo salto por los aires fue tan terrible y estresante como el primero, pero, al menos, ya sabía que podía hacerlo. El Aullido Ascendente continuó su viaje hacia arriba y Wyn se alegró de verlo partir.
Al menos volver a Zaun sería más fácil. Caminaron por el paso construido entre las rocas y se deslizaron por las vertiginosas escaleras espirales que se sostenían por las estructuras colgantes a los lados de los riscos.
En efecto, el armazón estaba junto a una tubería descubierta, tal y como Nico había dicho. El interior despedía olores tóxicos, pero al menos estaba casi seco. Por suerte, había lugar para pararse, por lo que era probable que en algún momento había transportado y depositado grandes cantidades de desechos en Zaun.
—¿Adónde va esto?—, preguntó Kez, cuidándose de no tocar la baba verdosa que se estancaba en algunas depresiones del hierro.
—Termina justo detrás de la estación de bombeo Bonscutt, creo—, dijo Nico.
—¿Entonces no sabes?—, preguntó Janke. —¿No habías hecho esto antes?—
—Sí, pero fue hace un año y no sé si el lugar sigue igual que antes—.
Siguieron subiendo y doblando por la tubería que atravesaba la roca. El metal crujía con el movimiento de los acantilados.
—Los acantilados murmullan de nuevo—, dijo Kez.
—¿Y qué dicen?—, preguntó Wyn.
—Nadie sabe. Mamá Elodie me contó una vez que las rocas siguen tristes por lo que pasó en la separación de la tierra para hacer el canal. Me dijo que, a veces, cuando la tierra se lamenta mucho, llora, y ahí es cuando la tierra tiembla—.
—Así que, ¿esto podría terminar en un muro de rocas o una barrera de metal retorcido?—, preguntó Janke.
—Tal vez—, respondió Nico. —Pero lo dudo. Mira—.
Nico señaló las delgadas columnas de luz adelante. Había partículas de polvo flotando en el aire, y Wyn vio una escalera oxidada que ascendía a un canal en la tubería.
—Creo que encontramos la salida—, dijo Nico.
Wyn solo había viajado al Entresol de Zaun un par de veces en toda su vida y el lugar siempre le había resultado impresionante. Situado justo debajo de la frontera teórica entre Piltóver y Zaun, una línea fluida y siempre cambiante, el Entresol era una zona emergente de comercios cosmopolitas, restaurantes, salas de recitales y lupanares, por lo que era uno de los distritos más poblados de las ciudades. Las personas que vivían y trabajaban ahí también lo consideraban el lugar en donde se llevaba el verdadero trabajo de Zaun.
Al salir de la tubería, se orientaron rápidamente y se dirigieron hacia una de las vías públicas principales. Wyn y Kez eran los únicos que podían leer y descifrar los letreros de las calles en cursiva, así que Kez los llevó por un amplio bulevar repleto de la gente más increíble que Wyn jamás había visto.
Tanto los hombres como las mujeres de Piltóver y Zaun convivían en la calle adoquinada. Vestían ropa fina y sombreros emplumados. Las mujeres llevaban vestidos plisados con cuellos forrados y fajas de colores brillantes. Los hombres se veían impecables con sus largas gabardinas y botas pulidas que no durarían ni un día en el lodo de abajo.
—Todos sonríen—, dijo mientras sentía que sus labios también se curvaban en una sonrisa. —Y ríen—.
—Tú también reirías si no tuvieras que preocuparte por comer todos los días—, dijo Janke.
Wyn comenzó a responder, pero Nico negó con la cabeza. Janke había llegado a la Casa de la Esperanza a una edad más alta que el resto de los huérfanos y estaba a punto de tener que buscar su camino en el mundo. No era sorpresa que fuera amargado.
Wyn comprendía su amargura. Después de todo, ¿quién no quiere más de lo que tiene? ¿Quién no querría vivir en un mejor lugar si pudiera? La terrible realidad del mundo es que la gente vive tan bien como puede permitírselo. La mayoría de la gente está conforme con su lugar en el mundo, pero Wyn anhelaba una vida en un lugar donde pudiera caminar de la mano con una hermosa mujer, llevarla a un espectáculo y cenar bajo la luz de la luna cada vez que quisiera.
Sin pensarlo, tomó a Kez de la mano Y, cuando ella no intentó soltarse, su corazón palpitó mucho más fuerte que durante el primer salto. Con Nico a la cabeza, se dirigieron hacia el centro, como si tuvieran todo el derecho de estar ahí. Por supuesto que lo tenían, pero las miradas que atraían su ropa harapienta dejaban claro que, aunque nadie los iba a echar, no eran exactamente bienvenidos.
Por un momento, Wyn fantaseó con poder quedarse ahí para siempre, caminando por la calle de lúmenes químicos, rodeado de gente que los pudieran llevar hacia los bocadillos más deliciosos y cremosos de pato confitado o que les sugirieran obras de teatro que no podían perderse. Se imaginó vestido como todo un dandi que saludaba a los demás ciudadanos y se quitaba el sombrero para saludar a los representantes de los clanes.
—¿Eso es un cultivar?—, preguntó Wyn mientras señalaba el domo de vidrio ahumado y celosía, al borde del risco.
—Creo que sí—, respondió Kez. —Solo los he visto desde abajo—.
Un puente de hierro y cables tensos estaba atado a la cúpula del domo de vidrio en la roca. Se detuvieron para disfrutar de la belleza en su interior. Detrás del vidrio, un pequeño bosque de árboles altos y frondosos eran atendidos por un jardinero que tenía la cabeza afeitada y muchos tatuajes. Una multitud de flores, con pétalos de rojos, dorados y azules, destacaba en contraste con el verde interior. Wyn nunca había visto algo así de hermoso en toda su vida. Saludó al jardinero, deseando poder caminar con Kez por el bosque, oler los perfumados brotes y sentir el suave césped bajo los pies.
El jardinero sonrió y saludó, antes de volver a sus labores.
Se escuchó una serie de campanadas. Wyn contó un total de siete.
—Vamos—, dijo con urgencia. —El espectáculo empezará pronto—.
Janke volteó hacia Nico. —¿Seguro que sabes adónde ir?—.
—¿Lo de Babette? Sí, sí sé—, dijo Nico mientras se cubría la boca para toser de nuevo. —Una vez fui con Aleeza, cuando tenía algo de dinero por ganarle a ese mercader de Bel'Zhun en una competencia de beber—.
Wyn recordaba muy bien esa noche. No podía creer que su hermano ingería trago tras trago de kouaxi, un potente licor que los shurimanos decían que se hacía de leche de cabra fermentada. Llegaron a los veinte tragos antes de que el mercader colapsara. Nico estuvo con resaca durante toda una semana antes de poder gastar su premio.
—Es por aquí—, dijo Nico al tiempo que entraban a la plaza cavernosa tallada entre los riscos.
Las personas llenaban el amplio espacio abierto hablando, negociando y discutiendo sobre quién sabe qué. Unas cuantas personas con amplificaciones metálicas paseaban por la plaza, cada una con el sello de uno de los quimobarones. Eran muy pocos, pero atraían más de una mirada cautelosa.
En el otro extremo de la plaza había una gran estructura muy colorida y ruidosa. Los anunciantes gritaban incentivos para entrar y entregaban los programas. Columnas estriadas de mármol negro con oro formaban el pórtico gigante del edificio, sobre el que había una serie de estatuas de animales salvajes, dragones y guerreros en armadura. Unas luces químicas verdes las iluminaban y las llamas ondeantes hacían que pareciera como si estuvieran vivas.
—Les presento el Emporio Teatral de Babette—, dijo Nico al tiempo que hacía una reverencia y señalaba a la estructura iluminada.
—¿Cómo que no podemos entrar?—, preguntó Nico.
Los dos porteros vestían elegante, pero la elegancia no ocultaba su experiencia en lastimar gente. Unos tatuajes serpenteaban por sus cuellos y muñecas y uno de ellos tenía un brazo mecánico que vibraba con algo energizado. ¿Quizás era un garrote eléctrico? ¿O algo incluso más mortífero? O, tal vez, solo no funcionaba bien.
—Podemos pagar—, dijo Kez.
—No es el dinero, niñita—, dijo el primer portero, un hombre al que Wyn bautizó mentalmente como —Aliento químico—.
—Entonces, ¿por qué?—.
—No están vestidos correctamente—.
—Exacto—, agregó el segundo portero, el del brazo mecánico zumbador. —La señora Babette espera un cierto nivel de... higiene en cuando a la vestimenta de sus invitados. Sus atuendos no cumplen con el mínimo esperado, me temo—.
—Sí, así que regresen por el hoyo de donde vinieron—, dijo el primero.
—¿De dónde vinimos?—, preguntó Kez, incrédula. —Esto es Zaun, ¿o no? Somos de aquí, ¡estúpido lamesumidero!—.
—Largo de aquí, rufianes—, dijo Aliento químico. —Esta parte de Zaun no es su Zaun—.
—Como sea—, dijo Nico. Dio la vuelta y empezó a caminar. —Vámonos—.
—Espera, ¿qué?—, dijo Wyn mientras los demás seguían a Nico. —¿Solo iremos a casa y ya?—.
Su hermano esperó a que estuvieran a una distancia a la que no pudieran escucharlos antes de responder, asegurándose de que el público los tapara.
—Claro que no—, dijo Nico. —Fui un idiota. Olvidé la primera regla del Sumidero: Solo los objetivos entran por la puerta principal—.
Se pasearon por toda la plaza durante diez minutos antes de encontrar lo que buscaban. Wyn vigilaba las puertas de la entrada. La gente seguía entrando, así que seguro el espectáculo aún no había comenzado.
—Ahí—, dijo Feen, señalando una repentina corriente de humo esmeralda que salía de un techo cercano. Feen trabajaba para Quitagris Malkev, un técnico de conductos que le daba un par de engranes para que se metiera pos los conductos estrechos y limpiara la porquería cuando las tuberías de ventilación se tapaban.
La fuente del humo era un restaurante que parecía servir una fusión de comida callejera de Zaun y cocina de lujo piltoviana. Los comensales eran artistas lánguidos y la comida era tan bella que daba lástima comerla.
—Esa es una tubería compartida, sin duda—, dijo Feen. —¿Ven? Puedes oler la comida de las cocinas y el humo de los quemadores de cristal de lo de Babette—.
—Sabía que había una razón por la que te trajimos, Feen—, dijo Nico, mientras los llevaba por el callejón de la roca entre el restaurante y el teatro. Había muchas cajas pesadas apiladas que venían de los muelles contra el muro. Encima colgaban unas tuberías seseantes. Unos hombres fornidos, gruñendo por el esfuerzo, cargaban las cajas adentro. Ninguno de ellos prestó mucha atención a los niños.
Feen trazó la ruta de los conductos con los dedos. Contaba y escuchaba mientras ellos gruñían y balbuceaban. Olfateó el aire y sonrió.
—Es por ahí—, dijo mientras señalaba hacia una estrecha ventilación entre las rocas.
—¿Seguro?—, preguntó Janke. —No quiero que te equivoques y terminemos en el drenaje fuera de Zaun—.
—Es el camino correcto, rata de sumidero—, dijo Feen. —Si te revolcaras en tanta baba y desechos como yo, podrías orientarte mejor—.
Esperaron hasta que los hombres que trabajaban en el restaurante descansaran antes de usar las cajas para escalar hacia el techo. Feen rápidamente halló una escotilla al lado de la tubería y procedió a abrirla. Wyn casi se desmaya al oler el vapor que salió de ahí.
—¿Es seguro?—, preguntó.
—Suficiente para un rufián del sumidero—, dijo Feen. —Créeme, tus pulmones se llenarían de más mugre caminando por las Vías Negras que por pasar por aquí—.
Wyn no estaba tan seguro de eso, pero Feen se adentró, seguido de Janke y Kez. Después de que entraran, Nico le señaló la entrada a la tubería.
—Tu turno, hombrecito—.
Wyn asintió, se adentró y siguió los sonidos de rodillas arrastrándose, groserías y tos. Feen tenía razón en algo: el aire de aquí era bastante fétido, pero nada como cuando el Gris se acercaba y se hacía imposible respirar. Nico lo siguió, y se arrastró sobre las rodillas y los codos a un ritmo constante. La luz se filtraba por los orificios donde el metal se había roto, pero eso se acabó cuando subieron más por el risco.
—¿Cuánto falta?—, preguntó Nico detrás de él. Su voz sonaba peculiar al resonar por la tubería. No recibió respuesta más que ecos. Wyn intentó no pensar en todas las razones por las que solo había silencio. ¿Acaso la tubería los expulsó por el risco como Janke temía? ¿Habían encontrado un cúmulo de gas que los había dejado inconscientes o sofocado? O, tal vez, la tierra también estaba triste en este lugar y decidió aplastarlos como pequeños insectos subiendo por ella.
Justo antes de que la idea de ser aplastado hasta la muerte por culpa de riscos melancólicos paralizara a Wyn del terror, una mano encima de él lo tomó del cuello.
—¡Te tengo!—, silbó una voz mientras lo levantaba por la escotilla, invisible en la oscuridad. Gritó asustado y forcejeó antes de darse cuenta de que era Janke quien lo subía. Lo dejó en el piso de madera de una habitación sin luz. Al menos, casi sin luz. Había una delgada línea de luz que provenía debajo de una puerta cercana. Mientras Wyn se acostumbrada a la luz, pudo ver la gran cantidad de parafernalia de los artistas apilada de forma desordenada por toda la habitación. Estantes sobre estantes de máscaras, disfraces llamativos, fondos de teatro y utilería.
Feen reía mientras jugueteaba por la habitación con la parte superior de un disfraz de caballo en la cabeza. Kez se había puesto una corona dorada incrustada con gemas falsas en los bordes y una brillante roca rojiza en el centro. Janke blandía una espada de madera. La hoja estaba pintada para que pareciera de plata resplandeciente.
Wyn sonrió mientras Nico terminaba de escalar la tubería detrás de él. Se sentía mareado, pero no sabía si era por culpa del humo o de la emoción de haber llegado.
—Buen trabajo, Feen—, dijo Nico mientras se desempolvaba y tosía una flema grisácea.
Feen se quitó el traje de caballo y sonrió, desacostumbrado a recibir elogios. Comenzó a hablar, pero entonces escucharon el repicar de los tambores y el son de gaitas.
—Empezó—, dijo Kez.
El interior de lo de Babette era tan impresionante como el exterior. La sala principal estaba adornada con telas coloridas, terrazas doradas y un techo abovedado decorado con impresionantes vistas panorámicas de bosques, altas montañas y lagos de color azul profundo. Un enorme candelabro de cristales brillantes colgaba del centro del techo. Trazaba constelaciones que emitían rayos de luz astillada a través de la sala.
Cientos de personas llenaban el lugar. Juerguistas de trajes elegantes y bailarines que se habían despojado de sus abrigos e inhibiciones. Un escenario elevado en un extremo era la sede de los músicos que tocaban con todo su corazón. Era una melodía que les enfriaba la sangre a todos y animaba a sus pies a seguir el son. La música era contagiosa y Wyn rio cuando Kez lo llevó a la pista de baile. La sola presencia de cinco chicos del sumidero, en cualquier otro lugar, hubiera causado una conmoción. Pero, aquí, en medio de los bailarines y cantantes, apenas llamaba la atención.
Los chicos se movían con la facilidad de aquellos que saben cómo escabullirse de los guardias de Piltóver en un instante. Feen daba pisotones y sacudía los brazos como loco, puro codos y rodillas. Janke se sacudía y meneaba la cabeza, perdido en su propio mundo musical. Nico bailaba en un patrón ondulante y con un aire elegante. Cada tanto se detenía para coquetear con alguna chica linda. Wyn saludaba mientras Kez y él giraban por la pista de baile con una euforia muy libre.
La música estaba tan fuerte que no podían hablar.
No le importaba.
Había luces químicas que reflejaban un arcoíris en el candelabro y generaban auroras boreales de colores. Wyn levantó las manos, intentando tocar las luces. Kez le rodeó el cuello con los brazos y también intentó tocar las luces. Wyn olió su jabón y sudor, el perfume de su cabello y el calor de su cuerpo. Quería que este momento no terminara nunca.
Pero lo hizo.
Una mano carnosa tocó el hombro de Wyn, quien sintió una gran decepción al ver que le arrebatan un momento que tal vez jamás volvería a ocurrir. Maldijo la interrupción, pero las blasfemias que estaba por pronunciar se ahogaron cuando vio a Aliento químico, el portero, mirándolo desde arriba.
—¿No te había dicho que regresaras al Sumidero?—.
Wyn miró a Kez y vio que su pecho respiraba agitado. Ella asintió y la respuesta a su pregunta implícita estaba en su mano extendida.
Wyn le tomó la mano y gritó: —¡Corre!—.
Logró evadir el brazo de Aliento químico mientras corría a toda velocidad hacia el centro de la pista de baile. Kez dio un fuerte grito y se movieron entre los bailarines como si jugaran a las atrapadas en el Sumidero. Corrían sin soltarse de la mano. Aliento químico les pisaba los talones. Empujaba a la gente, pero los chicos habían corrido por las calles de Zaun desde que aprendieron a usar las piernas. Ya habían escapado de guardias, matones químicos y viginautas.
Un portero gordo apenas y era un reto.
Escucharon los gritos iracundos de Aliento químico sobre la música, como si cantara con ella. Lo obligaron a perseguirlos mientras corrían por debajo de los bailarines y los cantantes. Kez no le soltaba la mano. Wyn no pudo evitar reír, incluso mientras dejaban que Aliento químico se acercara. Entonces, justo cuando la mano del sujeto alcanzaba su hombro, Aliento químico se cayó en la pista de baile. El codo agitado de Feen le había dado un golpe directo en el rostro.
Lo dejaron rodando en el piso. Wyn no nunca se había sentido tan emocionado. Cada paso de baile. Cada pisada. Todo estaba en sincronía con la música. Cada coro se sentía como si se hubiera escrito específicamente para este momento. Todos reían como lunáticos entre la luz y los sonidos. Estaban unidos de una forma que no conocían.
Pero la música paró. Las luces se extinguieron y un solo quemador químico enfocaba su iluminación en el escenario. Los bailarines, repentinamente inertes, exhalaron de forma colectiva cuando una mujer emergió del centro del escenario. Fuera magia o espectáculo, a Wyn no le importaba. Fue una entrada magnífica.
—Mamá Elodie—, dijo Kez.
Wyn sabía que era ella, pero seguía sin comprender del todo que la matrona de la Casa de la Esperanza era esta diosa ante él. Llevaba su largo cabello atado en una serie de trenzas unidas por cuentas de nácar y jade que brillaban como estrellas recién nacidas. Llevaba puesto un radiante vestido que colgaba en varios pliegues y destellaba como una suave telaraña.
Era la mujer más hermosa que jamás había visto.
Mamá Elodie subió la mirada y la melodía ascendió pasó de un ritmo lento a un latido más rápido. Movía la cabeza al ritmo de la música y su morena piel brillaba con polvo de diamante. Sus ojos recorrieron a la multitud y parecía que su mirada conmovedora se fijaba en cada persona. Sonrió, como si le sorprendiera ver a tanta gente, y la calidez de sus ojos almendrados llegó a todos los que la miraban. Wyn sintió que todo su porte celestial lo abrazaba, como si se llevara todos los pesares que no sabía que tenía.
Comenzó a cantar.
No reconocía las palabras, pero fluían como la miel. Una mitad hablada, la otra cantada. Cada nota navegaba como las hojas en una cálida noche de verano dando vueltas en espiral por toda la sala. Su voz subió de tono y volumen, y Wyn sintió cosquilleos en su piel cuando lo tocó. Dejó que la canción de Mamá Elodie lo llevara a la deriva. Wyn sintió una creciente conexión entre Kez y él. Sus miradas se cruzaron. Se dio cuenta de que ella sentía lo mismo.
Pero era más que eso.
Wyn sintió una conexión entre él y todas las demás personas. Una sensación de unificación y armonía que nunca creyó que podía ser posible. Las manos de Mamá Elodie esculpían el aire al tiempo que su poderosa voz llenaba la sala con tonadas que penetraban hasta la médula y volvía cada uno de sus bordes en algo suave. Su piel brillaba con sudor y las venas sobresalían de su cuello.
Fuera como fuera la forma en que hacía esta música, le costaba mucho esfuerzo.
La luz que llenaba la sala se atenuó conforme su voz se hacía más suave. Las notas se derritieron como nieve en primavera, como el atardecer en un mar invernal. Unas lágrimas recorrieron el rostro de Wyn y sabía que no era el único que estaba llorando. Muchas de las personas sollozaban mientras se acercaban a Mamá Elodie para suplicarle que continuara. Se bamboleó el escenario. La canción estaba por terminar.
Muy lentamente, descendió por una trampilla en el escenario hasta desaparecer. La voz de Mamá Elodie se hizo más y más suave, hasta convertirse en un suspiro.
Y pronto, se esfumó.
La sala ahora estaba completamente a oscuras. Wyn dejó salir un suspiro estremecedor cuando las luces del lugar comenzaron a volver. Parpadeó hasta que se acostumbró a la luz. Vio cómo se quemaban las luces químicas. ¿Cuánto había durado la canción de Mamá Elodie? ¿Horas? ¿Minutos? No tenía forma de saberlo. Estaba exhausto, pero a la vez se sentía renovado. Sentía los pensamientos ligeros. Sus pulmones estaban más limpios de lo que habían estado en meses. Volteó hacia Kez y vio que ella también tenía la misma sensación de rejuvenecimiento. Los miembros de la audiencia sonreían; amigos y extraños se abrazaban tras compartir la magia de lo que acababan de experimentar.
Nico, Feen y Janke se acercaron, y cada uno había vivido una revelación profunda. Fuera lo que fuera, Wyn no podía descifrarlo, pero que todos se sentían cambiados estaba claro.
—¿Sintieron...?—.
—Sí—, respondió Nico.
Se abrazaron. Cinco huérfanos de Zaun compartiendo un breve momento de pertenencia que nunca volverían a sentir. Cuando se separaron, vieron a los dos porteros: Aliento químico y Brazo zumbador, parados a su lado con las manos hechas puños. La nariz de Aliento químico estaba chueca. Se le ve mejor, pensó Wyn.
—Creo que les dijimos que se fueran a casa—, dijo Brazo zumbador.
—Malditas ratas de sumidero—, refunfuñó Aliento químico, que aún se tocaba la nariz sangrante. —Creen que se pueden burlar de nosotros—.
Golpeó una palma con el puño carnoso para hacer énfasis.
—Es hora de que se vayan y no puedo prometer que no será doloroso—, dijo Brazo zumbador, casi disculpándose.
—No hay necesidad de eso—, dijo una melodiosa voz detrás de ellos.
Wyn dejó salir un suspiro de alivio cuando Mamá Elodie puso su mano en su cuello. Sus dedos eran cálidos y sentía mucha calma fluir en él a través de su toque.
—¿Están con usted?—, preguntó Aliento químico.
—Así es—.
Los porteros parecían querer escalar el asunto, pero llegaron a la conclusión de que discutir con el acto estelar frente a su público encantado probablemente no sería buena idea. Los porteros retrocedieron, no sin antes hacer contacto visual con cada uno de los niños para dejarles claro que lograron escapar solo esta vez, pero que volver al Babette sería una muy mala idea.
Wyn volteó para ver a Mamá Elodie, pero toda la magia que había mostrado en el escenario se había ido. La princesa de Jonia se esfumó y la reemplazó la cuidadora zaunita. Los miró enojada, con ojos firmes.
—Debí dejar que les dieran esa paliza para que aprendan la lección—, les dijo mientras los empujaba hacia la puerta principal del teatro. Los demás asintieron, aceptando su ira, pero solo Wyn se dio cuenta de la diversión que ella mostraba en la mirada. Aun así, Wyn ya podía ver una gran cantidad de trabajo doméstico en sus futuros.
—Estuviste increíble—, dijo Kez mientras Mamá Elodie los escoltaba del teatro y daban la vuelta hacia la Calle del Descenso. El elevador nocturno de Zaun tenía una estación ahí, así que, al menos, ya no tendrían que realizar más saltos a elevadores ni subir muchas escaleras. Nico, Feen y Janke se despidieron y se alejaron. Ya tenían edad para marcharse a casa sin pedir permiso. A Wyn no le importaba. Estaba con Kez y Mamá Elodie, así que disfrutaría su descenso hacia la Casa de la Esperanza.
—¿Dónde aprendiste a cantar así?—, preguntó Kez.
—Mi madre me enseñó cuando era una niña—, respondió Mamá Elodie. —Ella era parte de una… vieja familia joniana, aunque su voz era muy superior a la mía—.
—Fue una hermosa canción—, agregó Wyn.
—Todas las canciones de Vastaya son hermosas. Pero, también son tristes—.
—¿Por qué?—, preguntó Wyn.
—La verdadera belleza solo es bella porque es finita—, dijo Mamá Elodie. —Por eso algunas de sus canciones son muy tristes para cantarlas ahora—.
Wyn no lo comprendía realmente. ¿Cómo podía una canción ser demasiado triste para cantarla? Quería hacer más preguntas, pero entre más se alejaban de lo de Babette, menos importante parecía.
Miró hacia arriba. Las lámparas químicas y el reflejo de las estrellas tintineaban por la ciudad de acero y cristal mientras navegaban en las calles del risco hacia casa. Wyn vio un pequeño rayo de luz de luna escabullirse entre las nubes y tomó una profunda bocanada de aire, sabiendo que podía ser la última por un tiempo.
—Saben que van a estar tallando pisos y limpiando floreros por el resto de la semana, ¿verdad?—, dijo Mamá Elodie.
Wyn asintió, pero no le importaba. Aún sostenía la mano de Kez. Una semana de limpieza parecía un pequeño precio que pagar.
—Claro—, dijo. —Me parece bien—.Trivia[]
- Para una mirada detallada, vea Ciudad de Hierro y Cristal
- Ciudad de Hierro y Cristal sirve como el evento principal para reintroducir a Zaun en el nuevo canon.
Referencias[]
- REDIRECCIÓN Plantilla:Listaref